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            | K. Ramone  | Juan Mihovilovich   
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        La  Basura de Grecia
              K.Ramone. 
Novela. 187 páginas. Tajamar Editores. 2010
        Juan Mihovilovich 
         
         
        
 
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        “Algo acá es mentira, piensa. O no lo  piensa, está cerca de pensarlo.  O tal  vez está lejos de pensarlo, aunque algo ahí es mentira.  Sólo el aroma del perfume es cierto, piensa,  y esto sí lo piensa.”  (pág. 60)
          
          Puede  ser la historia sencilla de un padre que se convierte en parricida en los años  70; o la historia de un hijo que no conoce a su padre parricida y que vuela a  Budapest en Hungría llevado por dos tíos exiliados, y aprende un lenguaje que  nunca aprehende y olvida un idioma que jamás aprendió. Puede ser, además, la  historia de un país delgado y escondido en el sur de un continente, si no fuera  tan cursi la definición, y a través de esa cursilería un ex presidiario de ese  país recupera un día su libertad con cero buena conducta, es decir, cumple la  sanción penal en su integridad y el hijo, con quien jamás se encontrará,  regresa al país desde el viejo continente, se entrecruzan (¿?) en alguna calle  de Concepción -Barros Arana por ejemplo, o en alguno de esos túneles morados con la espalda encorvada  donde al final o en la entrada (no se sabe)   padre e hijo se mimetizan en un fraternal travesti que se degüella en  plena calle-.  O, por último, puede ser  la historia de la no historia que subyace en la psiquis de un narrador que  quiso ser omnisciente y se transforma en cómplice –a su pesar o ex profeso - no  se sabe-  de un asesinato generalizado,  donde todos los parricidas de ese pequeño mundo alargado un día se asesinaron también  a su pesar o ex profeso, con causa o sin ella, siendo merecedores de una  condena que, ni el padre ni el hijo, pudieron entender.  Y probablemente el tío o padre adoptivo, si  pudiera.
          
          En fin,  y se podría seguir sumando y restando.  Y  se podría seguir incursionando en el brillante entramado de esta novela,  aparentemente quieta, supuestamente inmóvil, donde lo que ocurre pareciera  ocurrirnos a todos, a todos quienes transitamos por un espacio que no vemos, no  sentimos ni llegamos un día a presentir.   Ese espacio diminuto y alargado, oh maravilla de las intuiciones, se  llama Chile (de Perogrullo).   Pero,  sería un craso error creer que se trata únicamente de un simple paisaje, de un paisito que se quedó a la vera del camino mirando con gesto de historia degollada cómo  el tiempo pasaba por sobre las hogueras de un año cualquiera y se reconstruía  ese lapso perdido a partir de un re-encantamiento con la democracia, con el  salvavidas de plomo que alguna poderosa fuerza escondida y conocida por  algunos, arrojó sobre la idea de país (arquetipo de un tercer mundo de  películas europeas) para que éste recuperara su tradición  republicana e hiciera de la reconstrucción  (dentro de lo posible) el regreso del paraíso perdido.
          
          La  novela de K. Ramone potencia dos   universos  (o más de dos) que corren por vías paralelas y que sin embargo, resultan  prácticamente indisolubles.  Por un lado,  el desarrollo de una historia individual o de un núcleo familiar disgregado,  abortado, o de ese espacio de familia alternativa que se transforma en una  suerte de rescate infantil desde donde un niño –León Padilla Martínez- asiste a  la escenificación de una vida desarraigada, ajena, una imagen de la imagen que  ve o que percibe y donde el idioma (esa barrera que une y que separa) le  resultará a él y “sus padres adoptivos” una especie de conjuro y de  condena.  No serán lo que pudieron, ni  pueden ser allá lo que olvidaron.     Hasta que el destino, esa parábola extrema  de la objetividad, los hará regresar al país de origen (¿?) y presentir en todo  momento –al menos desde la perspectiva del adolescente León y  luego del hombre   Padilla  Martínez-  que la figura paterna cruza su  temporalidad como un prenuncio del propio regreso.  Y, por el otro, en una perspectiva más amplia  quizás, pero igual de reducida o constreñida, hombres y mujeres se desenvuelven  en ese supuesto nuevo país que renacerá de las cenizas todavía abrasivas y  convertirá la pesadilla en sueño liberador luego de la re-conquista de una  democracia idealizada. 
          
