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        Lecturas incorruptibles
        Joaquín Trujillo Silva
          El Mostrador, 13 de  marzo de 2016
        
          
          
          
        
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          Cuando la realidad  social se divide entre corruptores y corruptibles 
            suele ocurrir que son preferibles gobernando los corruptores (que, por lo  menos, así quedan sometidos al escrutinio) u ocurre que a la larga acaba  surgiendo un "incorruptible" (a pesar de rimar con  "incombustible", veremos, no es igual). Ese incorruptible a veces  puede ser el terror de todos o el terror de algunos escogidos, y casi siempre,  en su afán, acaba castigando a justos por pecadores (que es una forma de acabar  con los corruptos, que se saben camuflar) o bien termina protegiendo a algunos  corruptos proclives cuando no es protegido él mismo de algunos corruptos  astutos, círculo compuesto por aquellos que conocen el arte de la apariencia.
           Porque, por muy  incorruptible que sea, el incorruptible necesitará apoyos claves para que no se  le pongan en contra aquellos muchos inocentes que lo han elevado (con el fin  conmovedor de ser saldados de tales corruptores y corruptibles), pues los  inocentes suelen ser crédulos.
           Así, el mundo de las  corruptelas es de nunca acabar y ciertas experiencias históricas demuestran que  la única manera de poner atajo a esta historia sin fin es que los inocentes  dejen de ser crédulos, se vuelvan suspicaces, desconfiados y sutiles. Sepan, en  suma, leer la realidad, de tal suerte que esa realidad social, que en parte es  provocada por sus infinitos especuladores (que en este juego la enriquecen pero  también la empobrecen) sea leída por quienes parecen un texto archiconocido.
           Las personas que no  se dejan leer fácilmente y que no creen todo lo que leen son las que tienden a  conseguir y robustecer su libertad, porque, ciertamente, son más dueñas no  tanto de sí mismas (que no sabemos ya qué significa eso) como que de sus  circunstancias (que es en lo que estamos tan atascados).
           Por eso, aunque  suene repetido y casi podrido, una clave importante es: aprender a leer,  pero... aprender a leer de verdad. Leer.
           El verbo  "leer" aquí no es pura metáfora.
           No es bueno leer  solamente aquello que ha sido hecho para ser leído (donde ya se oye el pulso de  la mano mora). Es, más bien, precisa la llamada lectura entre líneas, la  lectura de los subtextos, intertextos y supratextos. Y más importante: la  lectura entre letras, es decir, aquella en que todavía no hay palabras que nos  engañen.
           Y es que la búsqueda  de la libertad. la igualadad, el imperio de la ley y no las leyendas, sabemos,  no acaba nunca. Los instintos de dominación son tan viejos que casi pueden ser  llamados naturales cuando no cosmológicos, por eso, estos fines enumerados no  se logran con la mera queja, las listas negras y viralizaciones.
           El sociólogo francés  Marc Fumaroli explica cómo la alfabetización europea (prácticamente llevada a  cabo para la lectura de la Biblia) tuvo como costo las horribles guerras  religiosas que fueron enfrentamiento entre lectores-intérpretes en masa, que se  enrostraban entre sí los versículos y los dogmas y que pronto pasó a  desequilibrios geopolíticos nocivos. Pero la solución no fue la vuelta al  analfabetismo mayoritario ni la prohición de la lectura. Fue más lectura: el  surgimiento de periódicos con su prosa profana del día a día; el auge de la  novela con esa capacidad extraordinaria de ver narraciones en todo.
           Pero las cooptaciones  de la lectura siguieron.
           Como cuenta Balzac  en varias de sus novelas (y muestra Offenbach en una de sus operetas), la   Opinión Pública  es un Leviatán que puede ser cazado o desposado. Es engendrada especialmente  por los grupos que producen los textos del día (esos que se añejan rápido).
           Los anticuerpos,  como se ve, son también lectura. De ahí provienen.
           Por lo tanto,  lectora o lector, si usted me permite la osadía de darle un consejo (una manera  de dármelo también a mí mismo), me permito decirle lo siguiente.
           La compañía de las  grandes mentes de todas las épocas y lugares que conocieron la tecnología de la  escritura que hoy (supuestamente) dominamos, nos pone a resguardo de esos  lugares comunes de la imaginación manipulable, desata de los prejuicios  atávicos. Lord Francis Bacon —ese sabio poderoso—  en un inspirado arranque sostuvo que al  hallarse Lutero tan solo frente a los poderosos de su época, había acudido al  conocimiento de todos los escritores de la Antigüedad, a fin de construirse para su causa un  robusto partido de muertos notables, sus soportes.
           Pero también ayudó a  Lutero un vivo, la inteligencia de un poder coetáneo. Su príncipe protector,  Federico III “el sabio”, era el único de los electores del Emperador que se  sabía que no aceptaba sobornos en ese importante proceso en que participaban  los príncipes electores alemanes, quienes ese mismo acto lo encomendaban al  consejo del espíritu santo. No bastaba, sin embargo, con un incorruptible,  hacía falta un lector.
           Tras esas primeras  osamentas que son los textos, hay un esqueleto sugerido y tras ese esqueleto,  la sangre y por qué no decirlo la carne. Y después el universo. El antiguo  pueblo judío legó una inapreciable forma de ver la realidad al prohibir las  imágenes y enaltecer los textos. Musulmanes y protestantes no se apartaron  significativamente de esa formidable advertencia.
           En realidad las  bibliotecas públicas, los libros en Internet (los audilibros también) son  arsenales a disposición de la libertad, y por lo tanto de la igualdad. Cuando  el gran poeta alemán Bertolt Brecht hace decir al coro en su versión de La madre de Gorki “lee mujer en la  cocina, lee sexagenario en el asilo, obrero toma ese libro: es un arma” hablaba  sobre una lucha armada de largo aliento, contra la cual la reacción no tiene  arma alguna sino la quema de libros o la más suave y no menos violenta acción  de no tenerlos disponibles. Hay que leer y volver a leer, y cuando se sienta  que ya es suficiente, leer otra vez. Y si nos es posible, memorizar, como los  protestantes populares. Todas estas lecturas grabadas en la memoria serán una  compañía fundamental, tendrán una incidencia imprevista sobre nuestra  percepción y refinarán nuestras relaciones humanas. Los enemigos de la  libertad, de centro, derecha e izquierda, no quieren que leamos tanto, y cuando  quieren que leamos, quieren que leamos lo que ellos han previamente seleccionado  o escrito. Las lecturas desordenadas son la libertad, pues hay en ellas una más  alta definición del orden que los gendarmes no conocen. Son cosa de otras  jerarquías.
           Eluda la percepción  fabricada, la imaginaría común de nuestro mal tiempo, recurra a las altas esferas,  y lea. A Homero y Virgilio, a Eurípides y Sófocles, el libro de Job, a Mateo, a  Juan y Pablo. A Shakespeare y Cervantes, a Whitman y Melville, a Jane Austen, las  hermanas Bronté, a Victor Hugo, a Dostoievski y a Tolstoi, a Neruda y Mistral,  a Pio Baroja. Lea, por favor, ni el dinero, ni el prestigio social, ni las  redes de contacto harán más por usted que la lectura. Haga lo posible y lo  imposible, no diga que no tiene tiempo ni fuerzas. Las tendrá de alguna forma.  Los pueblos de mujeres y hombres libres son los que han leído, lo demás, como recordó  Lutero, vendrá por añadidura.