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ESPEJISMOS CON JUAN MIHOVILOVICH
Espejismos con Stanley Kubrick. Relatos novelescos. Juan Mihovilovich
Simplemente editores, Santiago, 2017. 144 págs.


Por Cristián Arregui Berger


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EL SIGNIFICADO AUSENTE

Me parece que nunca logra hablarse lo suficiente de aquello que la literatura despierta y hace emerger a partir de lo dicho. Esa suerte de mundo flotante, inexistente, que se configura a partir de lo escrito, pero que no está presente en lo textualmente dicho. Eso que permanece ausente hasta que el encuentro con la obra empieza a configurarlo. Esta configuración es una dinámica que lleva al lenguaje a sus más altas posibilidades de significación. Yo lo diría así: se trata del proceso de formación de un «mundo interno», que acaece durante la lectura literaria. Necesitamos del encuentro con una obra para esa experiencia interior en la que se conjugan imaginarios, recuerdos, emociones, reflexiones. Ese mundo emergente nace de un juego con distintos niveles de interpretación. Sabemos que se necesita del encuentro entre el lector y la obra para que ese mundo emerja y se configure. Lo que no solemos preguntarnos es en dónde exactamente duerme o reposa aquel mundo interior cuando todavía no se presenta como mundo; ni qué es exactamente aquello que está ausente, pero está, como ocultación, como potencia; como posibilidad germinal del brote y del desarrollo del mundo de la obra.

Comienzo con esta reflexión porque toda obra literaria que busca explorar las posibilidades de la literatura, es en sí una reflexión sobre la literatura. Esto ocurre con Espejismos con Stanley Kubrick de Juan Mihovilovich. Después de la lectura, después incluso de las conversaciones sobre la obra que se dieron durante el lanzamiento en Puerto Aysén, nos quedamos reflexionando en torno a la literatura misma, sobre todo quienes nos dedicamos a ella. El significado de la obra se va transformando en el tiempo. Una obra es también la lectura que se hace de ella; no solo lo escrito –insisto–, sino ese campo que se abre entre la escritura visible que ha realizado el autor y la escritura invisible que hacemos cada uno de los lectores.

Digo lo anterior, además, porque al hablar de este nuevo libro de Juan Mihovilovich, me interesa referirme a lo que –en él– no está textualmente dicho. Más que lo explícito, lo callado, pero que se va haciendo patente a medida que se desarrolla la narración. Me parece que aquello que no es literal, aquello que se destaca o «brilla» por su ausencia, es tal vez el factor principal de esta obra. Si bien toda literatura va más allá de lo explícito, Espejismos con Stanley Kubrick pertenece a ese tipo de novelas en que aquello que está más allá de lo literal, es el centro integrador o punto de fuga de toda la composición.

Se trata de una novela, a pesar de que el libro se presente como un conjunto de «relatos novelescos». Si bien sus capítulos pueden llegar a leerse como narraciones separadas, hay un hilo conductor que las une. Más que la línea de vida del personaje principal, lo que está ahí es una suerte de narrador u observador velado, lector de los acontecimientos, acompañante, que registra, comprende o ¿filma? cada uno de los momentos de la vida del protagonista Iván Aldrich, como si cada relato (cuyo título aparece entre paréntesis) fuese un micromundo, una esfera, en el conjunto del continuum de experiencias de vida.


BILDUNGSROMAN

Por ser una novela que trata de la vida de Iván Aldrich, desde el nacimiento, la niñez, la juventud, hasta la adultez, uno podría pensar que Espejismos con Stanley Kubrick es una novela de formación o aprendizaje, una bildungsroman; ese tipo de novelas en las que un personaje aprende el «saber vivir», a partir de distintas experiencias. Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister de Goethe y El retrato de un artista adolescente de Joyce, son tal vez los ejemplos más emblemáticos de este tipo de obras; pero hay muchísimas otras variantes del mismo patrón: contar cómo se va construyendo un ser humano a partir de sus vivencias.

