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VIVIR ESTILO UNCTAD:
A 40 AÑOS DE NUESTRO FRACASO.
Por Jorge Marchant Lazcano
(Leído en la presentación de “La Promesa del Fracaso” en el GAM, el 13 de junio de 2013)
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Encontrarnos aquí, en esta espléndida biblioteca del Centro Cultural Gabriela Mistral, a 40 exactos años de nuestra más extrema derrota, no es algo que pueda pasarse por alto. Al contrario. Habría que remontarse al año 1972 cuando el gobierno del Presidente Salvador Allende construye este enorme edificio para una conferencia de las Naciones Unidas sobre comercio y desarrollo. La conferencia sólo se había realizado dos veces antes, en Ginebra y en Nueva Delhi. Una vez terminada, el inmueble se traspasó al Ministerio de Educación que lo rebautizó como "Centro Cultural Metropolitano Gabriela Mistral".
Yo era un estudiante de periodismo de la Universidad de Chile, y viví por algunos meses en una pensión, aquí a la vuelta, en la calle Lastarria, con un primer amor. El corazón del Centro Cultural era un moderno casino en donde solíamos almorzar y comer a precio de huevo. Jamás me he olvidado de esas mesas compartidas con los compañeros universitarios. Lo consignó la periodista Luisa Ulibarri en una crónica que publicó en la Revista "La Quinta Rueda" de la editorial Quimantú: "La verdad es que en este casino es donde se resume el estilo de vida del edificio. Un vivir estilo Unctad, en medio de los más modernos sistemas americanos, donde el cliente elige, come y paga al final, se dan cita estudiantes, empleados públicos, enfermeras del San Borja - que estaba al frente - y obreros. Los estudiantes dominan la escena, porque de la Fech, de la Secretaría Juvenil de la Cut, y de la Feut es este casino."
Y luego la periodista desliza la crítica: "Falta que se hable inglés, francés o esperanto - escribe -. El estilo es internacional. Y lo que a un estudiante puede parecerle muy chori (lindas lolas, lindos lolos), todavía no logra hacerse familiar ante el trabajador chileno, el mismo que según el presidente debería sentirse amo y señor del edificio. Parece que este vivir estilo Unctad con poco olor a Chile y mucho de película, todavía intimida a trabajadores como el del Metro, que sigue picando el pavimento afuera de la Torre."
Por cierto no hablábamos esperanto. Y ojalá hubiéramos aprendido un poco más de inglés para tener mejor comprensión de lo que pasaba alrededor nuestro. Muy pocos de nosotros sabíamos de estilo de vida internacional porque prácticamente nadie había salido de Chile, crecimos en una modorra provinciana, en esta isla al fin del mundo, rodeados por lindas lolas y lindos lolos diferenciados por el brutal clasismo chileno, dejándonos llevar por los sueños del cine norteamericano que por un par de años, y mientras duró el experimento socialista, se convirtió en un extraño imaginario de los países de la Europa del Este. Es posible que en medio de la miseria acumulada por décadas y décadas, los obreros del Metro se sintieran intimidados por este vivir estilo Unctad. Es cuestión de mirar las fotografías del maestro Marcelo Montealegre de ese Chile primitivo, manifestaciones de pobladores de mirada limpia, bocas desdentadas, puchos y más puchos, y abrigos raídos, muy raídos, al parecer ante del advenimiento de la parka, hasta los más pobres usaban abrigos.
No sabíamos en que se convertirían nuestras vidas. Nos faltó sentirnos más "amos y señores" y no dejarnos intimidar tan fácilmente. Cuarenta años después, con este edificio en el intertanto convertido en la siniestra sede de la Dictadura, uno mira hacia atrás y se da cuenta que vivir estilo Unctad era una opción más que válida, tenía mucho olor a un Chile que podría haber renacido de otra forma, con más humanidad, como iba encaminado, como el sueño que se le hizo pedazos a toda una generación y pareció proyectarse a sus descendientes que felizmente ahora salen a las calles con un renovado sentimiento de liberación.
Todo esto tal vez no tenga mucho que ver con "La promesa del fracaso"… o tal vez mucho.
Porque igual mi nueva novela habla del derrumbe de los sueños. Por cierto, de sueños más individuales, aunque la suma de todos nuestros sueños conduzca a una pesadilla gigantesca, colectiva, la pesadilla de país y de sociedad en que nos convertimos finalmente.
Quise situarla una vez más en los años 50 que, al fin y al cabo, es la época en que me tocó entrar al mundo. Siento que tengo una gran deuda con Richard Yates, el escritor norteamericano de “Vía Revolucionaria”, quien dio inicio al desmoronamiento de los sueños americanos publicando su novela en 1961 mucho antes que Raymond Carver, Richard Ford o el propio Philip Roth hicieran lo suyo. Richard Yates nunca fue un escritor de moda en su propio país y “Vía Revolucionaria” recién se conoció en español en 2003. Si la hubiese leído en mi juventud, habría podido comprender antes, que esa fantasía de los suburbios norteamericanos – que el cine nos vendió tan bien con su carga de dulzón melodrama -, y que en Chile se imitó tan bien por las clases medias, era la materia de la cual no están hechos los sueños, sino las pesadillas.
