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Discurso de incorporación a La Academia Chilena de la Lengua
Juan Mihovilovich
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No podría negar el carácter especial y único que esta ceremonia tiene para mí y que, siendo un honor incorporarse a La Academia Chilena de la Lengua, es también motivo de serena alegría.
En un momento de introspección recordé las palabras de un amigo escritor que hace años me señaló: “es raro, pero tú piensas, hablas y vives como escritor.”
No lo olvidé, porque me resultó tan significativo que alguien ajeno a mí descubriera la esencia de mi personalidad literaria, que al fin de cuentas se confunde con la humana.
Y en esa perspectiva, voy a empezar, desarrollar y terminar estas palabras como quien narra un cuento, como quien ha dedicado una vida a esta entrañable y extraña, hermosa, solitaria y a veces dolorosa, vocación de escribir.
He aquí entonces, el meollo de este discurso: “Escribir como se vive. Vivir como se escribe".
Escribir como se vive
(Vivir como se escribe)
Érase una vez un niño que a orillas de una playa miraba el movimiento de las olas en un país remoto. Ese país le era tan propio como su familia, los árboles o las plantas. Era su espacio y por serlo el niño vivía como lo haría cualquier niño del mundo: jugaba y reía. ¿Qué otra cosa distingue a un niño del adulto sino es su innato sentido de libertad y diaria diversión? Él se imaginaba que al otro lado del mar había otros niños como él y preguntaba a sus padres por la gente que vivía allá lejos, donde los barcos se iban perdiendo en el horizonte y cuando un mástil desaparecía el niño tenía la impresión de viajar con ellos hacia otro continente. Solo que no sabía aun lo que era ese otro continente. No conocía más sitio que el circundante, que sus juegos variados, solitarios o grupales. Pero no hay niño que no crezca ni tiempo que lo impida. El tiempo, esa sucesión cronológica encerrada en un reloj de pared, medía los minutos y las horas y los calendarios sumaban meses y años para que el fuera entendiendo que hay siempre un grado de evolución personal que impulsa a avanzar entre la vida y la muerte. Claro que los conceptos e ideas que lo embargaban se hallaban distantes también del significado de la muerte. Si un adolescente rebasa el umbral de la infancia, comienza a medir su propio tiempo en una sucesión escalonada de hechos y experiencias, donde las acciones emanan de la voluntad y ésta del pensamiento, que gira y regresa convertido en una fuerza que mueve a los seres y las cosas. El joven ya tenía conciencia de su nombre y su apellido. Sabía qué significaba haber nacido a orillas del Mar Adriático y desde la isla que lo había cobijado entendió que coincidente con los desequilibrios y mezquindades de los hombres su futuro allí estaba amenazado. Como su familia, presintió la próxima guerra, su falsa pertenencia a un imperio como el Austro Húngaro, que negaba a Croacia ser independiente junto a Eslovenia y Serbia y, quizás concluyó que su destino no podía ser morir por causas desprovistas de sentido. Alguien le susurró sobre otras latitudes donde la existencia recién se emprendía. Al fin del mundo, en un hemisferio sur desconocido, un largo y angosto país se le presentó en el mapa, y le señalaron con un dedo la Tierra del Fuego y un puntito en un extremo peninsular llamado Punta Arenas, la esperanza de una vida nueva. Y ese niño hombre se embarcó la primera década del siglo XX y navegó por meses, superó el océano Atlántico con otros como él, accedió al Pacífico y un buen día descendió en el puerto de la ciudad más austral del mundo. Un diminuto caserío y un par de mansiones palaciegas de los terratenientes colonizadores, enriquecidos a costa del genocidio indígena, se erigían en el centro ciudadano como una muestra del progreso inevitable y una ofensa a la pobreza y el desarraigo. Era el preámbulo de la revolución de octubre en Rusia, de la épica sublevación mexicana, de la aparición del cine, la aviación, la radio, los automóviles, el inicio de un siglo que transformaría el mundo para siempre. Herederos de la revolución industrial los hombres inventaban todo como si la vorágine humana exigiera transmutar la historia y hacer de la tierra un paraíso o un infierno. En ese contexto el muchacho pisó la Patagonia como un adelantado e ignorase que el mar del Estrecho se había circunnavegado por un portugués llamado Hernando