Poema de Atacama es, antes que todo, una instalación poética, botánica y sonora como viaje inmersivo que propone a las personas una mirada del desierto como un cuerpo telúrico enfermo que adolece producto de un acto criminal en su contra. Uno perpetrado por la minería a gran escala, forajido que, sin mediar resistencia, le ha propinado una estocada de puñal casi mortal al corazón, envenenando su sangre de relave. Cuerpo que, a pesar del dolor y las llagas, continúa latiendo, buscando regenerarse a sí mismo. Germinando, contra todo pronóstico, en forma de palabra que fluye como un río que, goteo a goteo, recuerda su trazado por cerros y valles, atesorando memorias y saberes minerales, agrarios y del mar para su salvataje. O brotando como bosque espinoso, símbolo de fortaleza absoluta y cobijo de vida, en medio de lo aparentemente baldío.
Dicha experiencia, a su vez, cuyos autores son Daniel Ramírez Neira y Eliana Hertstein, tiene sus cimientos en un cuadernillo compuesto por un ensayo y siete poemas, en tanto base escritural. Los textos que se presentan a continuación, por tanto, corresponden a una lectura crítica del libro en cuestión.
Tala Ediciones, 2024
I
A partir de la lectura de Poema de Atacama, libro compuesto por un breve ensayo y una pequeña colección de poemas, podríamos pensar el origen del desierto como la ausencia total de asentamientos humanos. Y esta ausencia se podría leer, a la vez, como la causa de su pétrea abundancia. Podríamos inferir, entonces, que entre el desierto de Atacama y los seres humanos que lo han explotado los últimos 200 años, se establece una relación basada en intereses creados en función de esa abundancia, en donde el espacio físico, llamémoslo fauna, llamémoslo flora, llamémoslo geografía, se lleva la peor parte.
El desierto y la migración tienen una historia juntos. La ausencia de esta historia es el origen del desierto. Si damos una mirada hacia el pasado, nos percataremos de que la migración hacia estos parajes estaría relacionada, entre otros aspectos, con un acto voluntario, o al menos, en donde se impone una voluntad o se denota la manifestación férrea de un poder. Y aun cuando lo podamos asociar a la demencia, la gloria, la enfermedad o la condena, podemos reconocer en esa voluntad la ambición, la idea consciente y constante de robar algo al paisaje y a la historia. Hablamos de una voluntad que transgrede el paisaje mismo, una que le abre un tajo a la sal y la despoja no solo de sus metales, sino también de los caudales que alimentan una biodiversidad quebrantada. Hablamos de una ignominia.
A partir de la lectura de Unqusqa, título del ensayo escrito por Daniel Ramírez, Podemos entender la vida en el desierto de Atacama como esa tensión constante entre la existencia y la muerte. Habitar este espacio siempre ha tenido que ver con la subsistencia en un ambiente hostil a costa de la propia salud, a costa de la propia vida. Es esta manera de habitar y pensar el desierto lo que se pone en evidencia. Habitando el individuo se integra con el mundo. Los lugares son relacionales, tienen historia, podemos identificarlos, tienen una perspectiva experiencial que se vincula con nuestras propias experiencias. Los poemas que componen Roca, escrito por Eliana Hertstein, apuntan un poco a ello, nos plantean otro diálogo posible, una manera de estar, padecer, una relación entendida desde la experiencia artesanal del extractivismo. Acá el poema se devela como resistencia, una resistencia en algún aspecto sospechosa, que decae en nostalgia y resignación. Imponiendo así a la minería, cuna de los movimientos sociales, una imagen romántica e idealizada, de otra cosa que no es más que una sutil forma de saqueo. Pero el desierto cobra lo suyo y sus cuerpos se ofrendan a la aridez del desierto nos dice el poema, y junto a sus cuerpos, un descampado cubierto de flores plásticas como símbolo de una constante derrota.
