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Una advertencia cervantina
Por
Joaquín Trujillo Silva
En Escritos Crónicos.
Enero de 2016
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La locura es una verdad solitaria. Esta definición es tan iluminadora porque nos recuerda lo gregario de la cordura.
Don Quijote —casi todos los personajes que lo rodean van pensando cuando no diciendo que está loco— es, primeramente, un viejo ridículo. La vergüenza ajena que nos hace pasar Cervantes es proporcional a nuestro sentido del ridículo, a nuestra cordura, que demoniza la locura, pero que otras veces le basta con despreciarla.
Pese a los adjetivos que Cervantes pone en la mente y en las bocas de los personajes que va encontrando el ingenioso hidalgo, pese a todas aquellas palabras que impresionan como juicio generalizado, Cervantes hace en esto una advertencia. Esa advertencia transforma a esos “pese” en un “porque”. En efecto, Cervantes pareció deslindar la gran advertencia que ni Aristóteles ni Kant se atrevieron a explicitar, quizá por complejo de visado en el reino de los prácticos por tanto cuerdos.
Cuando Don Quijote presencia el famoso discurso de la pastora Marcela (ante una manada de estupefactos varones en el capítulo XIV), es el primer momento de la novela en que su locura pasa de estar sola a hacerse acompañar. Quizá como nunca, reflejado en la excentricidad de Marcela, Don Quijote advierte a los amigos deudos de Grisóstomo que nadie debe culpar ni importunar a la pastora cuyas razones para considerarse inocente de esa muerte —recordemos que Grisóstomo se había suicidado al no verse correspondido en su amor por ella— han sido ofrecidas con una destreza poco habitual en los discursos del hidalgo. Marcela se llama a sí misma fuego y espada lejana. Ella no quiere quemar ni ser quemada. El Quijote defiende esta expresión de fe como si se tratase de la mejor versión de una que podría proceder de sí mismo. En esta oportunidad don Quijote no ha defendido a una ramera creyendo que era doncella. Ha defendido la realidad misma, que no es la realidad de ese realismo que se insiste en sugerir que significa Sancho Panza, sino, antes bien, la realidad de un ideal reconocible ante cuya fuerza el sentido del ridículo palidece y se vuelve el más ridículo de los sentidos.
La aparición de Marcela es fundamental; quienes exageran su importancia, aciertan. El binomio barroco Quijote/Sancho o Idealismo/Realismo (del cual se habló mil veces), es al costado de la pastora una síntesis floja de lo que puede tener forma de triada. En Marcela el ideal deja de cuadrarse ridículo para erguirse sublime. Mientras tanto el ridículo acompaña los excesos de don Quijote, toda su referencia a la derogada caballería, su estatus de hidalgo alfabetizado, con la desconfianza correspondiente que entre los analfabetos —como confiesa ser el mismo Sancho— despierta la ingesta de alimentos envenados. Recordemos la quema de novelas de caballería en el capítulo III, que interrumpe como triunfo de la sensatez, de la naturalidad (el criterio femenino del ama de don Quijote) por encima de los extremos a los que han llevado la lectura, la instrucción, la fantasía ociosa. Todo a instancias del cura amigo.
Puede también decirse que Cervantes fue más allá. Y es esto lo que debe llamarse la advertencia cervantina, para darle un nombre digno del Quijote.
El Falstaff de Shakespeare (personaje de The Merry Wives of Windsor y los enriques) fue ese gordo lujurioso, tallero y cobarde, ese flan liberal de pub que festinaba con el honor y que en la ópera de Verdi consiguió un aria referida a este asunto. Falstaff es sin duda la muestra simétricamente contraria al Quijote. Es un gordo —“pacífico” por cuanto gordo, como hubiese dicho Cervantes— calculador, divertido, burlesco; un Sancho Panza emancipado de sus funciones escuderiles, y que ostenta el título de Sir. Don Quijote es “enjuto de rostro”, alto, autoerigido como observante de las reglas de caballería, muchas de las cuales desprende de meras lecturas.
Pues bien, el “honor” que en Shakespeare ya se sabe a ciencia cierta un ridículo, en Cervantes todavía ha merecido una última indagatoria. Como una vieja moneda que está a punto de ser devaluada, quien la ha atesorado, la observa por última vez. Pues bien, Cervantes hizo de este acto de observación y despedida, una verdadera lectura de su tiempo, pero, además y principalmente, una advertencia para cuanto vendría después.
Transformado el honor en una verdad solitaria, en un tesoro que no es valioso sino para solo quien lo atesora, la lengua amenaza con volverse tan propia, tan ajena a la comunidad que —para decirlo en términos de Witgenstein— ya ni siquiera puede llamarse lenguaje. Este es el lenguaje solitario del honor, de la virtud quijotesca, que se ha despedido de su estatus para quedar relegada al ridículo, o algo aún peor, lo raro, lo absurdo, aquello que ni siquiera alcanza para causar gracia, que es, al final de cuentas, el aroma que deja el sentido del ridículo una vez ya ni siquiera abruma.
Cervantes no se compromete con su defendido. Su misma narración sindica al ridículo, promueve su ruina, ¿pero qué valor ve en esta forma del ridículo?
Cervantes dejó pulida cuanto pudo una advertencia, para que brillara en la mejor resolución de su condición de posibilidad. Esa advertencia puede resumirse así: la virtud, el honor, la justicia son asuntos ridículos, locuras que quizá alguna vez fueron corduras que gozaron de algún prestigio alrededor de los libros a que darían lugar. Caída en la desgracia del mero ridículo, quedará solamente la verdad a la que llaman realidad, una cordura cuyo único destino es empobrecerse hasta… También el sol está sólo entre los astros opacos.