de Magallanes, descubriendo 16 años antes que Diego de Almagro a ese pequeño país llamado Chile. El sólo quería sobrevivir y tener la nueva vida que Europa le negaba a miles de jóvenes como él. Por eso escudriñó a su alrededor esperando una respuesta que le llegó de golpe en un idioma extraño. Su estreno ciudadano era un diálogo de sordos, pero su férrea voluntad lo trasladó hasta allí sin pensar en un regreso imposible. No desistiría por desconocer la lengua, las costumbres o las tradiciones. Si la fe movía montañas dominaría su ignorancia y aprendería a comunicarse en esa nueva voz autóctona. Y lo hizo luego de unos años. El español era difícil como lo era vivir en un sitio desolado, donde el viento huracanado sacudía las planicies y el mar embravecido del Estrecho a veces impedía cruzar hacia la otra orilla. Allá, decían, estaba la nueva California y desde fines del siglo XIX la fiebre del oro atrajo a aventureros de todo el orbe que ambicionaban convertirse rápidamente en millonarios con la explotación del metal amarillo. Pero para este adolescente ya maduro el oro no era significativo. Él quería ser el hombre adulto que intuyó desde niño, un ser humano libre y bueno, que gozaba con las cosas simples y con el trabajo esforzado y señero. Por eso fue obrero desde el primer día y ganó posiciones laborales hasta convertirse en capataz del Matadero Municipal de Punta Arenas. Quizás no era lo soñado, pero a veces llegó a preguntarse qué es lo que en verdad un individuo sueña y para qué. La vida no tiene un destino prefijado y lo que un día se cree imperecedero a la mañana siguiente se esfuma en el asombro. Aprendió con la dureza del clima, del viento, la lluvia y las nevadas que allí se era hijo del rigor. Resistirían solo los obstinados, los perseverantes, los que tenían sed de vida y amor por la tierra, que era la misma tierra que le recordaba las playas de su Mar Adriático. Y su necesidad de subsistir se emparentaba con la vocación de ser. El ser era una condición que aprendió desde su infancia y supo que la estirpe croata era aguerrida y fuerte y que no se intimidaba ante cualquier obstáculo que le impidiera seguir andando. Entonces vino lo previsible: unirse a una mujer y construir una familia. No fue fácil ni difícil. Ella provenía del mismo sitio del adolescente, solo que se conocieron lejos de su origen. Casualidad, podría pensarse, pero no era un juego de azar. Y si Dios no juega a los dados con el devenir humano ha de ser porque lo imprevisible tiene un trámite misterioso que acerca a las personas y en un momento determinado las convierte en seres indispensables y necesarios. Una suerte de acertijo geográfico que cada actor intenta descifrar para avanzar en pos del otro vislumbrando ser parte de la misma carne y de un mismo espíritu. Eso sucedió y al poco tiempo procrearon niñas y niños con el color de los ojos de sus padres y los matices de la tierra en que fueron engendrados. Y nació el último descendiente llamado igual que su padre y como aquél se hizo obrero y trabajó en el matadero bajo las órdenes paternas como el resto de sus hermanos. Pero la exigencia era otra para este joven miembro de la segunda generación: no quería sacrificar animales su existencia entera. El paisaje era vasto y las llanuras patagónicas lo llamaban a la aventura. Optó por ser policía uniformado siendo destinado a los retenes perdidos en la región magallánica. Conoció cada resquicio reducido y cabalgó por las vastedades, hasta que un día regresó para encontrarse con la compañera de su vida. Ella venía con su hija a cuestas tras su fracaso matrimonial. Provenía de Mechuque en la isla grande de Chiloé y llegaba a forjarse también una vida nueva, porque sus padres le hablaron de Magallanes como la tierra prometida. No era cómodo, pero era real. Y al atravesar una calle se vio retratada de cuerpo entero en el espejo de una céntrica vitrina y se estremeció. Pero detrás estaba el hombre con quien cruzó su mirada convirtiéndola en una sola: sencillamente se casaron. Aquella opción fue difícil: la mezcla racial asustaba a los puristas y una “chilota huilliche” con un “austriaco”, como denominación burlesca del despreciable dominio imperial austro húngaro sobre croatas, eslovenos y serbios, no era bueno ni sano para la estirpe. Sin embargo, se amaban y el amor triza todos los muros y franquea cualquier barrera. Entonces un hecho decisivo, aunque común y corriente, cambió el curso