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“Ser uno mismo en el otro”
Cuartos Oscuros de Jorge Marchant Lazcano, (Tajamar Editores, 240 pp, Chile 2015)

Por Cristián Vila Riquelme





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Esta última novela del escritor Jorge Marchant Lazcano, Cuartos Oscuros (Tajamar Editores, 240 pp, Chile 2015), a primera lectura, por decirlo así, es un thriller en el cual el tema de la homosexualidad es el detonante y el fondo de la trama. Pero si en esa primera lectura nos dejamos llevar por la impecable escritura del autor, por un estilo ya hace tiempo desplegado en todas sus posibilidades expresivas y por la innegable capacidad de fabulación de aquel, esa apariencia primera de thriller deja paso a algo que es más que eso, “a la Piglia” o a “la Auster” (aunque estas no sean filiaciones del autor): pues se trata de una novela sobre la memoria y el desencuentro. La memoria es aquí una cuestión de referentes: el escritor cubano Reinaldo Arenas y el escritor argentino Manuel Puig. Ambos contagiados y fallecidos a causa del VIH. Y el desencuentro tiene que ver con la historia de cada uno de ellos y del protagonista (un escritor gay chileno que “se exilia” en Nueva York), personaje que se ve involucrado en una serie de misterios y malentendidos que hacen más evidente su frustración y su soledad. Pero también, aunque sea como “simple” alusión, están presentes el escritor japonés Yukio Mishima (quien realizó el ritual del sepouku cuando fracasó en un intento de golpe de Estado) y Oscar Wilde,  quien, aparte de estar presente a lo largo de la narración, es quien presenta la novela en el epígrafe que sigue: «Confinado en esta celda, sombría, vestido con uniforme de presidiario, en la ruina y en la deshonra, me reprocho».

El despliegue de personajes, aparentemente anodinos o parte del engranaje de la trama, se revela como algo fundamental para el tejido expresivo y pulsional de esta notable novela. Son lo que podríamos llamar pinceladas abarcadoras de lo que allí se muestra como una realidad ajena pero que, sin embargo, se revela como ineludible y, además, como parte de la identidad (o desidentidad) maldita del protagonista. Todo vuelve con fuerza y descaro, aunque no se quiera. Lo que somos está allí a la vuelta de un pasillo, de una televisión estridente, de un baño lleno de vapor, de un pesado silencio de inmigrantes o de un cuarto oscuro en un fantasmal cine de barrio regido por Indios (de la India). No puede ser otra la escenografía. Es una especie de ananké: «Quizás me gustaba la idea, como en esas torpes películas de catástrofes en las que apenas queda asomada la mano de Mrs. Liberty enterrada en la bahía del Hudson, portando la llama que, a fin de cuentas, no entibió ni enfiló el rumbo de nadie. Nosotros no teníamos un símbolo tan visible que pudiera quedar asomado por sobre las aguas apocalípticas, ¿tal vez la Virgen del Cerro San Cristóbal sería lo último que sabrían de nosotros cuando todo se viniera abajo? ¿Alguien la reconocería al cabo de los siglos?» (p.13). Por eso, el lugar que el protagonista arrienda en esa Nueva York amarga y cosmopolita, es un lugar impropio, en que la promiscuidad es parte de la necesidad de ese exilio que se quiere final aunque repetitivo y casi parte de una pesadilla: «Se despertaba por las mañanas para seguir sumido en el mismo sueño en que había entrado la noche anterior» (p. 33).

Los nudos (por llamarlos de alguna manera) van desatándose en el transcurso de la novela, pero el más importante se queda sin desatar. Porque se han metido de lleno la memoria y el desencuentro, entonces el nudo se ha transformado en un nudo ciego. Y el misterio, aunque suene redundante con lo anterior, es la existencia obsesiva de un ciego que, a fin de cuentas, es la columna vertebral del texto y a quien el protagonista ve por primera vez en un restaurante para gays enfermos de Sida, el Gay Men Health Crisis. Pero la metáfora está allí, no puede ser de otra manera: «El ciego podía enseñarme a salir de mi propia oscuridad» (p.34). ¿De qué oscuridad? ¿La del argumento? ¿La de la propia vida que quiere entrar en la nada? ¿El hecho de deambular por entre las calles de Nueva York buscando aclarar un sin sentido? ¿La patria misma, que no tiene otra justificación que habernos visto nacer? «Todo comenzaba como un error y terminaba como un error» (p. 66), porque, dice el autor citando a Wilde: «Pero qué quieren, Wilde se lo escribió a Bossie con la sabiduría con que lo hacía, lo escribía todo. Era un maestro adelantado del infortunio: Algún día te darás cuenta, como yo lo he hecho, de que no hay experiencias románticas; hay recuerdos románticos, y también está el deseo del romance: eso es todo» (p. 67). Y es allí donde se nota el indudable manejo de las situaciones, los personajes y la atmósfera de esta novela, haciendo siempre alusión al cine (que es uno de los referentes preferidos de Marchant Lazcano, como también lo son del “personaje por ausencia” que es Manuel Puig), a tal punto que parte del argumento, o la clave más importante de aquel –una revelación-, es ese fantasmagórico cine de uno de los lugares emblemáticos de Nueva York, regentado por Hindúes: «Pero en ese cine en Queens comprobé una vez más que la soledad homosexual proviene del rechazo sexual. No tanto de la represión como del envejecimiento» (p. 79), pero, tal como esta cita lo hace evidente, no como un despliegue de “sapiencia”, sino como aquello que también desvela la trama y la hace irremediable.

