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CAPILAR
Lilian Elphick. Relatos. Ediciones Leutopía Ltda. 79 págs. 2018

Juan Mihovilovich



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“Los capilares son los vasos sanguíneos de menor diámetro en los organismos vivos
que conducen la sangre impulsada por la acción del corazón
hacia el resto del cuerpo para mantenerlo vivo”.
(Definición)

“¿Qué significa escribir, sino entrar en la sangre? ¿Qué significa la palabra sin el cuerpo
de la sangre? ¿Qué significa decir, sin avivar la sangre? ¿Qué significa la sangre
sino una historia que recién comienza?”
(Post Scriptum)


Lilian Elphick ha estructurado una obra que sintetiza la acción de la sangre: su vitalidad, su descomposición, su alteración, su escurrimiento y a la vez, consolida de gran modo un sentido de inmanencia, de perpetuidad de aquellos instantes intangibles que sobrepasan la temporalidad y se anidan para siempre en la memoria.  Su propuesta va combinando una mirada de vida que es, primero evocación y escritura; luego eternidad.  Condensa la existencia material y establece aperturas hacia el mundo de lo incognoscible. Remueve los nutrientes del dolor, de la caída humana y su tristeza. Pero no sucumbe. A pesar de todo resiste los ataques arteros de ese poder circunstancial que pretende aniquilar los deslindes del sueño, de la utopía, de alcanzar el cielo en la tierra.

Por ello, sencillamente escribe. Va desde la ilusión a la línea exterior y la prisión de la memoria se expande: es silueta y sombra; pinceladas de lo imperceptible: algo que no puede ser vencido o capturado.  Ella -la narradora- clama por más humanidad con un aullido de loba inclaudicable que agita la hondura oceánica donde se anidan las huellas del crimen. Recorre las calles: el sitio común del encuentro, del amor furtivo entre  futuros muertos, desaparecidos, exiliados, torturados;  la calle, esa suerte de erotismo derrotado, pero paradojalmente no rendido, que alimenta el recuerdo para seguir amando.

En esa perspectiva, por ejemplo,  redime a la pareja humana: símbolo antiguo y nuevo del mutuo crecimiento. Rescata la historia dual amparada en versos y lecturas; esboza el amor  con visos de infinitud bajo los árboles, en tanto los sacude “la bencina homicida”. Recrea al ser amado perdido y su futuro.  Habrá “algún día”, porque la letra con sangre entra y es válida para siempre. (Juan y Laura).

Así, a fuerza de gruñidos, cual lobos que se aman en la espesura de un bosque mentiroso, la muerte no pudo con ellos. La naturaleza aún es pródiga y se reproduce en la esporádica pero real bondad del mundo.  Insiste: su palabra no descansa ni da tregua, aunque la bestia que bebió la sangre de los muertos se disfrazara de oveja esmerándose en cuidar a “los suyos”, aislándolos de su maldad como un buen resguardo fílmico.

Y Capilar sugiere siempre brevedad, sangre y síntesis. Una escritura que no convierte a los muertos en Lázaros, pero remueve la ceguera de la injusticia como si sacudiera el polvo de un escuálido daguerrotipo.  ¿Habrá futuro? Si, lo habrá, y lo pregona en medio de los ríos de sangre y los ojos reproducen como una llamarada cuerpos inertes, estigmas dolidos de la zona capilar. 

Es que de cierta forma –o de todas las formas conocidas o imaginadas-  habría regreso. Porque escribieron pudo revivir la sonrisa amplia y abarcadora.  Escribieron en la nimiedad de un restaurante. Y porque los muertos persisten, permanece también el beso que reproduce las heridas; así los carroñeros aunque sacudan sus alas no podrán volar con el peso de la sangre. He ahí los grajos del pantano: cuervos anclados al suelo donde se reproduce la herida que desangra.

Y la palabra traerá una arista del tiempo aumentada, avizorada siglos después como el esperpento de la frívola fantasía: una nueva crucifixión de quienes proyectaron “el otro mundo” a partir de la mentira. Y Ulises, mimetizado en Eugenio Pérez Bonifacio, será un nombre reiterado; un naciente esclavo de la liberación que recorrió tierras y mares multiplicado en millones para regresar a Itaca: una paupérrima callejuela de pueblo que viera su nacimiento. Ah, de nuevo el futuro al alcance de la mano. Desde el subsuelo Lucía Alcayaga se posesiona del ser femenino sin saberlo. Camina con él por calles sórdidas, laberintos temporales de la sombría prostitución. Y sin embargo, aquella le susurra: “me leerás un día, me leerás y serás yo y la otra.”  

Y surgirá cual moderno Robín Hood, Jonás Nepucemo, un alias expulsado  de un vientre imaginario que repartirá entre los pobres nunca exterminados el dinero de todos, así acabe con la visión destruida y un perrito amigo que lo guía  por las calles de su barrio.  Y habrá puertas que abrir o suponer que puedan ser abiertas.  Sellos que confirman la desnaturalización de la mano humana. Y vendrá entremedio el Viejo Mundo trayendo asesinos nazis a este recodo del planeta: Eichmann, Mengele, Rauf;  y antes,  Popper y Mac Lennan en un circuito tenebroso del mal entronizado en las raíces con la sangre de los campos de concentración, de las guerras ajenas, del holocausto que viéramos por la prensa de la época, o que se entremezcló en la Patagonia aniquilando selknams a destajo para la enaltecida épica ovejera.

Las aristas del tiempo, esas líneas que se superponen entre dos superficies planas, ahora son convexas, cóncavas, circulares. Colón avanza con sus carabelas de juguete a someter a los incivilizados. Contrae enfermedades. Escribe cartas lujuriosas a su Reina, despotrica contra Vespucio;  pero la narradora se niega a sucumbir.  Persiste. No hay descubrimiento. No existe. La falacia de las conveniencias aspiró a confundirlo todo.  Pero la metafísica alegórica es más fuerte: hay “un te quiero” que se eleva sobre el firmamento, que supera las contingencias del hombre avasallador, posesionado de su linaje, de una aristocracia grosera que se esmeró en dominarlo todo, seres animados o inanimados, territorios, cielos, mares, y sueños de indígenas que ignoraban el evangelio.

Pero la narradora no descansa: instalará sobre el tapete a un ladrón de almohadas, un héroe que podrá soñar a partir de la pesadilla general. O a pequeños inútiles que no son tales. O retazos de hombres escabulléndose por algún sitio de la existencia. Y habrá guiños a escritores que predijeron el futuro.

En fin: Lilian Elphick ha reconstruido la memoria sanguínea y la pasión irrestricta por la palabra.  Se ha valido de la elegancia verbal, del símbolo oculto y visible. Ha hecho un preclaro recuento de la historia de la maldad.  Pero ha esbozado notablemente el mundo venidero: hay sobrevivientes. Existen quienes  recobran su permanencia en la voz exaltada del silencio, en la quietud y en la acción. Surge una fuerza femenina inclaudicable, aunque llore a sus caídos. Se  nutre del sufrimiento y canta;  habla, y clama: el riesgo es solo abrir la otra puerta.

Y este Capilar es la llave maestra.



 

 

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