Sin embargo, esta novela de Mihovilovich, más que novela de construcción de una identidad, podría considerarse de des-construcción, en el sentido que desde el comienzo de la narración, incluso en su etapa pre-natal, el protagonista nos habla como un adulto que pareciera no tener nada que aprender. Iván Aldrich, ya es –desde antes del comienzo de su vida en la tierra– «quien es», con una lucidez que le lleva a experimentar, incluso siendo niño, la amargura frente a lo grotesco, violento y contradictorio de la existencia humana; sombras de la vida en las que él se involucra en carne propia. La postura y tono que toma el narrador desde las primeras páginas, recuerdan a ciertas bibliografías gnósticas en las que el mundo de la existencia material es visto como algo negativo y nefasto, en directa contraposción al ámbito del mundo puramente espiritual, bien absoluto, que se abandona al nacer. Se trata del «inconveniente de haber nacido» y de experimentar «el horror de la situación». Por alguna razón que desconocemos, el protagonista ha decidido descender al «horror». Acaso el mismo «horror, horror» de Kurtz –interpretado por Marlon Brando­– en Apocalipsis Now (a propósito de referencias cinematográficas). ¿Cuál puede ser el sentido de que una conciencia adulta y lúcida, crítica de la condición humana, descienda a los pequeños horrores cotidianos de las familias, de los compañeros de curso, de las relaciones amorosas fallidas, y todo el largo etcétera que bien conocemos los seres humanos? Tal vez se trate del miso tipo de decisión que toman los ángeles de Wim Wenders en Las Alas del Deseo y Tan Lejos, Tan Cerca: esos ángeles que deciden abandonar su mundo espiritual por el ansia de aprehender la vida humana: los colores, los gustos y disgustos, los pequeños y grandes dolores, los deseos, las angustias. Hay algo único en lo humano, que Iván Aldrich solo puede conocer en el amor irrealizable de Nadia, en su amistad con Pietro Altona, o en la esperanza de encontrar en Paulo Freitas a su maestro espiritual; experiencias concretas, no ideales, que involucran el fracaso; claroscuros de las relaciones humanas, demasiado humanas.

Si continuamos jugando con referencias cinematrográficas –y a propósito de Stanley Kubrick– esta narración a contracorriente de la bildungsroman, puede relacionarse también con la historia de Barry Lyndon, filme sobre un irlandés del siglo XVIII que, en el contexto de las cortes y de la guerra de los siete años, quiere «hacerse una vida». No se trata, empero, de una experiencia de formación, sino de puro oportunismo y búsqueda del éxito. Nada de ejemplar. Los espectadores no nos identificamos ni somos inspirados con su aprendizaje; sino que nos sentimos llamados a empatizar con los fracasos, los dolores y lo patético del protagonista. Nos reconocemos hermanados por la miseria. Nos vinculamos desde el fracaso. Puede que como lectores, nos pase algo parecido con Iván Aldrich, aunque el Drama de fondo de la novela se vincule principalmente con otra película de Kubrick: 2001: Una odisea del espacio, en cuanto símbolo de la aventura espiritual del ser humano.


Imagen de Barry Lyndon (1975), película de Stanley Kubrick.


LA PELÍCULA DENTRO DE LA PELÍCULA

A propósito del cine, recuerdo aquello que solía decir Raúl Ruiz con respecto a que en todo filme hay una película dentro de la película; una película secreta, oculta, de la que a menudo ni el mismo director es conciente. Esta película es captada por el espectador, generalmente de manera inconsciente.

Pero existen películas que narran su propia película oculta. Se trata de narraciones cinematográficas que se encargan de desocultar sus propios contenidos latentes, siendo por esto filmes que llevan al lenguaje cinematográfico al tope de sus posibilidades. Me parece que las películas de Kubrick cumplen con esto. Hay dos obras de este director que son ejemplares en este ejercicio artístico de ir sacando –a la luz de la imagen– los contenidos latentes del propio filme: 2001: Una odisea del espacio, y Ojos bien cerrados. Mientras 2001 narra –de principio a fin– su propia película latente, logra una experiencia cinematográfica única y lleva el género del cine de ciencia ficción a un punto que no ha sido superado. En Ojos bien cerrados, por su parte, a medida que la película avanza, vamos entrando en esa película dentro de la película, de la mano del personaje principal, quien se enfrenta a la verdad. Esto va in crescendo, hasta el punto de entrar a narrar –de hecho– la narración de fondo, en toda su intensidad y dislocación. Ese entrar de la película en su propio secreto, coincide con el quiebre en el discurso lineal­-unidimensional de la narración. Se sale de la lógica convencional y predecible del relato, y entramos en un ámbito en el que no se puede distinguir lo real de lo imaginario o, como dice en un momento el narrador de Espejismos con Stanley Kubrick, es «real e irreal a la vez».


