—¿Qué sabes, esencialmente, sobre Belmar? —Primero, lo genérico, que, por esos itinerarios circunstanciales, nació el año 1906 en Neuquén, Argentina y luego su familia se radicó en Cautín. Seguramente por ello algunos de sus relatos se enmarcan en esa suerte de proeza sobre el devenir de los colonos chilenos afincados en territorio argentino en busca de mejores derroteros, a riesgo de asumir una vida dura, nostálgica y plena de melancolía por la perdida o el extravío de su hábitat natural.
Sin embargo, para mi Belmar emerge como un narrador pleno, vital, de un realismo profundo y minucioso que se inmiscuye en las motivaciones humanas básicas: el dolor de existir, la pobreza física y espiritual, pero sobre todo la miseria moral de personajes que ejercen su rol social dominante sobre un vasto universo de seres marginados, derrotados, presos de esa atmósfera asfixiante que ejercen las superestructuras locales en sus ámbitos reducidos y que reproducen, por desgracia, una sucesión interminable de existencias condenadas al fracaso y a la carencia de horizontes.
En su literatura emergen claros rasgos biográficos que sirven de pretexto para ficcionar desde adentro los conflictos humanos elementales: el desarraigo, la aventura obligada de los que anhelan cambiar su suerte, los vicios ocultos de quienes gobiernan mundos locales o mínimos, la ambición desmedida de sus mandamases, la opresión tortuosa de las etnias originarias, el conflicto latente y larvado del mundo campesino, la prostitución velada de niñas empobrecidas, la corruptela miserable de funcionarios sin expectativas, en fin, la reproducción sistemática de una sociedad que carece de atributos morales y que Daniel Belmar describe con una sorprendente crudeza y con un lenguaje no exento de belleza, premunido de esa añoranza por la inocencia perdida, que pareciera ser un escudo protector a pesar de su evocación contradictoria:
“Infancia soñadora y alegre en que los días van acumulando, silenciosamente, su ceniza invisible e imponderable. Dulce país de magia y de milagro, perdido en el tiempo lejano inalcanzable; hacia donde alguna vez torna el hombre los ojos angustiados, pero hacia donde todo regreso es imposible.” (Roble Huacho)
Me emociona constatar su amor irrestricto por los seres más desvalidos, su inclinación visceral por morigerar la injusticia, el destacar ciertos atributos humanos como el arte o la música, por ejemplo, para introducir en el sufrimiento cotidiano leves destellos de esperanza. Sin duda, la perspectiva de ese amor fraterno que ejerce sobre sus personajes, por más míseros o desgraciados que pudieran parecernos, en una primera aproximación, constituye una visión de mundo que dignifica la condición de existir, por, sobre todo.
—¿Te interesa su generación y qué validez le otorgas? —Me interesa porque la generación del 42 fue el enlace necesario entre el criollismo vigente de la época y lo que pasó a denominarse neocriollismo, que centró sus temáticas en una suerte de angustiosa búsqueda personal (el caso de Belmar es evidente) donde la ausencia de perspectivas individuales fue dando paso progresivo a un sentido de pertenencia (o exclusión) de una vida social, histórica y política que amplía los iniciales márgenes creativos de la generación.
En Chile hay un evidente choque entre las capas sociales que se van descomponiendo en las décadas del 30 al 40 y aquellas otras que van en ascenso y comienzan a copar la vida nacional. En esa contraposición de intereses esta generación incursiona, ya no sólo en las angustias individuales, legítimas y motivadoras de sus creadores, sino también en los fundamentos que causan esas inquietudes y que son una real constatación de la opresión de las clases más desposeídas de la vida social.
Su validez estriba, precisamente, en esa constatación –sin ser la única, pero sí fundamental-: surge un compromiso interior en esa generación que la hace participe del mundo y su circunstancia, develando el dolor, ya no sólo personal y exclusivo, sino colectivo, universal.
