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          Allá afuera está ese lugar que le dio forma a mi habla de Daniel Rojas Pachas
        por Juan Malebrán
		 
 
          
          
        
        
          
            
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          Daniel  Rojas Pachas es un autor que, en cada una de sus publicaciones, ha propuesto  una voz en permanente conflicto con la escritura. En forcejeo constante contra  la norma que la limita y que a la vez permite su quebrantamiento. Y para esto,  ha decidido minar en ellas del mismo modo, estructura, discurso y sobre todo  hablantes —acaso  uno— que  aun queriendo negarse al testimonio, se las arregla para ejecutar sus  operaciones desde un sabotaje sostenido siempre bajo la sospecha de lo  irresoluble.
        Nada  extraño entonces que Allá afuera está ese  lugar que le dio forma a mi habla (Editorial Navaja, Chile y Mantra  Editores, México, ambos tirajes del 2018) nos plantee una nueva variante frente  a estos contratiempos. Y que, valiéndose de una serie de recursos de ensamble  (hipervínculos, metalenguaje, intertextualidad, etc.), se  adentre en un territorio  en el que lo comunicable resulta apenas una tentativa frente a la fractura  entre experiencia y escritura. Un quiebre siempre próximo al margen y a un  espacio limítrofe en el que solo es posible nombrar y, al mismo tiempo, poner  en duda.
adentre en un territorio  en el que lo comunicable resulta apenas una tentativa frente a la fractura  entre experiencia y escritura. Un quiebre siempre próximo al margen y a un  espacio limítrofe en el que solo es posible nombrar y, al mismo tiempo, poner  en duda. 
        De este  modo, en esta última entrega, lo que Pachas nos presenta es un poemario que  transita, por una parte —al menos la inmediata— a  través de un diálogo entre el autor y una selección —siempre  personal— de  otros autores, pertenecientes, en este caso, a la tradición poética peruana.  Voces que dan forma a un habla imposible de pensarse sin referencias. Y de las  cuales Rojas toma nombres, apellidos y citas —no necesariamente de poemas— para  instalarlos como pequeños dispositivos al interior del libro, ejecutando un  movimiento que bien podría leerse como una declaración de origen, un ajuste de  cuentas o como un particular tributo a esas otras hablas provenientes del  afuera. 
        Por  otra parte, y en un diálogo cruzado con las referencias antes mencionadas, nos  encontramos con un hablante que nos remite a la extrañeza que en lo cotidiano  ofrece la extranjería. Nuevamente, a través de un decir que se nos muestra  haciendo hincapié en la impersonalidad de todo aquello que resulta ajeno: «Unos zapatos  de taco tirados entre los matorrales», «la cubeta del chico que limpia todos los días el  estacionamiento»  o «el  arte secreto de la cartografía». Imágenes que pretenden desestabilizar y poner en  riesgo la idea de lo poético como un asunto de entereza, como un ejercicio de  sosiego y, utilizando un intrincado sistema de vinculaciones, apostar por un  nuevo desplazamiento frente a los bordes que tensan lo biográfico y lo  autoficcional. 
        Pachas,  por lo tanto, en esta obra —cuyo título nos ofrece una sugerente paradoja—, se entrampa a sí mismo en favor del oficio: «Escribimos  para vengar  el cuerpo y la materia,  unidos en la fosa irreparabilísima del tiempo». Ya no solamente por el hecho de  ser poetas todos aquellos que dan título a cada uno de los textos. Sino,  también, por las reflexiones que el lector encuentra en torno al autor, a su  extrañamiento y a su proceso escritural, siempre respaldado por apreciaciones,  a todas luces, poco optimistas.
        Ejemplo  de esto último es el pie de página que forma parte del primer poema. En este,  mediante Vallejo, Pachas nos presenta una oportuna visión sobre el extravío  generacional y las consecuencias que produce la infertilidad retórica. O cuando  haciendo un puente con Luis Hernández nos baja a tierra con una máxima sobre lo  fútil que resulta la vanidad creativa, exacerbada muchas veces por la  obnubilación ante ciertos entusiasmos. Y de manera similar en el momento en que  Gonzalo Rosé aparece para reafirmar el determinismo tajante de la derrota y, de  paso, agregar: «Las  circunstancias trabajan una arcilla ya hecha, ya cuajada». 
        Así, el permanente conflicto de Pachas con la  escritura viene a reiterarse en un libro que nos habla desde un sujeto que se  sabe construido por fragmentos de barrios, ciudades, países y, sobre todo, de  otros sujetos que como él terminaron por reconocerse en un actuar siempre fuera  de foco. Personajes que en algún momento se encontraron habitando «las cuatro  cuadras que trazan la simetría de la rutina», o «reconstruyendo la arquitectura  del contrabando».  Individuos en quienes el artificio forma parte primordial de sus cavilaciones y  frente a quienes Pachas pareciera estar siempre preguntándose —tal como quien habla solo ante sí mismo— si «tanta humanidad sacrificada en pos de unas  imágenes»  habrá de servir, finalmente, para algo.
         
        
          
            «[...] Alcanzo a retirar mi maleta 
              tras dos pasadoras y una chica de Calama. 
              En la mochila llevo cuarenta libros 
              camuflados entre ropa interior y unos zapatos. 
              El agente es cómplice, 
              no ha leído más que La Estrella de Arica toda su vida. 
              Me reconoce. 
              Soy el idiota que paga impuestos por libros 
              que nadie lee y que su prensa no comenta».
            
            . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . (Fragmento del poema «Oswaldo Reynoso»)