de las cosas y abrió el círculo cerrado de la colonia eslava: el nacimiento del primer hijo como otro adelantado que lloraba a diario por el pecho materno y su venida al mundo fuera el resumen del viaje de su abuelo. Su complejo edipiano se manifestó desde un comienzo y ya embebido del líquido amniótico golpeaba sin cesar las paredes de su habitación intrauterina queriendo salir antes de tiempo. Pudo morir en el intento, pero su férrea voluntad, la misma de su padre y de su abuelo, le hizo ver la luz prematuramente y navegó rumbo a la vida sin saber de qué se trataba todo esto. Superó el llanto inicial, gateó como cualquier infante y prevaleció la condición de probable bípedo implume, porque como el filósofo griego, presintió no ser semejante a una gallina descuerada. Aprendió a leer tardío; el alfabeto era difícil e intrincado y un amigo de escuela, compadecido de su atraso, le enseñó cómo escribir y de qué manera deletrear las incipientes frases de un libro. Antes de mirar el cielo o al unísono descubrió las palabras encadenadas en la primera novela que leyó a los siete años: Genoveva de Brabante, y quedó embelesado con la historia de esa heroína medieval, falsamente acusada por un pretendiente despechado, y aunque condenada a muerte por sus verdugos, logró huir junto a su pequeño hijo para sobrevivir en una cueva alimentada por una cierva hasta recuperar su libertad. Y cuando en clases escuchó el memorable cuento El vaso de leche y sus lágrimas se confundían con las del joven protagonista sostenido por las manos de una mujer conmovida de su hambre física e interior, percibió que la vida era más dura de lo aparente y que las cosas nunca ocurren por casualidad. Y si había que mirar alrededor debía hacerlo provisto de un lápiz y un papel. Decidió allí ser escritor. Y escribió. Antes de aprender a leer, escribió. Y antes de soñar escribió, o soñó sencillamente que escribía. Llenó su corazón y su mente de imágenes forjadas por la insistencia de la observación. Y así como los dibujos en cavernas milenarias, antes que el hombre nombrara a los animales, las montañas o los ríos, el niño vio que el mundo era ancho, vasto y ajeno. Hasta allí su universo era la familia, el barrio, sus amigos y la ciudad abanicada contra las olas del Estrecho. Alla, al otro lado de ese mar eterno, había quizás una respuesta desconocida y se dijo que un día no distante rebasaría también esas aguas, navegaría por ellas y descubriría el sentido de la tierra, del agua, del aire y del fuego. Los elementos que hacían que la vida tuviera su razón de ser. Y de sus nacientes lecturas dedujo que la tierra era un planeta inmenso suspendido en el espacio y tenía miedo de que un día cualquiera esa redondez ambulatoria se cayera. Se preguntó por la rotación de los astros y razonó que la ley de gravedad era maravillosa, porque permitía que los planetas no chocaran entre sí y que los cometas que surcaban los cielos no incendiaran por capricho la ciudad en que vivía. Se dijo que si el tiempo existía era una idea algo antojadiza, porque la materia que lo rodeaba parecía ser imperecedera. Siempre estaba La Tierra del Fuego al frente, los cerros de la ciudad a su espalda y allá lejos no se divisaba más que un horizonte perdido en el crepúsculo y que veía esfumarse con la llegada de la noche. Reflexionó, para concluir que si el tiempo era real debía relacionarse con la destrucción inevitable e invisible de la materia, más allá de ver que la gente nacía y se moría. A veces tuvo miedo y a veces fue valiente. Supo que escribir su nombre lo tornaba parcialmente distinto, porque era un dato indiferenciado en lo esencial, si los demás se le parecían y él se parecía a los demás. De ahí que aprender a leer era y fue un desafío maravilloso. Descubrió por sus lecturas que las plantas buscaban la luz hacia lo alto y que no era extravagante deducir que ellas también pensaran como él, que los ríos eran las venas por donde circulaban las aguas en señal equivalente a la sangre del cuerpo humano, y que, si alimentaban la sed planetaria, esa sed debía ser semejante a la de su propio cuerpo dotado de conciencia personal. Esas relaciones al comienzo lo asustaban y creyó que vivir era un secreto único, si un ser humano podía asimilarse a un astro perdido en la distancia. Pero después sintió que ese misterio no era tan confuso como lo había creído. Si los cuatro elementos eran para todos invariables, quienes pisaban la tierra y