Montalbetti dice en una entrevista que a la poesía se entra como al mar: nunca de frente. Por el contrario, a este libro la única forma de enfrentarlo es cara a cara, para que las olas del mar ubicado frente al desierto estallen, y te arrastren y acabes echando sangre por las narices y con la vista nublada. ¿No es esta la única forma valiente de acometer la lectura de un texto?
Eriazo (Sauvage Atelier, 2024) es hueso duro de roer. Un texto que opone delicada resistencia a su lectura y, sin embargo, en ese roce, en esa fricción incómoda pero que liga, emerge un imaginario y una poética.
Malebrán pareciera decir: recorre estos sinuosos caminos, bordea el descampado, asómate a la escombrera, mas no intentes atar cabos, menos lanzar bengalas para aclarar o señalar tu ubicación. Será en vano. Deja la brújula en casa, porque acá, quizás —sólo quizás— lo único útil sea la pata de un conejo en el bolsillo para no desesperar. Pero ¿a qué desesperar?
Valgan estas palabras escritas por el narrador argentino Juan José Saer, sobre cómo imagino la relación entre Eriazo y su lector: “Que sea como el hombre que, encaminándose maquinalmente hacia una catástrofe oye, repetidas veces, y desde la oscuridad, un llamado, que lo inquieta, lo desvía, lo demora, y le hace, por fin, cambiar la dirección de su marcha para dedicarse a buscar, en la oscuridad, la fuente de la que ese llamado puede provenir —sin que tenga que haber, necesariamente, en algún lugar de la oscuridad, una fuente”.
En el eriazo el extravío es cosa segura, y fácil desembocar con fiebre en una tumba que, destapada, ofrece un “jardín cubierto de ripio”, o “en cauces donde no corre viento ni polvo”.
Eriazo: el cadáver de una bestia haciéndose uno con el desierto. Señales desperdigadas aquí y allá; senderos interrumpidos bajo hondonadas que nada comunican al viajero o explorador. Un sol que no ilumina —o enceguece— al que busca trazas y trazos de algo que no sabe y apenas intuye: un resplandecer.
Malebrán elabora un texto cuyos puntos cardinales están abolidos, cuyo centro —si lo hubiere— está difuminado y “donde hubo razones / suficientes para decir / tan solo mutismo es lo que hay”.
Eriazo como texto limítrofe, cuya condición de legibilidad está dada por la fuerza arrolladora de sus imágenes y la voluntad de un lector que, voluntariamente, arriesga el pellejo en baldíos peligrosos, lleno de perros salvajes, chozas derruidas y ciegos sobre lomos de cerdos, también ciegos. Y es en medio de la tormenta de arena, con los miembros entumecidos y bloqueada la visión, el lugar mismo en donde a ratos explotan sentidos, y allí no hay palabra que valga. Da lo mismo. Llegar, partir, regresar, escribir: todos verbos intercambiables, que en el descampado interminable no sirven.
Algo vallejiano arrastra Eriazo, y escribo algo por no nombrar lo que ya en Vallejo es innombrable, por no clausurar el sentido de lo que no se puede cercar. Y escribo arrastrar porque no cabe otra palabra.
Arrastrar es un verbo que conjuga con este libro. Si arrastrar implica fricción (pero ojo: hay fricciones lenitivas, como aquella que brinda calor en un miembro entumido: no es el caso), roce, incluso desgarradura y movimiento, entonces Eriazo es la rajadura en el sendero desértico de su lenguaje extraño, opaco, refractario. Y sin embargo, seductor. Cualquier lectura de Eriazo será necesariamente incómoda, por la sencilla razón de que no hay comodidad posible cuando lo que se lee, antes que ofrecer legibilidad, brinda escritura.
Si Trópico es la proliferación y confusión en y desde el lenguaje (el hablante crea); si Tardío la extrañeza frente a la movilidad de la escritura (el hablante se interroga), Eriazo viene a ser la disolución de toda vocación de comunicabilidad en el texto poético (el hablante bota el tablero): el arrase del sentido, pero también la apertura inacabable: el descampado sólo en apariencia está vacío. El resto no significa pérdida.
Eriazo es una poética.
algo luce distinto cuando el sol arrecia
la rapiña circulando a merced del olfato
un boquear solitario
en la porfía de quien marcha
barreta y picota erial adentro
[a la hora de ver cómo arde lo agreste]
mírate si no con la mano cual visera
en busca de grietas filones fortuna
o tras el brillo de la imprudencia
a la que somos cada vez más reacios
[aunque también en esto haya
demasiada ilusión puesta en juego]
algo lucirá distinto
cuando una lisa y
llana piedra
resulte lo único necesario
con tal de no ser intermediario de nadie
con tal de no ser intermediario ni de uno
[ronquera torcedura]
en torno a un fuego
incapaz de iluminarnos siquiera
ninguna waca
ninguna vaca
ni miel
ni leche
que valga
la pena ordeñarse
cuando no haga falta
apoyar la cabeza
sobre hombro alguno
o cuando
otro
sea el peso
al desnivelar la balanza
[otra la providencia y otro
el desnuque de los gorriones]
bajo la tiranía del parloteo
[mírate ahí mirándote
perder la gracia
perdida en lo mirado]
lomas
después de todo
el simple gusto
por borrar
tanto puntos como íes
igual como se borra la bravura
tristemente con los años
porque es fácil
siempre es simple
cuando no existe acceso
salvo al borde de las cosas
polvo puro polvo
ahí
no hay
ningún ahí
una rama de algarrobo
a ras de suelo en todo caso
lo capcioso de una luz
a la que el ojo nunca
termina de acostumbrarse
nada
excepto
un trozo de pan
para untar en vinagre
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Palos de ciego: lectura parcial e incómoda de "Eriazo"
de Juan Malebrán
Por Juan José Podestá