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Escritor Juan Mihovilovich: «La locura rige gran parte o toda la civilización moderna»
"Útero", Zuramerica SA, 2020, 197 páginas
Por Nicolás Poblete Pardo
Publicado en https://www.cineyliteratura.cl/ 27 de agosto de 2020
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El circuito literario local se ha visto sacudido por la irrupción impresa de la novela «Útero» del juez magallánico, un texto que ha recibido el «nihil obstat» tanto de los lectores anónimos como del paladar de la siempre exigente crítica especializada, la cual ha situado a este título, en el rango de la más ambiciosa de sus obras: un compendio de sus búsquedas artísticas y esotéricas, en un viaje creativo que explora hasta sus últimas posibilidades en la esencia identitaria de la condición humana. De todo eso hablamos —y de otras interrogantes que plantea el autor en su producción—, con ese silencioso pero prolífico narrador chileno de la fracturada generación de los 80. [Nota de la Redacción]
Útero (Zuramerica Ediciones, 2020) de Juan Mihovilovich Hernández (Punta Arenas, 1951) es la última publicación del escritor y actual Juez de Letras de la localidad de Puerto Cisnes en la Región de Aysén, extremo sur de Chile. Y su ya vasta obra cuenta con destacados títulos de narrativa, tanto en novela como relatos (Yo mi hermano, Desencierro, El ventanal de la desolación, El contagio de la locura, El asombro, Espejismos con Stanley Kubrick, Bucear en su alma), por citar a las de mayor resonancia pública.
Esta última entrega nos permite ahondar aún más en el personal imaginario que ha venido construyendo Juan desde sus inicios como narrador. Útero es, en palabras de Lilian Elphick, una novela donde no hay certezas, y en la que: “predomina la técnica de la corriente de conciencia donde no fluye una sola voz, sino varias”. Es en esa elisión, dice, donde hallamos: “el silencio, aquel que crece en una matriz metatextual”.
Una muestra del tono que comanda la narración podemos apreciarla en el capítulo XV de la novela, donde la voz narrativa despliega sus preocupaciones: “El lugar del que procedo, si es que procedo de alguna parte. Quizá no sea de ninguna. Tal vez alucino que existo. La alucinación es un estado mental. Acaso también la existencia. O el sentimiento de un alma enferma. Puede ser. Me quedo escribiéndome a mí mismo. Mi historia. La historia de otros, de los demás, de quien surge en la distancia como uno mismo. Yo mismo. Nadie al fin. Solo y solos navegando por un océano de dudas. Los desconciertos ocurren. Los tropiezos acontecen al mismo tiempo y nada entonces es cierto. La memoria. La vieja memoria olvidada de sí y recogiendo los residuos del pasado. Eso es todo. Eso y nada más. Quién sabe”.
El olvido de saber amar
—El comienzo revela una pulsión destructora hacia la propia mujer (“del amor al odio un mísero paso”). Vemos esta simbiosis en una relación que es más condena que proyecto compartido.
—El personaje no pretende en su fuero interno la destrucción real del ser femenino. Por el contrario. En su contradicción más vital subyace la falta de entendimiento, de efectiva aproximación al universo de la mujer, y cuando la novela comienza su masculino y egoísta aullido clama por acercarse a ese espacio vedado para quien aparece como un complemento de la creación humana. Su dependencia uterina es una realidad, primero física y después psicológica. Trata de comprender el drama de su soledad existencial premunido como está de sus propios dilemas interiores y que son comunes a su especie: el odio y el amor se confrontan porque en su interioridad habitan como dos seres aparentemente irreconciliables.
Por eso “siente” deseos de matar a su esposa cuando su incomprensión de aquél universo lo deja postrado en sus miserias personales. Su agresividad es fruto de no poder asumir sus pasajeros estados de ira, del descontrol de sus emociones, de no saber, en definitiva, como amar a ese otro ser que en la “simbiosis” de la vida doméstica se yergue ocasionalmente como un enemigo, sin percatarse que el enemigo real es su propio yo, y que el resultado de su desconocimiento deriva en el desprecio utilitario del ser que está a su lado.
El asesino que todos llevamos dentro convive con el ser compasivo que a veces —o muchas veces— es derrotado. La eterna lucha del bien y del mal que el personaje asume de tarde en tarde como una confrontación a la que teme porque olvida cómo saber amar. He ahí parte de una condena que vislumbra, a la que teme (“…una proyección de su agonía…”, infiere al comienzo de la novela) pero que intenta superar cuando ese sentimiento autodestructivo lo apacigua la razón y su auténtica necesidad de aceptación del otro ser a quien siente que debe amar sin condiciones ni manipulaciones de poder. No debe olvidarse que “la discusión inicial” da origen a la novela y el personaje desciende desde allí hacia las profundidades de la existencia, personal y ajena, con los riesgos que implica asumir ese descenso hasta los orígenes mismos del ser y estar en el mundo.