Eran los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, cuando los norteamericanos blancos decidieron reinventarse una nueva vida, crear nuevos barrios suburbanos, tener muchos hijos para sentarse en esos salones de plástico a ver televisión en aparatos de bakelita. Habían logrado salvar sus vidas en los frentes de batalla. Nuestros pequeños héroes chilenos ni siquiera pasaron por ninguna batalla. Nuestros pequeños héroes apenas sabían lo que sucedía en el mundo. Pero los unos y los otros soñaban con la buena vida que les prometían Eisenhower o Jorge Alessandri, con plena inconciencia de la caza de brujas de Mc Carthy porque el comunismo era una amenaza que podía aguarles el panorama. Así como los norteamericanos no tenían conciencia de la mitad del país negro, nosotros no teníamos conciencia de los dos tercios de extrema pobreza que nos rodeaba. Los teóricos hablaron entonces de una “revolución de las aspiraciones crecientes”, es decir, vastos sectores de la sociedad aspiraron a tener un nivel de vida mucho más alto del que gozaban, semejante al de sociedades tomadas como modelo. Es decir, la norteamericana. Esto afectó particularmente a la población urbana y aún más a la metropolitana. Los sectores urbanos no llegaron simplemente a aspirar al nivel de vida predominante en las sociedades más desarrolladas, sino, que, además, aspiraron a lograrlo a través de ciertas características muy precisas tales como la limpieza, la ausencia de peligro físico, y la autonomía individual.
Todo ello estaba muy lejos, por cierto, de los obreros de la construcción del edificio de la Unctad que no se atrevieron ni siquiera a vivir al estilo Unctad en los años de la promesa del socialismo, mucho tiempo después. La limpieza cobraba un valor casi metafísico en esa clase media, y la ausencia de peligro físico nos convirtió en una sociedad timorata, cartuchona, extremadamente conservadora, incapaz de advertir la amenaza del peligro físico. Le teníamos miedo a todo, así nos criaron, así nos lanzaron al mundo, así ni fuimos capaces de sostener ni resguardar ningún sueño.
Los personajes de mi novela viven en una perfecta casita Ley Pereira en Las Condes, devotos de la limpieza externa, ajenos al peligro físico, en una perfecta visión individualista que apenas los deja mirarse a sí mismos y al sin sentido de sus vidas. Parecen avanzar por la vida sin saber que hacer salvo criar a esos tres niños. No son capaces de reconocer ninguna diferencia, ni social, ni racial ni mucho menos sexual. Tal vez ni siquiera sea el comunismo lo que los atemorice, mucho menos que a los norteamericanos, porque están más pendientes de los pecados y de la amenaza interna en el alma del catolicismo.
Crecí, como digo, en una de esas casitas del barrio alto. Debo reconocer que esta es una de mis novelas más duras. Si en “Sangre como la mía” me hice cargo de la desolada historia de ciertos homosexuales en Chile, ahora me hago cargo de la mediocridad de la clase media desde seres que se parecen excesivamente a mis padres. ¿Hacia dónde iban? ¿Por qué estar amarrados de por vida sin tener claras las cosas? ¿Nos conocimos alguna vez? ¿Conocimos alguna vez a nuestros padres? ¿Nos conocieron ellos a nosotros?
Veo a Paz Munizaga, su marido y sus hijos, como los vecinos indeseados de los Wheeler, los personajes de “Vía Revolucionaria”, sobreviviendo en ese mundo remoto que se desintegró completamente en distintas etapas. Primero fue la Unidad Popular la que intentó provocar el cambio radical en la existencia de todos, aunque la vida estilo Unctad siguiera pareciéndose a la maqueta norteamericana, de acuerdo al informe de la periodista de entonces. Cuando el casino del Centro Cultural Gabriela Mistral fue desmantelado y cerrado a machotes y uno cruzaba a la vereda del frente para evitar a los siniestros militares enclaustrados entre estas paredes, caímos en la cuenta de haber vivido en la edad de la inocencia que nos costó muy cara. Nos vimos obligados a sobrevivir en una sociedad infinitamente más cruel y aunque los raídos abrigos fueron cambiados por parkas, seguimos atrapados en la miseria. Seguimos siendo clientes que elegimos, comemos y pagamos al final como en ese momento estelar del casino de la Unctad. Pero ahora todo cuesta mucho más caro. Todo tiene el doble del valor. Y ya no fue sólo un plato de comida, sino también la salud y la educación. Nuestras propias vidas cambiaron radicalmente de precio.
“A cada momento veían la promesa del fracaso en las miradas de los demás” dice Yates en su novela. Nosotros comenzamos a ver dicha promesa en nuestra adolescencia en los gestos de nuestros propios padres. Después fue nuestra propia mirada la que se hizo cargo del nivel de la derrota. La promesa del fracaso se extendió largamente, largamente, la vemos a diario en nuestras vidas, en cierto desánimo que nos rodea en gran parte de nuestras acciones, en el desamor, en la desesperanza, en nuestros propios gestos culturales tan aplazados.
Aun así me niego a creer como April Wheeler que “para hacer algo absolutamente serio, algo de verdad, al final resulta que tienes que hacerlo tú solo.”
Tal vez sea tiempo para reflexionar sobre ello y torcerle definitivamente la mano a Yates cuando volvamos a nuestras casas en los más diversos lugares de la ciudad, y no tengamos que lidiar con promesas del fracaso más antiguas y menos explícitas.