En Chile, después de las revoluciones independentistas de comienzos del siglo XIX, se perseguía demarcar el territorio de soberanía e instalar simbólicamente los distintos espacios que formaban parte de la nación. En sus primeros años se pensaba el desierto como una frontera interminable, desconocida y, como tal, ignorada. Se pensada como parte del territorio, pero carente de identidad nacional. Se le temía, primero como espacio inhóspito, agreste, vacío; luego, como un espacio rico, pero conflictivo. El desierto se entendía en esos años como un territorio no simbólico, sino como una entidad meramente legal.
Al parecer, la historia nos conmina a pensar que habitar el desierto es asunto de economía. Y es que, desde el boom de las salitreras, pasando por la minería del cobre y el Litio, se suele pensar este lugar como la tierra de las oportunidades ―asunto que siempre resulta en quimera― por lo que oleadas de individuos se han convocado históricamente en busca de fortuna y bienestar, aun cuando las estadísticas nos indican todo lo contrario, pues lo único que ha aumentado considerablemente con los años en la región son los índices de muerte, pobreza y cesantía. Aguas contaminadas, relaves, tronaduras, derrames y material particulado es lo que enfrentan diariamente las comunidades de la región.
Pero esto no es nuevo. Según Alfredo Wormald Cruz, los datos referidos a la población de los distritos de la provincia de Tarapacá, entre los años 1862 y 1876, arrojaron que en Iquique, esta aumentó de 3614 a 15575 habitantes en un periodo de 14 años, evidencia, en palabras de Wormald, del ritmo acelerado que ya estaba tomando la industria del salitre, que recién había sido descubierto en 1857 por los hermanos Latrille en el otrora desierto boliviano. Esto se puede corroborar con la cantidad importante de migrantes que vinieron atraídos por la fiebre de este mineral y murieron acribillados ese diciembre de 1907 en la recordada Matanza de Santa María. O, sin ir más lejos, el crecimiento acelerado que han tenido ciudades como Copiapó, Antofagasta e Iquique estos últimos 30 años lo deja más que de manifiesto. De más está decir aquí que crecimiento y progreso no equivalen a igualdad social.
En fin, ambición y muerte, premio o castigo, al parecer son una constante en el devenir de aquellos que construyeron y construyen el imaginario del desierto, de este cuerpo telúrico que adolece. Una constante que se perfila aquí como una oscuridad carente de empatía, una que no permite dar cuenta de la belleza y dolor de un cuerpo, de una vieja geografía que aún respira, de un desierto que se seca.
Mauro Gatica
Cochabamba. Septiembre, 2024
II
«¿Cómo sería nuestra vida inocente, y feliz, incluso si solo deseara la forma voluptuosa de lo que está en la superficie de la tierra?, en una palabra, ¡lo que está a nuestro alcance!», escribió Plinio el Viejo en el libro XXXIII de su Historia Natural (77-79 e.c.), invitando a pensar, desde la contrariedad, como la codicia se ve reflejada en nuestro modo de relacionarnos con el lujo, los minerales y las piedras preciosas. «¿Acaso los dioses no podrían desterrar para siempre de esta sociedad la maldita hambre de oro?», preguntó. Y la respuesta, todavía hoy, continúa siendo negativa. Ni dioses ni argumento alguno han sido suficiente para que chuzos, picotas, dinamitas, pozos o dragados —millones de metros cúbicos mediante— detengan el extractivismo.
Con frecuencia, asociamos el inicio de estas prácticas a épocas coloniales, años en los que, efectivamente, se vio incrementada la actividad productiva. Sin embargo, la metalurgia en nuestro continente posee un origen anterior a la llegada de los españoles. Prueba de ello es el descubrimiento realizado en 2013 por un grupo de arqueólogos chilenos, quienes hallaron más de 50 hornos de piedra utilizados por los incas para fundir lingotes de metal, ubicados cerca de la actual Compañía Minera Doña Inés de Collahuasi, en la región de Tarapacá, próximo al límite con Antofagasta. De cualquier modo, y en lo relativo a la obra que nos concierne, es Copiapó, provincia atacameña semiárida, el territorio sobre el que Daniel Ramírez Neira y Eliana Hertstein llevan a cabo su propuesta escritural, sonora y botánica.