respiraban el mismo aire, que bebían la misma agua y se calentaban con el mismo fuego, debían tener iguales procedencias, así uno naciera en la vieja Europa y otro en Magallanes. Las ideas del espacio eran, quizás, simples crónicas mentales y los mares que separaban a los continentes un dato secundario, una bitácora de viaje, una ilusión intelectual, que no impedía soñar con otros territorios por no estar físicamente en ellos. Para eso estaban los libros y a través del relato conoció cómo eran los hombres en la China y de qué color tenían la piel los pobladores africanos. Y supo que los continentes eran cinco y las galaxias millones; que las estrellas eran tantas como las arenas de las playas y que una partícula microscópica era el símil de una nebulosa lejana si se miraba en la órbita de un espacio sin fin. Al comienzo se aterrorizó con la inmensidad de la vía láctea, donde su planeta diminuto giraba extraviado en la periferia, como aferrado a leyes no solo materiales, que un ser muy grande debió establecer basado en un portentoso dominio de la arquitectura universal. Imaginaba que las constelaciones eran innumerables y tan extensas que ni con mil vidas podría exteriormente conocerlas. Supo e intuyó que los hombres eran buenos a veces y malos en demasía. Que había clases sociales en que unos dominaban y otros eran dominados. Aprendió a contar hasta cien, luego hasta mil y después decidió no seguir contando, porque temió que el infinito sobrepasaría las paredes de su casa. Los números eran como las notas musicales, semejante al movimiento de piezas sobre un tablero de ajedrez, al desplazamiento continuo de las olas y la cíclica alteración de las mareas, al brusco y sincronizado y elegante viraje del vuelo de las aves, que igual que un cardumen de peces bajo el agua, eran guiados por un líder invisible apoyado en un sentido místico prodigioso. Y de sus lecturas incesantes coligió que los árboles multiplicados son un bosque y que un bosque generaba oxígeno y que el oxígeno era imprescindible para que la vida fuera más vivible en este mundo. Y miró luego el polvo bajo sus zapatos e imaginó que un niño como él había pisado la tierra de sus padres en un país ahora llamado Yugoslavia, y que otros niños caminaban por el suelo de un territorio denominado España, y que otros miles lo hacían en Australia. Y en Australia crecían los canguros y saltaban en dos patas llevando a sus crías en su bolsa marsupial. Y en España imaginó a los conquistadores antiguos con la espada en alto abriéndose paso entre los indígenas, que entonces no se llamaban americanos. Y aprendió a leer que los reinos existentes se diversificaban: el mineral, el vegetal, el animal y el humano. Y también los relacionó como si cada uno dependiera del otro y el otro del anterior. Porque los minerales nutrían a la tierra y la tierra hacía germinar a las plantas y las plantas purificaban el aire y el aire era respirado por millones de niños como el en todo el mundo, y el reino humano estaba lleno de gente que vivía en diferentes continentes: África, Europa, Asía, América, Australia y Oceanía. Y ese niño, aprendiz de escritor, sospechaba cómo eran los niños de esas regiones apartadas y los veía negros, amarillos, rojos, blancos, pero todos tenían en su imaginación los mismos ojos, iguales extremidades, caminaban sobre los mismos pies y tomaban las cosas con idénticas manos. Y se preguntó por qué los países existían, y qué significaban las fronteras, y porqué las banderas los diferenciaban si la gente era la misma que nacía y moría en todos ellos. Le pareció insólito que algunos gobiernos fueran brutales dictaduras y aprendió que las guerras ocurrían desde que el ser humano descendió desde los árboles y se transformó en depredador de sí mismo y los demás hacía millares de años. Y que desde el principio los hombres pelearon por el fuego, después por el agua, más tarde por los animales, por las mujeres y los territorios, que nunca les eran suficientes. Y vio a través de los libros cómo germinaban y sucumbían los imperios y que nunca el hombre estaba satisfecho con lo que tenía y siempre ambicionaba apoderarse de lo ajeno en vez de compartir lo propio. Cada vez con mayor insistencia se preguntaba por el sentido de las palabras, de qué modo una frase cualquiera cambiaba el rostro habitual de una persona, cómo una variable en la entonación, un énfasis inusitado o una reiteración caprichosa generaba consecuencias a