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EL ESTRECHO DE MAGALLANES, UN VISCOSO PUNTO DE VISTA
Útero, de Juan Mihovilovich, Zuramerica Ediciones, 2020, 197 págs.

Por Gustavo Boldrini P.



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Quizá cuántas de las cosas que suceden en esta novela, además de las que el narrador arrastra y monologa como si fuesen acertijos por resolver, sucedieron sólo porque se dan a orillas del Estrecho de Magallanes.

Es decir, no podemos -como tampoco al viento o a la cordillera- pensarlo como una simple escenografía regional.

Kuanip, alguna vez, desde un parto sideral, haciendo sufrir contracciones y aberturas espeluznantes a la tierra, creó ese Estrecho y, ello, no para dar espacio a una nueva flor sino para constreñir todo viaje entre costas salvajes e incomodar a todos los que navegaran entre la Primera y la Segunda Angostura.

Ya no eran cosas de la geografía, sino que una nueva leyenda, en esa gesta, podría reconocer la encarnación terrible de una analogía nacida sólo para incomodar el paso del ser humano, atajándolo, expulsándolo.

Es que la telúrica y las leyendas dan una medida a la épica y su literatura. En esta novela el narrador adopta inconscientemente esa medida: la angostura. También su forma, un útero.

*

Esta vez, Juan Mihovilovich nos lleva al espacio de la infancia. Eso, sin embargo, no dice de una bucolia ni de un tiempo feliz. Todo lo contrario. Ese regreso va al reconocimiento de una matriz desde la cual debe reiniciarse la vida. No sólo es el regreso a un útero, también a Punta Arenas y allí, terrible, el encuentro puede ser con una “cloaca” o con un “feto humano”.

Trata de un niño, unos niños, que sufren y asisten a un “desperezarse” ante la vida que viene y, también, obligados por la parición, sólo les resta una esperanza lejana ante la vida misma.

Pero todo cuesta; el dramatismo de una infancia sin programa es feroz: la muerte de la madre mantendrá viva su presencia hostigadora sobre el tiempo de la familia. Con su deceso, aparece la idea del útero, que para el narrador simula el señuelo al que hay que seguir, aunque sea para, algún día, regresar a él.

La primera nevazón por supuesto que es un contraste con la temperatura intrauterina y un anuncio de la poca tibieza porvenir. Dosificados, como elementos probatorios, uno a uno van apareciendo los horrores de una biografía y los argumentos y soliloquios de un niño (o los del mismísimo Juan Mihovilovich) que transitan desde el relato hasta una pulida divagación filosófica, a veces con rasgos esotéricos.

El lector no quedará fastidiado ni disperso ante la aparición de los hechos nimios que suman las razones del porqué se escribe una novela: la madre siempre enferma, medio loca. Los perros que ladran, infernales casi. El deseo de matar a la esposa. Las excrecencias del Estrecho de Magallanes. La horrorosa existencia de un peluquero, que trasunta hacia un temor que se llevará toda la vida. En medio, el narrador asustado, aún cuando sea tan omnisciente de la maldad.

Un indigente de raza negra, prototipo de otra infelicidad, aparece ahorcado dentro de la embarcación varada que le sirve de vivienda. Un organillero malo, con un mono vestido de marinero, asalta a una jovencita, además de defecar sobre ella. En fin, un mundo como el de Jerónimo Bosch, que el autor nunca separa en anécdotas, sino que con sus partes construye única gestalt que es la más sólida defensa y sentencia para quiénes se atrevan a nacer para vivir.

Sin duda que la mejor escritura de J.M. se da desde la narración de hechos reales. Esta vez se agradece su poderoso “yo”. Su autobiografía desparpajada logra transformarse en literatura precisamente por el forcejeo que hace con el dolor nacido en el pretérito que lo venció. Como Juan no puede descifrar vida tan confusa, la inventa. Y entonces es escritor.

Al fin, es más manipulador que asceta. Esto, aunque lo religioso lo llame y un discurso moral, fluya. Apocalíptico sí que es… ¿Cómo no, habiendo nacido ahorcajado al río de Las Minas y a orillas del Estrecho?

Cuando los hechos que dan carne al argumento no se suceden, la novela se hace lenta, algo tediosa. Cuando J.M. regresa a sus intensos monólogos existenciales abandona al lector, pues mucho más urgente le es la búsqueda de su “religare" con la materia que lo fecundó y que alimenta sus razones de escritor. Así, nuevamente estará en el útero, pero “con una esperanza de salida”, lo dice él mismo (p.191).

Sufre, pues es fatalista. Intenta unas “salvadoras” divagaciones esotéricas que, por básicas, no lo redimen ni le explican nada. Además, Juan (o el protagonista) no cree suficientemente en ellas. Es que el juez/escritor es un racionalista. Opta por las palabras y por una sintaxis intachable, de estrado. A veces, el lector confía en que tomará el camino de lo numinoso. Es que lo ronda, lo proclama, lo desea. Pero no, en cuanto se le aparece la esoteria o lo sagrado, de inmediato lo neutraliza con raciocinios aunque lo sigue deseando, pero de lejos y temeroso.

Sin embargo, eso mismo alimenta la asombrosa dialéctica de sus temas. Lo sabemos: ¿quién es el loco?, ¿qué es un juez; su veredicto?, ¿quién es el malo?, ¿quién, el verdadero enfermo?. Fueron preguntas en libros anteriores.

Con igual lucidez, el autor volvió a sus pagos. Desde allí escribe “Útero” asumiendo, sin pudor ni trampas, otro trozo de su biografía.

*

“Camino por esa arteria que es fragmento de mi cordón umbilical, una cuerda que me ata e intento desatar con el peso de los años” (p.81)

“He ahí el hombre” (p.25)

Bella novela que debió llamarse “Desde el útero”, o “A través de un útero”. Claro, en el primero de los casos podría suponerse que el narrador tuviese uno. En el segundo, al útero habría que entenderlo como el umbral o un punto de partida que nunca se deja del todo. “Un cordón umbilical”, dice el narrador. Un camino de vida en el que siempre, viscosos, mojaditos, estamos forcejeando para entender el sentido de la condición de lo humano; incertidumbre que quisiéramos superar o, simplemente, dejar para siempre.

Vuelvo al principio. Existe, aunque sea desde el inconsciente, una equivalencia entre la obra humana y la naturaleza en donde se la engendra. Vasos comunicantes que se vacían uno en otro para conformar ese todo vital que es la creación.

Así, desde entrañamientos sobrenaturales, nacieron todas las leyendas. No hay dudas de que el Estrecho de Magallanes, con sus dos Angosturas (creación titánica de Kuanip), algo o mucho tiene que ver con una concepción o revelación secreta, tan misteriosa, hasta para el autor de Útero.

Entonces, vano es el camino de una novela como “de perfección” o de “descubrimiento” de algo. Plena es la novela cuando se rebela, se hunde, se pierde y renace entre las drásticas fronteras de la literatura, la narración, la confesiones… Todo, en medio del arte, el oficio de escribir y la catarsis final.

Al fin, seguro que es el viaje desde un útero; que es otro punto de vista para escribir sobre el Estrecho de Magallanes. Aunque no se me crea.



 

 

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Útero, de Juan Mihovilovich, Zuramerica Ediciones, 2020, 197 págs.
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