«Los desequilibrios psíquicos son patrimonio de la humanidad»
—Como en otras narraciones tuyas vemos que los bordes entre realidad y delirio se tornan lábiles. ¿Qué te permite este recurso que saca a flote estados alterados?
—La realidad y el delirio vienen conmigo desde que era niño y escribí mis primeros cuentos cuando tenía unos quince años, lo que al tenor del tiempo presente pareciera en Útero una reafirmación de ese universo construido hace tanto y tan poco (a la vez) con la mera observación del propio espacio personal y del adyacente. Los límites de la sinrazón y la supuesta realidad que vemos a diario siempre me parecieron absolutamente débiles, confusos, como insertos unos y otros en la misma y aparente normalidad humana.
Del momento que descubrí en mi infancia la existencia de seres anómalos pululando por el entonces barrio yugoslavo de Punta Arenas, seres alienados, marginados de la sociedad formal y, no obstante, insertos en ella como parias, sin antecedente y sin destinos, “sentí” que el mundo de las apariencias dejaba a un lado a esos individuos (hombres y mujeres) carentes de presente y desprovistos por siempre de futuro. Las anomalías psíquicas, sin embargo, no eran patrimonio exclusivo de esos seres humanos. Estaban también en mi propio entorno familiar, en la vecindad, en la sociedad indiferente que ignoraba la “enajenación marginal”, no obstante que en su seno se nutría de una supuesta sensatez.
Sacar hacia afuera las alteraciones que todos, eventualmente padecemos, me permite intentar conocer de mejor manera el alma humana: la mía y por extensión las ajenas. No es un ejercicio tan complejo si se asume con la honestidad de mirarse sin tapujos. Los desequilibrios psíquicos son patrimonio de la humanidad y si no basta ver lo que ocurre en este depreciado espacio planetario para constatar que la locura rige gran parte o toda la civilización moderna. Luego, indagar en el ámbito personal constituye un imperativo: el viejo adagio del conocimiento íntimo ha de ser asumido con los riesgos de encontrar en la raíz del ser la locura y la cordura, dos semillas de la misma planta.
—Muerte, duelos. Hay un despojamiento que viene de la matriz; una intemperie representada en el paisaje sureño, lluvioso, muchas veces inclemente. Después de la madre, viene la extinción del padre y la noción de eutanasia.
—El nacimiento del personaje es una liberación y una condena simultáneas. Su “eyección” al mundo de las formas, la consolidación de las energías que “constituyen cabeza, tronco y extremidades…” es, de alguna manera, un truco de la manifestación, de la materialidad y de quien —se supone— modela y estructura misteriosamente el hábitat corporal. Ese futuro despojamiento hecho carne y todavía espíritu en la matriz advierte desde la habitación intrauterina una consolidación, querida y rechazada, de esas formas, del alarido que representa el nacimiento humano.
Y es a partir de esa rara y exigua conciencia de sí mismo que el futuro ser presiente que la verdadera vida comienza a extraviarse con su llegada al mundo. Por eso el paisaje inclemente prefigura esa desolación inicial de quien proviene de un universo inmaterial, y entonces, como descubrirá más adelante, la vida no será otra cosa que: “un suspiro entre dos vacíos.” De ahí que su genealogía se vaya extinguiendo lenta y progresivamente con sus padres y asumirá que el sufrimiento humano, siendo real durante la vida misma, se torna innecesario y cruel al final de la existencia.
—La novela destaca por su tono existencial. Así, hay espacio para divagaciones respecto a la figura de Dios. Asimismo, dialogas con narraciones que giran en torno a este eje (Dostoievsky).
—El individuo dialoga en su infancia con un Dios inmaterial. O más bien, supone que toda la existencia es consustancial a una divinidad que subsiste en todo lo que sus exiguos sentidos perciben. Quiere y necesita, a la vez que presiente o intuye, que la vida física, las presencias objetivas y la naturaleza disgregada en los distintos reinos que la constituyen (mineral, vegetal, animal y humano) son parte indivisible de un espíritu difuso que les da forma. Ese presentimiento lo acompaña ocasionalmente y del momento que comienza a percatarse de la existencia del mal divaga en torno a la posible ausencia de Dios: si Dios no existe luego todas las aberraciones humanamente conocidas son permitidas.
