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Juan Mihovilovich | Autores |



 








ÚTERO
Juan Mihovilovich, Zuramerica SA, 197 págs. 2020


Por Francisco Ruiz Burdiles




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Desde  que retomó  su trabajo literario, el año   2002,  Juan Mihovilovich  ha venido publicando con regular frecuencia. Sus novelas  DESENCIERRO,  EL  CONTAGIO DE LA LOCURA y GRADOS DE REFERENCIA  me parecieron densas  y  asfixiantes. Leerlas  no fue fácil, a diferencia de sus novelas anteriores; sin embargo reconocí,  al mismo tiempo, el inicio de un estilo más personal  en su narrativa, con un manejo del lenguaje cada vez más notable. Creo que después del 2002 hay un nuevo ciclo  en su obra que empieza a fluir con mayor naturalidad en YO MI HERMANO y alcanza madurez  en ÚTERO, publicada recientemente, en tiempos de cuarentena, con limitaciones para visitar librerías y adquirirla.  La versión digital,  sin embargo, no me quitó el interés por avanzar y llegar al final, rápidamente, empujado por el ritmo de una prosa estupenda que me animó a realizar este comentario de lector sobre la línea anecdótica de la novela, dejando la línea referencial para plumas experimentadas.

ÚTERO es una novela sobre la muerte. Una novela biográfica que se inicia frente al mar de Puerto Cisnes, lugar donde vive el narrador, y termina frente al mar de Magallanes, como si se nos  quisiera recordar que en la literatura el mar es el morir. Casi la mitad de la novela alude a la muerte, con imágenes  sombrías y hasta repulsivas  de  sus padres  ancianos y enfermos viviendo lejos del mar, en la  zona central,  junto a su hermano  menor, obeso, desaseado y esquizofrénico. Estos personajes habitan un espacio cerrado y en franco deterioro  que es mostrado  de manera descarnada.  El narrador visita a su madre enferma que lo reconoce, al comienzo,  para luego extraviarse  en algún recodo entre la razón y el desvarío. Su muerte será el inicio de una especie de confinamiento para el padre y su hijo enfermo,   del que no podrán salir vivos, como si la madre los hubiese dejado encerrados, arrojando muy lejos las llaves. Las señales de la muerte cercan la casa oscura y el narrador regresa una vez más  para acompañar a su padre en el doloroso trance hacia la muerte, la que ocurre durante la noche, después de un largo tormento, y después que  el hijo, que es un juez, le  pregunta si se arrepiente de haber  realizado algo malo en esta vida.  Su hermano esquizofrénico no sabe lo que pasa y sigue habitando ese mundo al que los demás no tienen cómo acceder, pero las señales también nos indican que su final está cerca.

Las muertes desencadenan los recuerdos del narrador, que fluyen en un discurso   más parecido al soliloquio que al monólogo interior  y que a ratos linda bellamente en la poesía. Entonces  inicia un viaje  hacia su lugar de origen  para estar más cerca de los referentes de su niñez, en Punta Arenas,  frente al estrecho de Magallanes.  Desde ahora,  ÚTERO será, también,  una novela  sobre la vida. Ya no hay   espacios lúgubres,  ni deterioro; desaparecen las alusiones a lo  infecto, deforme y  nauseabundo.  El narrador ahora es un niño que nos muestra una ciudad blanca, limpia y abierta por donde transita hacia la adolescencia. Por todas  partes  hay vida , especialmente  en el hogar donde sus padres son todavía jóvenes y están llenos de energía, sobre todo  la madre, descendiente de chilotes, con sentido práctico de  lo cotidiano y múltiples habilidades que ayudarán a la sobrevivencia del grupo familiar formado por una hermanastra mayor  y dos hermanos varones, siendo el narrador  el del medio. El padre es un descendiente de yugoslavos que emigraron a Magallanes  al que veremos  pasar de ayudante de carnicero a obrero y finalmente a policía.  Es un hombre tranquilo, con mansedumbre en el corazón, cuyo mayor tesoro material es una colección de estampillas heredada de su padre y acrecentada con esmero hasta que la madre decide venderla para pagar el arriendo de la casa en que viven. Un padre al que se recuerda llenando crucigramas en la cocina, junto al fuego, en familia, mientras  afuera las primeras luces de las calles se encienden y la nevazón  de varios días  ha comenzado a congelar las cañerías del  agua.

A medida que el narrador va explorando las huellas de su pasado, conocemos pasajes  de una infancia dolorida y desgarrada,  con episodios de violencia ejercida no solo por los adultos (el peluquero de carabineros, la Directora de la escuela, el cura que lo prepara para la primera comunión), sino también por otros niños, como los hijos del inspector del colegio que lo acosan y golpean , o sus compañeros de curso que le hacen bullyng por su descontrol de esfínter,  incluso la profesora que lo manda castigado al rincón  de la sala  desde donde “veía ese mundo despreciable al que yo no pertenecía, del que deseaba emigrar a cada momento y como un salvavidas de plomo me aferraba a un espíritu que huía sin prisa por los mismos rayos de sol que confinaban miríadas de astros, de planetas, de microscopías inútiles y que un día me recibirían como un alucinado: el día en que mis ojos se cerraran y mi polvo de entonces fuera el polvo de estrellas del mañana”.  

