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LA PROMESA DEL FRACASO de Jorge Marchant Lazcano
(Tajamar Editores, 552pp,)
Por Cristián Vila Riquelme
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Desde ya, con el puro título (sacado de la primera cita, de Richard Yates, y que antecede al texto: “A cada momento veían la promesa del fracaso en las miradas de los demás, en los cabeceos y sonrisas de disculpa cuando se despedían y en la espasmódica premura con que montaban en sus respectivos coches y volvían a casa, donde probablemente les esperaban promesas de fracaso más antiguas y menos explícitas”) y con la última cita de las mismas, esta vez de Paul Auster: “Cada casa es una historia de fracaso”, la reciente novela de Jorge Marchant Lazcano (1950) viene a dar una visión global de la gran Mentira que es esta Verdad que nos toca vivir: viene a desmentir el optimismo lineal de la época de las luces (y que es nuestra herencia, sobre todo en los años en que esta novela está situada, principalmente los años cincuenta, y también en parte en los años ochenta del recién pasado siglo) y a ese “vamos hacia lo mejor” del que hablaba maese Kant (pero que, tengo la leve sospecha, es un postulado en el que no creía mucho) y que tanta fortuna tuvo en las doctrinas de la Historia que surgieron posteriormente. Por eso, el relato de Marchant Lazcano es descarnado e implacable: el fracaso es aquí sólo una promesa no una realidad ineludible, pero lo que transforma esa promesa en algo que parece siempre estar allí, es la frustración y la banalidad en que trastabillan los personajes de la otra promesa, aquella del éxito y de la unicidad de la totalidad social –la del orden y del progreso, en suma.
Los personajes de Marchant Lazcano ni siquiera muestran una cierta épica aunque sea una épica de lo cotidiano: el pasado atroz de la familia judía (los Polak) que se instala en la casa del frente de los Munizaga (en Las Condes de los cincuenta), ese reencuentro posterior de los hermanos Polak separados en un campo de concentración, están narrados en un tono menor que los hace parte de un fracaso no estridente, un poco en el estilo de “las pequeñas gentes” de las que solía ocuparse el gran escritor argentino Manuel Puig.
Desde “La Beatriz Ovalle” (1977) hasta ahora, pasando por “Sangre como la mía” (2006) y “El Ángel de la Patria” (2010), el autor ha ido cambiando, tal vez, los colores de su paleta, pero la temática sigue porfiando en los espacios de la discriminación, del arribismo, del complejo social, de la nada en que se apoya el recurso a la religión, de la hipocresía y duplicidad de las llamadas “élites de la nación”. La sexualidad, siempre presente, actúa como aquello que siempre cuestiona no ya la moral de esas “élites” de marras, sino que la actitud de una sociedad que parece no saber para qué vive, para qué está en este mundo donde lo aconteciente y los vuelcos y paradojas que aquel provoca, desarma cualquier certeza y, en este caso, hace del lector un cómplice angustiado de esos vuelcos e incertezas ya nombrados.
Quien termina enfermo de aquella enfermedad maldita que es el Sida (apenas insinuado o nombrado, en la novela, por la época en que ella transcurre –los 80’–, donde todavía no se tenía mucho conocimiento de qué era y sólo se rumoreaba que era una enfermedad que sólo atacaba a “los diferentes”, como se decía eufemísticamente en ese entonces) es aquel que menos se espera, el personaje que desde su infancia atrae al personaje que narra el raconto y el presente de esta historia, quien, desde el momento en que conoce a su vecino judío, comienza a dudar de su sexualidad sin saber exactamente por qué lado va o irá ésta a futuro. Esta pequeña inflexión en el desarrollo general del desarrollo de la novela hace de ésta el lugar inesperado de una puesta en cuestión de todo lo que una sociedad como la nuestra tiene de más consagrado, a saber, la paz que otorga lo no dicho, las certezas que otorga la aceptación de un orden moral y político que no permite resquicios de ninguna índole.
Estamos frente a una novela extraordinaria, desde todo punto de vista: hay, aparte de un estilo, creación de lenguaje, teniendo siempre presente que podemos establecer una realidad medianamente abierta a la crítica con un lenguaje que sea lenguaje del mundo y no sobre el mundo como nos acostumbran desde nuestra más tierna infancia: “Los niños no valían nada para la gente grande. Ellos tenían que estar a su servicio para comportarse como los adultos les exigían, pero nunca tendrían consideración alguna con sus pequeños gestos, con las tristezas que se harían cada día más considerables. Si aprendían bien la lección, no serían tanto mejor que sus padres.” (p. 276), lo que de paso nos recuerda al Sartre de “Las Palabras” que decía que los niños son aquellos monstruos que los adultos crean con sus pesadillas. Pero también hay una trama muy bien construida, mezclando tiempos y sujetos, que sabe jugar con los altibajos y las expectativas que plantea toda existencia humana (la frustración, los deseos de conocer el otro lado de la seguridad y la posterior locura de la madre de uno de los protagonistas, por ejemplo). La Promesa del Fracaso es, se podría decir sin mayores dudas y exceptuando la narrativa de Bolaño, una novela aparte dentro del universo de las novelas chilenas de los últimos años, sin querer decir, con esto, que la novela chilena no tiene un nivel que la haga distinguirse en el concierto de la novela latinoamericana, como han pretendido algunos durante mucho tiempo. Es con esto último que se ha construido el mito de que Chile es un país de poetas. Lo cual, sin desmerecer, es una falacia pretenciosa y torpe, nada más considerando que nuestro país tiene novelistas de la talla de un Blest Gana (en el siglo XIX), con el cual comienza una serie de novelistas y narradores de talla en los siglos siguientes. Pero la narrativa de Jorge Marchant Lazcano demuestra, por su temática y por su lenguaje, que en nuestro país existe una narrativa vigorosa, diversa y con mucho que mostrar todavía, sin tener que formar parte de esos ranking con novelas sin gusto a nada y que pretenden erigirse en modelos a seguir para las editoriales, los lectores y los escritores que sólo buscan la fama a cualquier precio y que, en el fondo, llevan en sí, aunque no lo quieran, esa ineludible y grisácea promesa del fracaso.
Sólo baste leer los últimos párrafos de esta novela, una especie de oración estremecedora a la Virgen o a la Madre, que es lo mismo para este lenguaje sobre el mundo en el que vivimos, para saber que estamos frente a una novela única, irredenta y absolutamente desacralizadora de esto que creemos ser.
La Serena, octubre 2013.