Pero, a su vez reflexiona sobre la comodidad con que el demonio quiere que su presencia pase inadvertida. Entonces la permisividad de lo horrible e inhumano puede ser una costumbre que en su fuero más íntimo siente que debe ser rechazada. Por eso Dostoievski resulta un antecedente narrativo válido: el bien y el mal se anidan en el corazón del ser humano y éste debe optar, a pesar que el personaje niño sigue intuyendo que la existencia excede esa simple lucha cotidiana.
Hay una dimensión cósmica que no desea asociar a religión alguna, no obstante, su formación católica–cristiana y su convicción inicial de que el Cristo verdadero está presente en cada ser vivo. La creencia no es igual que sentir a Dios. La creencia separa. El sentimiento une. Esa constatación infantil lo perseguirá durante todo el trayecto de la narración. Es la búsqueda, así sólo vuelva a presentir que no habrá respuestas y que solo el trayecto de todo ser viviente tiene sentido.
«Palpitar junto al espacio materno»
—La madre amerita una lectura psicoanalítica (especialmente la notable escena donde mata al cerdo). ¿Qué tipo de castración acontece aquí?
—La madre del personaje es chilota, descendiente de hulliches y ha accedido a una ciudad cosmopolita para reinsertarse en un mundo diferente al de la isla de donde procede. Su encuentro con un descendiente de la segunda generación yugoslava (hoy croata) consolida una unión problemática, pero auténtica. Sin embargo, viene con sus ritos ancestrales, su vinculación telúrica, su mimetización con una naturaleza animal que ha modelado su personalidad.
Luego, el sacrificio del cerdo que acontece en el ámbito familiar de vez en cuando evidencia la inconsistencia de la vida material, la dependencia que el individuo tiene de lo animal y lo efímera y grotesca que resulta la existencia física para cualquier ser vivo, más aún si hay de por medio un sacrificio obligado que nutre con su muerte a los demás.
El personaje–niño que observa este ritual entre macabro, alegre y fantasmagórico descubre allí que la vida es la personificación de un instante y la futura correlación que efectúa siendo espectador de una autopsia en su adultez le consolida esa apreciación infantil: la madre se lo anticipa con una cierta dosis de ironía; la vida puede terminar en cualquier momento y basta un sencillo corte en el pescuezo de un animal o de un ser humano para acabar con ella.
Lo efímero de la existencia surge entonces como una castración anticipada de los sueños infantiles y un afianzamiento presente y futuro de la fragilidad animal y, por ende, humana. Es un ritual acostumbrado, pero no por ello menos dramático para quien advierte, repentinamente, que la vida y la muerte están intrínseca e indisolublemente ligadas.
—Hacia el final hay una especie de “rebirthing” que nos sitúa en este “útero”. (“Me siento flotar en una sustancia espesa, prensil, que aún sin poseer extremidades puede sostener o retrasar mis intentos de avance”). ¿Cómo concebiste esta noción de viaje orgánico, ligado a lo existencial?
—Pudiera ser esa especie de “rebirthing” a que aludes, de idea preestablecida para saber que existe una forma de practicar el autoconomiento mediante una práctica relativamente consciente de lo que pudiera estar ocurriendo al interior del personaje. Pero, sin descartar lo anterior, más bien me situé en lo que imaginariamente puede “sentirse” al estar imbuido de un espacio personal único, cómodo y absorbente, como se supone es la estancia uterina: el palpitar junto al espacio materno y respirar y exhalar con sus nutrientes.
En ese viaje embrionario el “ser mismo” como tal elucubra sobre su estancia, la sopesa, la vive y revive una y otra vez mientras espera el tiempo de la salida hacia: “el abyecto mundo que lo espera” (dice en otra de sus divagaciones). Y en una suerte de proyección anticipada “ve” parte de ese mundo, de esa realidad que es sostenida por el niño que eventualmente puede llegar a ser.
Por ello recrea en sus visiones intrauterinas la imagen infantil de su estadía circunstancial y pasajera confrontada con aquella otra donde se percibe a sí mismo como sujeto ambivalente; surge una rara pero certera comunicación interna: su nacimiento será tal del momento que visualiza su futuro, así se trate de una ordenación parcial de su expectante existencia, así se trate del niño que será y que lo acoge del momento mismo que se sitúa (simbólicamente) junto a él en el interior de ese raro sitio que habita y que un día cualquiera se abrirá para acceder al ámbito de la presencia física y continuar —presume— su natural desarrollo. La concepción de ese viaje orgánico que aludes sencillamente se dio, o “cedió” a una necesidad preexistente en una conciencia todavía embrionaria.
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