Pero,  a ratos, la infancia es un tiempo feliz  junto a los hermanos vestidos con trajes de primera comunión  o con ropas domingueras para ir  al cine municipal. Una infancia donde el hermano menor no  es el obeso esquizofrénico de los primeros capítulos, sino un niño tierno y curioso que  llena su cuaderno escolar con  dibujos de colores. El barrio yugoslavo, el río de Las Minas, la calle Sarmiento son algunas de las vías  por donde la niñez dolorida  transita  hacia una adolescencia “tardía”; vías congeladas que se recorren con mitones deshilachados  para ir a clases en una escuela que parece mausoleo. Pero es también la infancia que reúne a los amigos en torno de las bromas, de los primeros cigarrillos,  el tiempo de los juegos con las primas y los primeros flirteos. Vías que también se recorren pedaleando  para ir de excusión junto a los amigos  a celebrar  esos innumerables  ritos de iniciación,  donde, al final, casi nada es como se lo imaginaban.  Sin embargo, por estas vías  que se entrecruzan no  pasa solamente el niño , sino también el adulto en que ha devenido  y que ahora busca a tientas  los rastros de fábricas derrumbadas, casonas desaparecidas o basurales que quedaron enterrados debajo del peso de pavimentos y  las construcciones modernas que  llegan casi al borde de la costanera ; el adulto que ha vuelto para exprimir la memoria, para reflexionar  mirando desde la ventana las aguas quietas del Estrecho de Magallanes como antes miraba el mar de Puerto Cisnes, “quieto y manso  , como si fuera un lago” ; el adulto que sigue hurgando  de manera incesante, porque ÚTERO es también una novela de búsqueda, como casi todas las novelas  que Mihovilovich ha escrito desde el 2002. “La mayor parte del tiempo lo he ocupado en seguir la estrella de una Belén ficticia ocasionalmente real. Si veo una ráfaga de luz, una estrella que cae, un meteorito, un chispazo en el firmamento, hacia allá dirijo mis ojos, mis pensamientos, mis sentidos, mi intuición e imaginación”.

¿Es Punta Arenas  el útero donde el narrador se siente  cómodo, tibio, protegido y relajado,  como si flotara? ¿Es el útero de la madre el que añora; ese mismo de donde estuvo a punto de ser abortado, como si lo hubieran querido expulsar del paraíso?  Ninguno parece un espacio para querer volver, pero se vuelve a ellos a  cada rato, incesantemente, como si para seguir adelante el caminante  tuviera  que volver a cada momento la mirada al  rastro que va dejando atrás. Ese pareciera ser el motivo central del viaje; volver a las raíces para ver si en aquella maquinaria  del pasado, casi intacta  y aún palpable, pudiera encontrar y reparar la pieza rota que impide el  correcto funcionamiento  del presente. Pero no;  eso es  una utopía:  la pieza nunca volverá a estar perfecta, como el amor platónico de su adolescencia  no volverá a ser la niña  hermosa y lozana que alguna vez fue ,  sino la anciana de voz raspada que camina ahora  apoyada  en un bastón.

ÚTERO se inicia en Puerto Cisnes, adonde el narrador y protagonista ha llegado   para desempeñarse  como juez. Le acompañan  su esposa y  la hija de ésta, a la que adopta para que no sea una hijastra. Lo primero que sabemos de la pareja  es que tienen una lucha sorda, a veces frontal, pero casi siempre indirecta, y que a él le han dado ganas de matarla en más de una ocasión. Pero ese punto de partida  es  una pista falsa, no es la historia a contar. La historia la trae en su vuelo un pequeño pájaro multicolor que se acerca a la ventana desde   donde el narrador está mirando  el mar y  reflexionando sobre la  reciente muerte de su madre ocurrida a muchos kilómetros de allí. Ese pájaro bien podría ser el espíritu de ella, que lo perturba y empuja a iniciar un viaje  hacia la niñez; primero con la memoria, y después, en tiempo real. Así, pasado y presente recorren al mismo tiempo un idéntico  camino sin que los misterios de la vida, que tanto perturban al narrador, logren revelarse. “Mis ansias, mis dudas, mis anhelos, mis aversiones y arrebatos, mi necesidad de saber, así constate que no descifraré mi enigma personal por ser, obviamente, una pretensión desmedida. Acudo a la fe, pero en qué y para qué (…) La vida entonces ha de ser una totalidad, una suma y resta de contradicciones sumidas en la gran contradicción de ser y de existir. No lo sé. No sé nada al fin”.

Y como las dudas no se aclaran,  habrá que seguir buscando las señales. Ya una  vez se siguió la pista  del Anacoreta, otra vez  las huellas de Erks,  otras tantas las de Dios…, o tal vez no hay nada que encontrar, sino simplemente tengamos que  imaginar lo que viene, soñar algo diferente a lo real,  como esos maniquíes admirados por el niño durante largos ratos en la vitrina de una tienda a la espera de que abran la biblioteca para ir al encuentro  de  otros seres también imaginarios, porque, a fin de cuentas,  “ el advenimiento está cerca, muy cerca. Los años no cuentan ni pesan en un sueño”.

Francisco Ruiz, agosto 2020

 

 

 


Francisco Ruiz Burdiles  (Curanilahue, 1954)   Profesor y poeta.  En los años ochenta formó parte del movimiento de cantautores en la región de Biobío y publicó  “De cuando mirábamos”  (Ediciones SUR, 1985).  Posteriormente ha escrito  “El convoy del insomnio” y “Como si todo hubiera sido”. El año 1995 impulsó la creación de la Orquesta Juvenil de Curanilahue, proyecto emblemático que dio origen a  un movimiento de más de 300 orquestas juveniles en Chile. En la actualidad es Director de Educación en la Fundación educacional Chile Dual.



 

 

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