   Cualquier cosa  tendría que ser mejor que una Dictadura, pero no es de eso –al menos no es de  eso “exclusivamente”- de que trata el libro.   No es de eso –se reitera-  pero  aquello atraviesa la espera, se inmiscuye en la literatura, hace trizas la vida  política o la política resquebraja la vida soñada y el sueño venidero pareciera  haber sido un contrasentido.  ¿Lo es  realmente? ¿Es que lo que la novela propone es únicamente el sin sentido de  “hacer,” primero, la historia cuando lo que debe hacerse siempre y en todo  lugar es “la” política?  ¿Y quién hace  una u otra cosa? ¿Y son sencillamente cosas,   entelequias desligadas de la humanidad?   ¿Y de qué humanidad nos habla esta novela tan certera en su profundidad  y tan desgarrada en su intimidad?  ¿No es  acaso de la humanidad del pintor obrero húngaro, Mor Kisfaludy, ese anciano  comunista –no viejo- que llegó a concluir que el enfrentamiento del capitalismo  y el comunismo se reducían a un par de pinturas   blancas o negras?  Y que, en ese  mismo orden, dedujo que  en el negro  sombrío  podría pintarse todo lo nuevo y  en el blanco radiante todo llegaría ser oscuro y tenebroso.  Y que al final de sus días terminó sólo y  perdido en una habitación con sus carnes hediendo a putrefacción mientras un  policía “descubría” bajo el negro y blanco de las pinturas las imágenes  (¿reales) de un río atravesando o partiendo en dos la ciudad de Budapest, (sic)   mientras el recuerdo del viejo Mor se  anidaba para siempre en la memoria de León, el niño que recibía de aquel un  trozo de chocolate en cada visita hasta que los padres adoptivos –a quienes  nunca llamó de ese modo y a quienes León les debe todo o casi nada de lo que  terminó siendo…entiéndase como una acusación (doble sic)-  le cerraron la puerta para siempre. 
  
    O, tal vez, esta novela sea la metáfora de la  humanidad doliente y dolida sintetizada en “Lago Balatón” (pág. 76) poema que  integra “1986 y otros poemas,” (ganador de un importante (¿?) premio nacional de  León Padilla) y que, según el personaje narrador, rezuma una tristeza ridícula,  y no obstante, es un canto a la posibilidad de vida extraterrestre (sobre lo  que el narrador tiene    absoluta certeza; una de las pocas en toda la  novela) y que se traduce en que una voz   sin cuerpo ni medida le dice a un niño que llora (quizás por miles de  años frente a un lago intentando pescar renacuajos)  que ingrese al lago y el niño lo hará sin dejar  de llorar creyendo la orden de un amigo imaginario o un ángel de la  guarda.  Y continuará llorando hasta  consumirse en otros niños que ve y  que  bebe hasta que termina mirando hacia el mundo terrestre cuando sabe que va a  morir y  sin saber, a su vez,  que en la superficie está su reflejo de niño  intentando pescar renacuajos en la patética y enorme poza de lágrimas… (sic a  medias de este pasaje inolvidable)
  
  O quizás –es lo más probable- esta  novela no sea nada de lo anterior.  Que,  en suma, no sea otra cosa que nuestra propia imagen degradada y consumida en un  tiempo que nos antoja difuso, concentrado al máximo por el propio lenguaje de  un texto que nos reduce a la mínima expresión de lo que somos (o no somos ni  queremos ser) y que bajo el pretexto de un circuito re-conocido por un autor  que juega a ser el omnisciente que no es, trata de de entenderse a sí mismo  premunido de un “sentir” que pretende ser objetivo y distante (“extraño” de  extrañeza, a lo Camus) y que termina por envolvernos en ese universo múltiple y  único, donde terminamos gesticulando junto al personaje como si su espejo, ese  espejo del lago embebido de lágrimas, nos dibujara apenas desde el fondo de su entraña   cenagosa y manoteáramos para preservarnos,  sin saber de qué ni para qué.  
  
  Una gran  novela,  como esculpida con un buril, no  sólo indispensable, como  reza en su  contraportada.  También resulta  obligatoria su relectura.  Y como todo lo  nuevo y provocador puede parecernos indigesta a primera vista, pero es sólo una  ilusión óptica.  Ella  –la novela- se esparce soterrada  y segura hacia nuestro interior como una  luminosa y nueva corriente literaria  que  nos invita a navegar río arriba…como aferrándonos a una tabla de salvación en  medio de tanta  frivolidad ambiental.