“Saint Michel”
(Parábola de una libertad mentirosa)
Autora: Gabriela Aguilera,
Novela: 170 págs.
Editorial Asterion-2012
Por Juan Mihovilovich
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Las torres de Saint Michel no son las torres de un campanario. Difícilmente veremos palomas posadas en ellas. Desde sus alturas lúgubres y dominantes surge el ojo avizor que enciende la oscuridad y controla hasta los pensamientos. No. En Saint Michel no hay espacio para el sueño, no hay sitio para tañidos de cristal o vuelos de una imaginación creadora. Aunque, quizás. Es posible que entre el enmarañado circulo donde las “princesas y las reinas” entretejen sus amores apasionados, sus encantos de doncellas ultimadas, es posible –quién lo sabe- que rebroten de tarde en tarde los tímidos sitios de la infancia donde la eternidad era lo inmediato. Sin embargo, la realidad recrudece entre los muros embutidos en medio de la ciudad. La realidad no puede ser más enferma que la que se aloja alrededor. Desde una garita un guardia mide el tiempo al unísono: ve el mundo como una moneda de dos caras y cree que ello es cierto. Supone que la escoria humana que tiene en suerte o desgracia controlar está donde debe: allí, bajo sus pies, que merodean por donde se escurren los perdidos y extraviadas, los malditos y las condenadas, todo resumido en lo que alguna vez pudo parecerle semejante a la especie humana. Pero, es probable que no advierta su propio encierro. Tal vez no avizora que está anclado a ese barco que ha naufragado en medio de la vida ciudadana. Y en ese discurrir de una conciencia que limita su misma estrechez puede que suponga ser el salvador de los “buenos”, de quienes requieren que “la maldad” en su pureza original esté enclaustrada física y mentalmente…hasta que cae también en los brazos de una sensual perdición.
Pero no. Las Torres de Saint Michel no son un mero circuito estrecho por donde pululan y vegetan los míseros y las desventuras. Es mucho más que eso. Desde la íntima visión apocalíptica que pueda tenerse sobre uno mismo (a) late, a pesar de todo –o puede que por ello- una suerte de lucecita alegórica que se desplaza a tientas por celdas y patios enjaulados. Por ello La Princesa Encantada puede llegar a amar y sentir en lo profundo de sí misma (o) que el Gringo, su quieta pasión enternecida, es el príncipe azul con que soñó desde niño, (a) aunque la celotipia que envuelve progresivamente a el Gringo no sea otra cosa que el aviso premonitorio de un desenlace anunciado desde siempre. Y por ello El Invencible sale de su casita de muñecas, de sus tías envejecidas que le pellizcaban las mejillas cuando era la “niñita más hermosa del mundo” y se convierte en Saint Michel en un jugador de póker temible que no puede ser derrotado, a menos que invada el territorio prohibido o que lo ajeno se introduzca como un polizonte visible en el espacio que él creía único y personal. Entonces la vida se transforma en un albur: el azar puede manejarlo, puede medir las pausas hasta asestar la jugada decisiva que acaba con la partida. A menos –se insiste- que el poder ajeno, aún derrotado, triunfe por la fuerza. Y es que en parte –o en mucho- de eso se trata: Saint Michel es un territorio de mandos, de conflictos, de luces y de sombras, de sexos y esperas enfrentadas diariamente. Es el ámbito de un poder disperso que se arrastra como un reptil y se esconde por las noches para saltar sobre las presas que esperan silentes ser devoradas. ¿Nos recuerda “algo” esta metáfora viva cuando cruzamos frente a ella y miramos hacia otro lado?
Y uno podría preguntarse, ¿de qué manera una cárcel escapa y se sumerge en medio de la vorágine ciudadana como si no estuviera? ¿Cómo coexisten y cohabitan situaciones que parecen antagónicas? Y luego, se puede deducir, tras cada una de estas páginas memorables: ¿cómo se puede vivir desenvueltamente conciliando muros enquistados a vista y paciencia de cualquier transeúnte? ¿Cómo pretender ignorar que se es causa y efecto de un encierro ambivalente, de una libertad hipócrita? De ahí que la ciudadela de cemento que brota como un lunar cancerígeno oculta a los ojos del mundo “decente” debe ser extirpada antes de que invada el cuerpo social. Y se la extirpa de un modo paradójicamente cínico: se repleta de “perdidos” (as) hasta sus bordes y cuando brazos tatuados y ensangrentados se estiran entremedio de los barrotes con una banderita blanca, ya el fuego y el humo civilizados se han instalado sofocando a esas “existencias miserables.” Y tras la paletada, nadie ha dicho nada…
Cierto: Gabriela Aguilera ha re-construido una parábola terriblemente lúcida sobre el mundo que habitamos. Y lo ha hecho desde una perspectiva interior perspicaz, desmitificadora, atrozmente real y poéticamente trascendente. Desde estas páginas que desuellan el ánimo hasta de los más fuertes se despliega el alma de los irredentos: ellos (as) han sido desahuciados, pero viven, porfiada y tenazmente, viven mirando hacia las torres. Y de seguro, en medio de esa impasible comodidad de los que siguen transitando las calles y avenidas, yacen futuros habitantes de Saint Michel…o de cualquier supuesto encierro que pretendemos ignorar creyendo ser libres de este lado.
Las “torres de la cárcel de San Miguel” han permitido liberar esta narración excepcional, única en su género.