su alrededor. Y por eso al escuchar ciertas maldiciones o un insulto gratuito, se interrogaba cómo era posible que dos o tres palabras transformaran tan radical y violentamente las conductas o cómo existían reacciones imprevisibles a partir de un simple estímulo verbal. Esa constatación lo volvía taciturno, huraño a veces, espectador de los demás casi siempre. Y en su timidez verificaba que las personas a menudo expresaban lo que no sentían o que se contraponía a los gestos, el semblante o sus lenguajes corporales. Por eso no quería crecer, temía que las palabras fueran insuficientes para desentrañar lo que cada día advertía más siniestro en un mundo más invasivo, más deshumanizado, más triste. Y un día leyó sobre un Príncipe infantil caído desde el cielo en un desierto, que provenía de un astro diminuto, donde él era su único habitante. Y se enamoró de su historia, le hizo sentido que un niño como él pudiera regar cada día la misma flor y ver tantos amaneceres como quisiera con solo cambiar de ubicación en su planeta tan pequeño, hasta caer a ese mundo desolado transformado en un solitario forastero. Y trabó amistad con un hombre que lo acogió y trató de comprenderlo, porque vio en el Principito su reflejo. Tal como el niño lector ansió comprender a su padre y a través de su padre al abuelo, venido desde esa isla llamada Brac, que ahora ya pertenecía al reino de Yugoslavia, y cuyo nombre le era tan distinto a los nombres conocidos en su idioma español y cuyo entorno era como una réplica del archipiélago de Magallanes, que estudiaba en los mapas y libros del colegio. Se le antojó que ese Principito y su abuelo tenían increíbles puntos de contacto: ambos procedían de otro mundo y ambos llegaban a un sitio diferente. Y fue así como el abuelo cumplía el papel de enseñarle, de hablarle en una lengua extranjera, que más tarde olvidaría. Y lo sentaba en sus rodillas frente a un ventanal por donde juntos veían deslizarse la nieve en los inviernos, y él abuelo le decía que ni el tiempo ni el espacio existían: que todo era una bella ilusión material y que solo importaba el amor que los hombres y mujeres podían prodigarse. Él se acunaba en esos brazos enormes y alzaba la mirada para grabar su expresión bondadosa, mientras un bigote distinto a todos los bigotes conocidos le acariciaba de vez en cuando sus mejillas. Y aprendió un lenguaje hasta allí desconocido: el idioma del silencio. Las palabras dialogaban a la sazón con imágenes maravillosas: la nieve cayendo, un transeúnte dejando húmedas huellas en el suelo, un pájaro posado en los cables de alumbrado, un rayito de sol jugueteando entre las nubes, un arco iris dubitativo desvaneciéndose en la lluvia, una luna blanca alumbrando entre las sombras. Y en su portentosa imaginación el niño voló junto a su abuelo y llegó hasta un pequeño poblado llamado Praznica en la isla de Brac, en un país que ahora era Croacia, con unas pocas casas de piedras antiquísimas y donde las mujeres, que aun vestían de negro, caminaban encorvadas y presurosas, como a menudo lo hacia su abuela. Allí vio su habitación, tal cual la dejara su abuelo en la juventud, inmaculada y ordenada, como si nunca hubiera partido más allá del Mar Adriático, o siempre estuviera predispuesta para ser ocupada a su regreso. Y conoció a sus parientes y leyó en el frontis de una capilla, en una borrosa piedra caliza que alguna vez fue blanca, el apellido de su familia, cuando un primo sacerdote lo bendecía con la señal de la cruz sobre su frente. Allí creyó que despertaba: era la década final del siglo XX y había dado un salto verdadero, que en principio era inexistente. Pero al presente estaba reconociendo parte de su origen, como un día lo hiciera en la isla de Chiloé, para entender la procedencia de su madre y de su abuelo materno. Se dijo que la vida era corta y el vocabulario insuficiente para concebirla a plenitud. Ya era un hombre y había escrito varios libros. Libros sobre sí mismo y los demás; libros que hablaron del dolor, de la cordura y la locura, de los sueños y de seres marginales, del origen y de la muerte, del espacio y de otras dimensiones; libros sobre el desequilibrio familiar y las ansias de poder, de las ambiciones humanas y la necesidad de trascender; libros que hablaban del secreto anhelo de que los demás fueran siempre uno solo, no importando dónde ni con quién o cómo se viviera. Esa idea separatista de la condición humana no cabía en su mente