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          Ifigenia de Anselm Feuerbach (1871)
        
          
          Mejores versiones de lo mismo        
        Joaquín Trujillo Silva 
        Publicado en Brazsil, Diciembre de 2017
        
        
        
          
            
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Como en  los cuatro evangelios, comenzamos con una genealogía—el de Mateo—para terminar  con una ontología—el de Juan.
         No  existe en los mitos mesopotámicos indicios claros sobre Ariadna, la diosa de  los tejidos, de los ovillos, las telas de araña, las sogas suicidas, los hilos  dentales y los cordeles de cometa—en otras palabras, la diosa de las mujeres  abandonadas. Se sabe, eso sí, de un árbol, una rama. De la rama pende una  cuerda tensada por el peso de la mujer que se mantiene, aún muerta, a salvo de  caer, a salvo de tocar la tierra, es decir, a salvo de volver al polvo.
         Mucho  después, cuando las estrellas comienzan a ser visibles a ojo desnudo, se sabe  de dos Ariadnas griegas, a quienes se ha confundido en una única Ariadna  superpuesta e incongruente. Una es mujer del dios Dioniso, la otra hija nacida  de la unión entre el rey Minos y la reina Perséfone. De esta segunda Ariadna  ciertamente se sabe mucho más. El mismo Borges la hizo testigo de unas  misteriosas palabras atribuidas a Teseo, quien, recién emergido del laberinto  de Creta, le habría dicho: «¿Lo creerás, Ariadna? El minotauro apenas se  defendió».
         Ariadna  le entregaba un ovillo—también se dice que una corona de antorchas—a un joven  ateniense que vio desembarcar en la playa de Creta, la gran isla de la que ella  era princesa. Teseo, a falta de un mapa que clarificara las criptas donde mugía  la feroz bestia, se hizo de un recuerdo de su trayecto, un camino, esto es, un  pasado cierto, lo que quizás pudo armarlo de suficiente valor para no  desesperar mientras se internaba en la incertidumbre. Con todo, tuvo que  desenredar un ovillo, deshacerse del ovillo, pero conservando siempre todo el  hilo.
         Se sabe  que con posterioridad esta Ariadna fue abandonada por Teseo en la isla de  Naxos, lugar en donde según Homero (la isla de Día, que quizás era Naxos) murió  desesperada, cazada por Artemisa. Sin embargo, según Hesíodo, la historia es  otra: Ariadna fue visitada por el dios Dioniso, que la rescató de la isla  deshabitada: «Y Dionisos el de cabello de oro se casó con la rubia Ariadna,  hija de Minos, y la desposó en la flor de la juventud, y el Cronión la puso al  abrigo de la vejez y la hizo inmortal».
         Fue  esta más amable versión de Hesíodo la que, una veintena de siglos más tarde,  siguió Hugo von Hofmannsthal en su versión vienesa de Le Bourgeois  gentilhomme, de Molière, sobre la que Richard Strauss compuso su  ópera Ariadna auf Naxos.
                  Si a  Ariadna la épica homérica la dio por muerta, fue la historia la que la hizo  sobrevivir. Se trata de uno de los “mitos” más comentados y reelaborados por  distintos géneros literarios, los que acabaron transmutando el original, al  punto que hubo quienes se la tomaron tan en serio la mutación como para hacerla  sobrevivir, primero como mero relato y luego como escritura.
         Hay  versiones disímiles, también mejores, para el caso de otras mujeres míticas.  Ifigenia, por ejemplo, hija de Agamenón y Clitemnestra, reyes de Micenas, fue  llevada al puerto de Áulide, bajo engaño de boda con Aquiles, para ser  sacrificada ahí mismo, por su propio padre, a la diosa local Artemisa—ella otra  vez—, a fin de conseguir un viento propicio a la expedición contra Troya, y así  ajustarse al oráculo del adivino Calcas. En Ifigenia en Áulide de Eurípides, el  hosco ejército espera ansioso este sacrificio humano ritual.
         Otra  versión dice que Ifigenia no murió y que fue llevada a la costa de los tauros,  en el lejano Ponto Euxino—que hoy se conoce como Mar Negro—, un país de  bárbaros xenófobos que sacrificaban a todos los extranjeros que lo pisaban. En  vez de sacrificarla por extranjera, los tauros le encomiendan a ella el papel  de sacrificar a los extranjeros. Es entonces cuando aparece el hermano de  Ifigenia, Orestes. Ambos se reconocen y consiguen escapar haciendo una trampa a  sus captores, según la tragedia de Eurípides, Ifigenia entre los tauros, quizá  la única de las tragedias conservadas que finaliza con un genuino happy end de  fuga. Siglos más tarde, en su Iphigénie (1674), el contemporáneo de Molière,  Jean Racine, construyó una nueva versión en la que el adivino Calcas, a último  minuto, proclama que la que en verdad debe ser sacrificada es Erifilia, una  celosa e intrigante hija secreta de la cautiva Helena, con lo cual Ifigenia  vive. No debe extrañarnos, entonces, que Gaspar de Jovellanos, si bien bajo  amenaza de la Inquisición, haya traducido esa Ifigenia jansenita y  proto-ilustrada al castellano como una manera de poner cierto freno al  predominio sin parangón de los autos sacramentales en el teatro español.
         En  tanto, en su novela histórica The Songs of the Kings, Barry  Unsworth acaba explicando que la mejor versión de la Ifigenia trasladada a (y  rescatada de) Táuride, surgió «cuando las sensibilidades y hábitos de  pensamiento habían cambiado y ya no se consideraba apasionante que algo tan  horrendo como el sacrificio de un inocente para iniciar una guerra figurase en  los cantos de los reyes».
         Ahora  bien, no siempre las versiones de lo mismo mejoraron acompañando el paso de los  siglos. El ruego de Nietzsche a su hermana, a quien compara con Ifigenia, es un  buen ejemplo: «¡Ah, Ifigenia, Ifigenia, no temas a los dioses, pues los dioses  están en nosotros; somos nosotros los dioses que tememos, y al perder nuestro  propio temor sobreviene la locura! Esta trágica discordancia se presenta:  nosotros mismos nos separamos contra nosotros». Su hermana Elisabeth por lo  visto se tomó el consejo: no parece haber temido a los  desahuciados poderes divinos. Elisabeth Förster-Nietzsche fue una decidida  nacionalsocialista, a cuyo funeral, en 1935, asistió Hitler acompañado de toda  su corte.