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Comentario sobre “Cerro” de Juan Cristóbal Mac Lean

Por Juan Malebrán


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“Me gustaría renunciar totalmente a la palabra y,
como la naturaleza orgánica,
comunicar cuanto tenga que decir por medio de dibujos.
Esa higuera, esa lombriz, ese capullo en el alféizar”

Goethe


Animarse a recorrer este “Cerro” (Plural, 2018) de Juan Cristóbal Mac Lean (Bolivia, 1958) es vérselas, no solo ante el paisaje ni frente al territorio, sino que inmersos en una geografía que se explora por amor al ojo. A la memoria. Y a una ruta que se decide transitar fuera del sendero. Tal como sucede cuando la escritura se ensaya al caminar. En un decir algo allá, a lo lejos. Atento, en palabras del propio autor, al “pensamiento de las nubes, recostadas en el cerro”.

Porque lo que propone Juan Cristóbal en este libro, es un viaje que busca indagar en aquello que nos une a los roqueríos y a las quebradas. Para aproximarnos a lo remoto que en ellas nos habita. Y para proponer cierto abandono no por una, sino por diferentes laderas, bajo otros cielos, cada cual con sus formas, y amplitud de ecos que el autor desplaza ligeros en el texto.

Un libro que nos recuerda la importancia que los antiguos otorgaban a la contemplación de la naturaleza. Una mezcla de gozo desinteresado y de estudio frente a las interrogantes que supone el movimiento de los astros, de los océanos y, por supuesto de los cerros y las montañas que nos ayudan a mirar con distancia lo exiguo que muchas veces resultan nuestros asuntos.

Cito:

“los nombres de los animales que cruzan los senderos
las costumbres de los animales que sueñan lejos
los nombres de los animales que sin morada
olfatean enemigos y luces por las noches
los nombres de los animales que vagan por las alturas
y que comen de la mano de nadie”.

Es mediante este nombrar que el autor nos acerca a la idea de mundo como escritura. Como obra y autoría de la naturaleza. Como un libro posible de leer, a través de las formas siempre esquivas que lo componen. Una invitación abierta a indagar en la esencia misma de las cosas.

Así, estos cerros en comunión con la tierra, resultan también cercanos a una voz que rehúsa estridencia alguna. Que nos habla “a la vera del arroyo”, con una impronta nacida de la experiencia. Y del estrecho vínculo que la une a aquello que nombra. Cito:

“miro al cerro
desde el cerro
cuando está lejos”

Y, entonces, el lenguaje se vuelve una treta para sugerir que, en el fondo, más allá de todo borde, cualquier cerro podría ser otro. Que, a cierta altura, la identidad adquiere matices particulares. Que se confunde en el misterio insondable de lo uno. Como en nosotros mismos, el vestigio de la infancia, por ejemplo. El primer cerro que se sube temeroso, “los ojos llenos de líquenes” en el padre o la madre mirando al cerro, sin preguntarle nada, “ya yéndose con él”. Imágenes de tiempos y espacios distantes, posibles de mirar desde otro cerro, que también comienza a mostrarse lejano.

De este modo, el periplo que nos plantea Juan Cristóbal extiende sus coordenadas tanto fuera como dentro del paisaje. Ya no solo la nube, la retama, las doce, dieciséis patas del insecto. Sino también, como una sombra que se alarga en el recuerdo. Despertando la nostalgia de lo que ya ido aún permanece.

Sin embargo, las siluetas de otros cerros nos acompañan a lo largo del poemario. Otros ojos fascinados por la contemplación y la búsqueda inquieta en la montaña. Voces de las cuales el autor se presta equipo y provisiones para continuar pendiente arriba con su marcha. Así, Cézanne, Shitao, Gasquet y Artaud se asoman entre sierras y montes, con el ánimo de quien explora lo inexpresable del paisaje. El trazo de un mapa en el aire, “las raíces de las nubes”, “el dibujo del mundo que se hunde”.

Como si los dioses hubieran querido significar sus poderes en esas extrañas signaturas.

Sin duda, otras latitudes, pero la misma naturaleza esbozando caprichosa sus contornos. Deleitándose en sus leyes indescifrables.

Cito:

“Allí donde la tierra escribe y él siente todas las piedras
ahí donde se pronuncian los secretos más antiguos
y el cuerpo del hombre ya no tiene
ni función      ni órganos
y entonces se escucha por los abismos interiores
a la tierra y sus nervios
y sus soledades prehistóricas

                        y sus geologías primitivas”.

Hay aquí, sin duda, una búsqueda que no teme al equilibrio en la saliente del risco. Aún sabiendo de otras bocas que en el espíritu mismo de la naturaleza, nadie penetra, pero que al menos, si se guarda el silencio y la distancia necesaria, se lo escucha. Cito: 

“los volcanes la pradera los nubarrones que se juntan
en las altas fogatas la música de las estrellas
tocando el fuego de la tierra cuando la adoración y el puñal
la lluvia y el cuento de los cerros tras los cerros
los nevados en busca de nevados
a grandes pasos por el cielo, los nevados”.

Finalmente, habrá otros trazos en este libro. Otras escenas que nos llevaran lejos de los cerros iniciales. Habrá la soltura del pensamiento cuando divaga en medio de la ruta. Habrá inviernos, pájaros, musgo, cometas, Preguntas: “¿Habré ido de veras a alguna parte?”. Otros senderos, otras laderas, otros pasos en un recorrido que nos remite al permanente desplazamiento del mundo. Habrá el lenguaje cifrado de la naturaleza.

Cerro y geografía. Cerro y evocación. Cerro y extravío, entonces.



 

 

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