y menos en su corazón. Sólo que mucha agua había corrido bajo los puentes que había transitado. Ya no era el niño que soñaba con duendes y hadas traspasando las habitaciones de su casa en el barrio yugoslavo de Punta Arenas. Había cursado gran parte de su desarrollo personal. Conoció el amor de pareja y ayudó a traer hijos al mundo. Se cambió de morada y de país, y de trabajo muchas veces y muchas veces buscó en la carne lo que sólo el espíritu podía satisfacer. Pero, aprendió a conocerse contradictorio y dividido, y supo que como todo hombre a veces era bueno y a veces podía ser malo. Que la vida es un claro oscuro por donde caminan las civilizaciones buscando el sentido de quienes las integran. Y de pronto, casi sin notarlo, vio que había escrito quince libros, y que un día de arrebato místico había quemado una docena de textos inéditos, porque supuso que la literatura no era su camino de trascendencia personal ni de nadie que la pretendiera. Y que en el intertanto había vivido en un país con esos mismos altibajos. Que un día casi remoto sufrió como tantos en medio de una Dictadura y que conoció el miedo, el dolor propio y familiar, y el de quienes eran sometidos, torturados, muertos o exiliados. La vieja esclavitud se había maquillado con el travestismo de la modernidad neo liberal. Pero creyó como tantos en un amanecer, porque la existencia era cíclica y nada duraba eternamente. Recordó aquello que le enseñó su profesor de primaria: todo lo que nacía, se desarrollaba y materialmente perecía. Trató de internalizar que no importaba llegar a un sitio prefijado, porque siempre había otro. Que en verdad interesaba continuar el trayecto, ese andar con o sin pausas, común para un insecto, una golondrina girando bajo el cielo, una luciérnaga desplegando su luz entre unas ramas o el movimiento sin fin de todo el universo. Sintió, después de mucho peregrinar, que lo escrito le ayudaba a entenderse y a entender a la humanidad de la que nunca podría desligarse. Y que mientras existiera un solo hombre prisionero en algún confín del mundo esa humanidad nunca sería realmente libre. Y escribió y escribió, porque presentía que no tenía más alternativa. Así fuera un día estudiante básico o universitario, abogado o juez de un tribunal. Que las funciones que la sociedad le otorgaba a un ciudadano eran signos de un encuentro y de una exploración individual y colectiva, donde a veces las profesiones perduraban o se convertían en otras. Pero que la palabra era más poderosa, porque ella decretaba, prohibía o permitía. Y así como podía sancionar o privar de libertad podía también liberar a un inocente. Y que todos los individuos, sean hombres o mujeres, podían también un día ser acusados, porque nadie, en lo absoluto, manejaba a ciencia cierta su destino y las circunstancias podían hacer de un santo un criminal o de un criminal un santo. Y que ello no se contraponía a la necesidad de querer siempre ser mejores y de conocerse un poco más cada momento. Entendió que la literatura, siendo exclusiva y personal, puede ser también universal, si es honesta y sincera consigo misma y no se vende al mejor postor en aras de una fama pasajera. Que el dolor de un ser humano en Indonesia, en Bolivia o en Siberia no le puede ser indiferente a quien siente que el otro es parte indivisible de uno mismo. Que la actual humanidad, con todos sus sinsabores y el peligroso desarrollo tecnológico moderno que la tiene al borde del abismo, posee un don inquebrantable que puede salvarla del desastre. Que ese don no es otro que el amor y más allá de que el cielo y la tierra pasen, las palabras auténticas no pasarán, aunque muchas veces se maticen de esperas o se mimeticen en claves de silencios. O que a veces digan entre líneas lo que en verdad importa más allá de la escritura misma. Entonces, ese hombre que un día se vio reflejado en los ojos de su abuelo y en los cercanos y póstumos ojos de su padre puede mirar hacia atrás y hacia adelante a un mismo tiempo y sentir que la eternidad es el presente: el que está envuelto en esta reunión en Puerto Cisnes, su nuevo lugar de transitoria residencia en este mundo. Y se dijo que este día en que la Academia Chilena de la Lengua lo reconoce como uno de los suyos es un día que vino desde lejos a quedarse con él y toda su familia para siempre. Y que solo restaba agradecerlo…simplemente, agradecerlo…porque el camino todavía lo seguía recorriendo…
(1 de diciembre de 2017)