Caracterizada por una histórica tradición minera, esta zona enfrenta en la actualidad una serie de problemas ambientales ligados principalmente a los relaves, a la disminución de fuentes acuíferas y al plomo y arsénico en el consumo de agua potable por parte de su población. A partir de ahí, Ramírez Neira plantea el ensayo Unqusqa, término quechua traducible como «enfermo» y que da nombre a la primera mitad del cuadernillo Poema de Atacama.
La enfermedad opera aquí a modo de metáfora frente a una geografía entendida como organismo patologizado a causa de la crisis ecológica anteriormente mencionada. Tierra igual cuerpo. Extractivismo igual afección. Y escritura como soporte para la formulación ecocrítica y el cuestionamiento de políticas centralistas en un país que «desde su nacimiento» ha entendido la provincia como «zona de sacrificio». Ahora bien, conectando con «Roca», segunda parte de esta publicación compuesta por siete poemas a cargo de Eliana Hertstein, es posible reconocer un guiño al oficio de aquel que vive «arreando mulas» y de «harnear fragmentos», señales de algo, como los mismos versos que conforman esta serie. «El derrumbe del pique y su desengaño», «una tierra cedida que no se puede recuperar», «la pérdida y su rebozo» o un «socavón [que] no termina de caer», versos a raíz de los cuales se origina la duda, ¿resulta menos responsable de este padecimiento el pirquinero que se adentra solitario en busca de una veta en comparación con las transnacionales que hoy en día controlan la minería? ¿No se trata de una misma práctica impulsada por motivaciones similares a las puestas en tela de juicio por el viejo Plinio?
«Vivir la montaña —escribe Hertstein— ser con ella/ el mazo y el deseo», palabras que parecieran dialogar con la idea de reconocimiento planteada por Ramírez frente a la vida de las comunidades «que han hecho de estas tierras su hábitat desde antaño». Por lo que todo apunta a entender que para ambos autores, no remite a lo mismo aquel que utiliza «métodos artesanales» para «excavar túneles precisos» que aquellos que «ostentan el dominio actual de este páramo» y reconocen en él solo «capital rentable».
De todos modos, Poema de Atacama no se agota tratando de resolver tales interrogantes y desplaza su atención hacia un elemento seriamente amenazado producto de un «crecimiento económico» que «ciega a otras formas de riqueza», es decir, el recurso hídrico. Quienes hemos nacido y crecido en el desierto conocemos la complejidad de su escasez. Y los pasajes que en el texto giran en torno a cuencas y afluentes terminan siendo del todo decidores. Especialmente, teniendo en cuenta que durante el presente año y tras un litigio legal iniciado por el Consejo de Defensa del Estado contra la minera Candelaria, se logró un acuerdo que obliga a esta última a regresar agua al lecho del río Copiapó.
El agua, por consiguiente, como el gran tema cuando hablamos de minería. El agua y los estragos que genera la deshidratación crónica en un cuerpo geográfico, humano o vegetal. Pero, entonces, ¿el levantamiento de este «cuerpo dolido que yace moribundo en el norte de Chile» dependería de gestionar más equitativamente los recursos involucrados, reducir e incluso prescindir de la extracción a gran escala y, por ende, reconfigurar los ingresos generados por la industria minera en favor de una relación responsable con el medioambiente? Heme aquí, como buen «hijo del norte grande», a punto de morderme la cola.
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dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com A propósito de «Poema de Atacama»
de Daniel Ramírez Neira y Eliana Hertstein Tala Ediciones, 2024
Por Mauro Gatica y Juan Malebrán