—¿No te parece curioso que la totalidad de los narradores llamados penquistas no sean de Concepción? Belmar, Rosenrauch, Alcalde, Gallardo, tú mismo... —Puede parecerlo, en una primera instancia. Pero, no hay que olvidar que Concepción constituyó por décadas un transito obligado de jóvenes ciudadanos, que buscaban su destino en épocas de contradicciones sociales y políticas que laceraban la vida nacional, con mayor o menor énfasis, según los años que a cada uno le correspondiera vivir. Ese trasvasije circunstancial de quienes se hicieron escritores en Concepción, ha coincidido, a ciencia cierta, con la necesidad de visualizar el mundo propio y ajeno premunidos de esa imprescindible cuota de identidad que los jóvenes buscan en determinados períodos de su desarrollo artístico.
Para mí lo esencial del territorio, que puede ser accidental —de hecho, en gran parte de nuestra existencia lo es— está constituido por el vínculo que el individuo establece con la palabra, de qué modo se asocia la búsqueda personal con ese imperativo del lenguaje que la sociedad está creando, de la que el escritor forma parte y que, precisamente, contribuye a descubrir, a moldear, a elaborar, a sintetizar, en suma. Concepción ha debido ser el eslabón perdido que cada joven creador afuerino encontró en su proceso formativo, en sus tanteos primarios, en su posterior maduración.
Así las cosas, no puede parecer tan extraño que muchos narradores tuvieran su formación bautismal en Concepción, aún cuando ello no explique del todo otras ausencias originarias.
—Tampoco describen, casi todos ellos, un sitio inhóspito, afable... ¿Por qué? —Creo que esa coincidencia de sitios inhóspitos tiene una cierta correspondencia con el espacio físico habitable. Concepción y su entorno no es ni ha sido, precisamente, el paraíso edénico. Su devenir pareciera una suerte de síntesis del farragoso acontecer nacional. Grandes movimientos sociales y, especialmente, universitarios y políticos han tenido allí su gestación y luego se han expandido por el resto del país. Ningún escritor puede ser impermeable a lo que ocurre a su alrededor.
El drama del hombre moderno, lo que en este caso puede hasta ser un eufemismo, se evidencia con mayor fuerza en los espacios donde la provincia choca a menudo con el progreso y, si se une a lo anterior el que determinados períodos de la historia, como el período dictatorial, por ejemplo, marcan de modo incuestionable la sensibilidad creativa, se colige que ningún escritor auténtico puede eximirse del dolor humano, aún cuando pretenda aislarse de las grandes urbes.
La reproducción de las virtudes y, sobre todo, de los vicios de esa modernidad, tarde o temprano hacen carne en su espíritu. Tal vez por eso la visión de mundo les pueda ser consustancial y, por lo mismo, inhóspita, si las premisas de la sociedad moderna no dejan demasiado margen para la calidez o la fraternidad humana.
—¿Viviste tú, también, esos túneles morados? —Anclado durante casi una década en Concepción resulta imposible no haber vivido esos túneles morados, esa ciudad mediatizada por cierta sordidez prostibularia en los recovecos subrepticios de Orompello y sus alrededores, esa pesadez de una bohemia desgastante que coincidiera con la ausencia de expectativas, de los sueños rotos, de la esperanza alicaída, luego del golpe de estado.
Era obvio: los jóvenes universitarios entre el 73 y el 78 buscábamos cualquier pretexto para festejar, el éxito de un examen o, lo más común, su fracaso. Y en esa perspectiva, los rincones oscuros y deprimentes ejercían una atracción indesmentible para quienes sobrevivíamos con lo mínimo. Muchos proveníamos de familias de clase media o baja que habíamos accedido a la universidad con esfuerzo, pero también con las franquicias propias de una época donde el lucro no era el leit motiv de la sociedad.
Así, debíamos acomodarnos a esa nueva realidad donde la presión sicológica era asfixiante y donde la necesidad de avizorar un porvenir constituía casi una hazaña. Muchos desertaron. Otros conciliábamos una tímida esperanza de cambio social o personal con lo inmediato. Lo inmediato eran esos túneles morados que nos hacían olvidar el momentáneo extravío de la luz.