Imagen de Ojos bien cerrados (1999), película de Stanley Kubrick.


En literatura sucede lo mismo. Hay una narración dentro de la narración. Una novela dentro de la novela. Más allá de nuestras identificaciones con tal o cual acontecimiento, estilo o personaje, ¿qué es lo que en el fondo se nos está contando? Una historia en apariencia sencilla e inocente, por ejemplo, puede ocultar un complejo drama sexual. Una historia en apariencia burda, violenta y mundana, puede estar hablando secretamente de un ansia espiritual.

Se necesita buen oficio y dominio del arte de la escritura, para lograr contar una historia que haga emerger en ella misma su propio contenido latente. Me parece que la escritura de Juan Mihovilovich asume este desafío. Lo ha desarrollado en su obra narrativa. Pienso en Desencierro (2008), por ejemplo, donde los lectores podemos seguir el descenso del personaje en sí mismo, que es también un descenso de la novela en la novela. Se da, de otro modo, en El contagio de la locura (2006), en la que su juez protagonista camina a través del pueblo, adentrándose, cada vez más, en el peligro de aquello que pulsa y ansía manifestarse. Su aparición es quiebre de la lógica habitual, «locura», que se va contagiando a todo el mundo narrado. La escritura permite ese contagio. Una apertura tras otra, hacia una realidad que el lenguaje usual e institucionalizado prefiere mantener velada. O en El Asombro (2013); después del terremoto, un hombre con su perro inician el viaje hacia lo esencial de la escritura, hacia las zonas de la imaginación más pura.

En Espejismos con Stanley Kubrick, la novela desoculta, desde su inicio, lo latente. Aunque podamos sospechar que muchos de sus capítulos están inspirados en la biografía de Mihovilovich, la escritura literaria abre un «lugar sin límites» no solo para la libertad creativa del autor, sino que también para trascender la individualidad de este. La dinámica de la obra oscila, entre la ficción y no–ficción, y entre lo decible y lo inconfesable, incorporando vivencias de otros, referencias insospechadas, de modo de construir un mundo totalmente nuevo. El desenvolvimiento que hace la novela de sus propios contenidos latentes, necesita la dislocación temporal, el quiebre de la narración lógico–racional, la posibilidad de que Iván Aldrich sea o no Juan Mihovilovich, y que Juan Mihovilovich sea o no Stanley Kubrick, en términos no contradictorios. La estructura de la novela juega, en esto, un rol clave. Mientras nosotros, los lectores, nos dejamos llevar por los acontecimientos, la estructura está también diciéndonos algo a través del orden de los acontecimientos, y en los intersticios entre uno y otro relato, en los silencios por los que se cuela aquello que no se puede decir textualmente.


ESPEJISMOS Y GUSANOS

Uno puede hacer el juego de investigar cuál sería el nombre de la película en la película o de la novela en la novela. Con respecto a esto, sé de primera fuente que hay un nombre para esta novela que se quedó en el camino: Espejismos y Gusanos. Podemos hacer el ejercicio de suponer que ese es su nombre secreto. No porque me parezca un nombre preferible al que finalmente tuvo. Al contrario. Coincido en que Espejismos con Stanley Kubrick es, por muchas razones, un nombre mejor. Pero ese nombre que pudo tener, nos da un ‘pie forzado’ para leer el relato según esa clave y ver qué narración aparece.