Creo que estamos en presencia de un autor imprescindible dentro de las letras en idioma castellano, y necesario en todo idioma. Marchant Lazcano ha demostrado a lo largo de su vocación literaria un oficio innegable, comenzado con su temprana La Beatriz Ovalle que, por supuesto, dejaba adivinar un autor que tenía mucho que decir. Eso se cumplió, y con creces, hace ya bastante tiempo. Y no estoy aquí haciendo un panegírico de aquel, sino que expresando lo que provoca la lectura de textos como este. En medio de todas las catástrofes es siempre bienvenida la propuesta de otra mirada de las mismas, en tono menor, como dirían Deleuze y Guattari, hablando de Kafka. En ese sentido, una digresión: Me parece que del mismo modo que no podría hablarse de una “literatura de hombres”, tampoco puede hablarse de una “literatura de mujeres” o de una “literatura homosexual”. Es buena literatura o no lo es, el resto es anécdota. Otra cosa son los géneros y subgéneros de la literatura misma: thriller, erótico, aventuras, rosa, épico o lo que se quiera, que tampoco es importante al momento de definir si se trata o no de buena literatura. ¿Qué sería esta? Pues no faltan quienes, con razón o sin ella, ponen en cuestión el estatuto de la literatura como tal. Se podría ensayar una definición: la buena literatura es aquella que combina el respeto del lenguaje con la búsqueda de sus posibilidades en el idioma, junto a una adecuada utilización de lo argumental y del encuentro de un estilo. Sí, puede sonar casi absoluto o arbitrario, pero es más que necesario ponerse de acuerdo de qué hablamos y cómo. La novela de Marchant Lazcano se sitúa en este terreno indeleble que es la buena literatura, más allá del género literario utilizado y, por supuesto, más allá de las definiciones extra-literarias que, sin desmerecer, no son las que irrevocablemente nos llevan al placer de la lectura. ¿Leyendo los cuentos de Wilde, habría que catalogarlo como escritor de “literatura infantil” o a Flaubert con su Madame Bovary dentro de la “literatura femenina”, entonces, dónde diablos catalogamos al Flaubert de Bouvard y Pecuchet o al Wilde de El Retrato de Dorian Gray? Por no hablar de otros innumerables ejemplos de esta especie de discriminación, en absoluto positiva, y que aquí en nuestro largo país, ya no sólo de desastres, sino que de pacatería, se transforma en rechazo o en soterrada copucha –porque no se puede aceptar el lesbianismo de Gabriela Mistral, por ejemplo- o forma parte de otra farándula o de otra diversión, como la pública condición de “loca” de Pedro Lemebel (y aceptada “a medias” hasta por los comunistas), y por la cual, ciertamente, no pasará a formar parte de la historia de la literatura chilena sino que lo será por su talento y desfachatez narrativos.

Que quede claro que no quiero contar la novela de Marchant Lazcano ni llenar esta reseña de citas de aquella. Sólo mostrar mi entusiasmo (no soy un crítico profesional como Alone, Ignacio Valente, Camilo Marks u otros, no tan profesionales, después de todo), porque es muy raro que escriba algo sobre algún libro que no me guste. Me parece que la tarea de la crítica literaria es proponer lecturas viejas o nuevas a los potenciales lectores de esos textos. Y estar “al acecho” de las escrituras que proponen otras lecturas de la realidad o de la ficción. Después de todo, es eso lo que permanece y vuelve, en nuestras vidas siempre inconclusas.

La Serena, Diciembre 2015



 



 

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