—Y cuando vuelves a la ciudad brumosa, ¿qué sientes? —Es una mezcla de sensaciones. Por un lado, el tiempo de los reencuentros mínimos: colegas de profesión en reuniones accidentales, la comprobación de una ciudad que se resiste a despojarse de su ancestral provincianismo, pero que cada vez pareciera más entregada a su suerte. Y por otro, la comprobación de que un período significativo de la adolescencia y su paso a la adultez transcurrió allí, en el Barrio de la Universidad de Concepción, en esos años de grandilocuencias discursivas, de los hipotéticos asaltos a los palacios de invierno, de cierta dosis de compañerismo solidario y luego, como la crónica de una historia anunciada, el derrumbe de un paradigma y la sobrevivencia, la dura y oculta sobrevivencia de los vencidos. Si se une a lo anterior el hecho de que entre Talcahuano y Concepción se formó mi primer grupo familiar, es natural que las sensaciones sean contradictorias, como suelen serlo cuando se ha vivido experiencias traumáticas matizadas con exiguos lapsos de felicidad.
—¿Te interesa algún otro narrador de este espacio? —Siempre es aventurado citar nombres, sobre todo si se trata de rescatar en el plano personal aquellos con los cuales sientes o tienes algún grado de identificación. Pero, a no dudarlo resalto a Erich Rosenrauch, uno de esos escritores conocidos-desconocidos, calificado como críptico o hermético, a quien tú mismo me ayudaste a descubrir en la década del ochenta y respecto de quien, su finada madre, me obsequiara varios de sus textos que leí con fruición. Su relectura resulta ahora indispensable. Además, destaco varios libros de Andrés Gallardo, entre ellos Cátedras paralelas, Historia de la literatura nacional y La nueva provincia, por citar los que coincidieron en parte con mi propia formación literaria. Imprescindible se torna, por otro lado, la obra monumental de un ignorado Alfonso Alcalde. Y, por último, aún con sólo un par de obras editadas, La espera y Todo en ti fue naufragio, creo que Jaime Riveros tiene ya un lugar en la narrativa de los brumosos espacios penquistas.
—¿Qué opinas de la literatura chilena actual, con tanto nuevo nombre, márketing, autopromoción, modas cambiantes?
—Vivimos en el mundo de la frivolidad. Hoy todo tiene peso y medida. La sociedad, la nuestra y en general la vida planetaria de la que somos parte ineludible, vive tiempos de un modernismo a ultranza y de una decadencia casi apocalíptica, aunque suene a desmesura.
La literatura, por desgracia, no ha estado exenta de tal fenómeno, al menos la literatura que se “consume masivamente” por cierta clase de lector fácil y conformista. Ello no significa que todos los escritores obedezcan al mismo fenómeno o exigencias de mercado. Siempre unos pocos se han negado a ser parte del palabrerío insustancial, de la novedad o la moda pasajera.
Es cierto: en estos períodos aciagos pareciera que la inclinación por una literatura reflexiva o profunda fuera un contrasentido. Pero, es indudable que ella existe, que se incuba más allá de los modelos ocasionales que sirven para rellenar las páginas de los “más vendidos” mediatizados por el mercado.
No obstante, la narrativa actual, salvo honrosas excepciones, tiene el sello indesmentible de lo efímero: muchos o la mayoría de los escritores que se sustentan en el artificio editorial caerán por su propio o nulo peso.
El tiempo es siempre el mejor aliado de los escritores de verdad, aunque en muchas ocasiones el reconocimiento sea póstumo, como suele ocurrir.
—¿Destacarías hoy a alguien que pueda trascender y se equipare a Manuel Rojas, González Vera, Coloane, Droguett...? —No me atrevo a hacer un juicio de ese tipo…todavía. Es posible, pero mi respuesta se insinúa en la pregunta anterior: los grandes escritores no figuran en las listas del marketing, por regla general.
Una literatura que se inmiscuya en los porfiados laberintos del alma, que indague sin cesar en los intersticios de la memoria individual y colectiva —con esos rasgos de humanidad consustancial a la prosa de Belmar, guardando tiempo y distancia— una literatura que se atreva a imaginar lo cotidiano y lo haga parte del devenir, que recree la palabra en cualquier territorio donde ella se origine y constate el sentido de un ser humano semejante, es una literatura que contiene en sí misma el germen de la trascendencia.
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Entrevista de Pacián Martínez Elissetche a Juan Mihovilovich
sobre la vigencia del escritor Daniel Belmar
(Década del 2010)