Primero, se puede releer desde ahí la forma en que están dispuestos los capítulos. Cada capítulo es un «espejismo», una esfera, un sueño; suerte de reflejos en un espejo o dentro de una taza de café (un café compartido en París, tal vez). Una pequeña burbuja que encierra una etapa entera de la vida de Iván Aldrich. Por otro lado, los «gusanos» no son solamente las víctimas de ese protagonista niño de los primeros capítulos, que entre curioso y cruel, los colecciona y tortura; son también el paso del tiempo. La ineludible descomposición de todo. Todos los personajes –incluso el protagonista– actúan, además, como verdaderos «gusanos» en algún momento de la historia. ¿Hay alguien, detrás de la narración explícita, que cría y experimenta con los personajes-gusanos, llevado por su curiosidad y crueldad? ¿Hay un observador para quien todos los capítulos de una vida pasan como escenas de una película-espejismo proyectada en la oscuridad?

Estos espejismos y gusanos expresan el «horror de la situación», pero también son el contexto en que se da la posibilidad de conocer el amor, la amistad, la sed espiritual. Los espejismos y gusanos son lo único que se tiene. «Es lo que hay». Y el resto es silencio. El resto es lo que «brilla por su ausencia». Tal vez podríamos quedarnos entonces con lo que hay y dejar que el silencio quede, olvidado, en su omisión. Pero sucede que la multiplicidad de experiencias espejeantes y sujetas al paso del tiempo, no logran responder la gran pregunta de quiénes somos y qué venimos a hacer a este planeta. Entonces, el arte de la escritura puede ensayar la búsqueda de una respuesta; asomarse a un silencio que trasciende los espejismos y las máscaras de Iván Aldrich y Stanley Kubrick y vislumbrar lo que se filtra entre líneas. Esto se dice en lo no dicho. Apenas se insinúa en alguna imagen, en un encuentro o desencuentro entre los personajes, en el tono emocional, en  algún diálogo. Se disfraza o enmascara en las palabras sin nunca mostrarse del todo. Porque esa ausencia, eso indecible, no se puede simular. No es asumible como una máscara más. Circula en medio del dilema mismo de la literatura: la realidad y la ficción, lo real y lo imaginario. La novela que es y no es la verdad.

Un libro de ciento y tantas páginas es solo un fragmento del universo y, a la vez, en cierto sentido, es el universo entero.

En relación a la obra narrativa de Juan Mihovilovich, me parece muy atingente citar las siguientes palabras de Henry Miller:

El acto de escribir, como la vida misma, es un viaje de descubrimiento. Es una aventura metafísica, esto es, un camino para acercarse de un modo indirecto a la vida, para adquirir una visión del universo, no parcial, sino total. El escritor vive entre los mundos más altos y los más bajos, toma el sendero procurando convertirse, con el tiempo, en el sendero mismo.

Comencé en el caos y la oscuridad más abso­luta, en un pantano de ideas, emociones y expe­riencias. Incluso ahora no me considero un escritor en el sentido habitual de la palabra. Soy un hombre que cuenta la historia de su vida, un proceso que cada vez se revela más y más intermi­nable a medida que avanzo. Como la evolución del mundo, no tiene fin. 

Las máscaras de Aldrich y Kubrick y Mihovilovich, encontradas en un espejo de tres caras. O, mejor dicho, en un espejo esférico o de caras tan infinitas como las lecturas posibles.

Pienso que esta novela de Juan Mihovilovich es parte de una etapa en su trabajo narrativo que comenzó hace dos o tres novelas atrás. Comparado con su obra anterior, esta etapa se caracteriza, entre otras cosas, por una ubicación distinta del narrador; un narrador menos identificado con la trama, que ha dado un giro hacia algo que trasciende la escritura misma y que se traduce, en la práctica, en una mayor lucidez compositiva, como si el escritor fuese un director de cine.

Esperamos entonces, con especial atención, las futuras obras de Juan. No dudo que seguirán la línea ya trazada de una escritura –¿y una vida?— que aspira a la totalidad


Imagen de 2001: Una odisea del espacio (1968), película de Stanley Kubrick.

 

Puerto Aysén, junio de 2017.


 

 

 

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