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Juan Mihovilovich Hernández, Escritor:
"Conversar con los gatos mejora el ambiente en que vives"

Por Ramón Díaz Eterovic
Publicado en La Gata de Colette, N°25, junio de 2021



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Juan Mihovilovich Hernández (Punta Arenas, 1951) es un nombre destacado en la narrativa chilena producida desde los años ochenta a la fecha. Sus hasta ahora quince libros de cuentos y novelas muestran un autor de estilo definido y de temas que apuntan a la comprensión del individuo en un medio social intervenido por los acontecimientos históricos y a través de la mirada interior de personajes que exploran en sus sueños y temores.

De profesión abogado, ha compartido su actividad literaria con su trabajo de juez de Curepto y Puerto Cisnes y de abogado de derechos humanos (1985-1990). Ha recibido una gran cantidad de premios y estímulos literarios, y entre sus libros podemos destacar La última condena, Sus desnudos pies sobre la nieve, El ventanal de la desolación, El clasificador, El contagio de la locura, Restos mortales. Recientemente publicó Útero, un notable texto autobiográfico en el que recrea sus vivencias y sentimientos en distintos momentos de su infancia. Desde Puerto Cisnes nos habla de su relación con los gatos y perros que le han hecho compañía en distintos momentos de su vida.

«Mi primer recuerdo de un felino en mi vida corresponde a una gata parda, cuyo nombre se perdió en mi memoria y que habitó alguna temporada en el hogar familiar de Punta Arenas —dice Juan Mihovilovich cuando lo invitamos a recordar—. Era una gatita amable y cercana, que solía frotar su cuerpo entre nuestras piernas de niño, como suelen hacerlo todos los gatos».

Después de ese primer recuerdo, Juan nos habla de Galleta, una gatita a la que le dedica un hermoso relato en su libro Restos mortales. «Galleta —nos dice— obedeció al nombre que mi hija Vania, en esa época preadolescente y dueña de Galleta. Vania la llamó así porque a ella le gustaban las galletas y sentía que su gata era tan dulce como aquellas. Se tuvo que ir a vivir conmigo a Curepto alrededor del año 1997. Era un ser extraordinariamente inteligente y nos entendíamos casi sin palabras. Ha sido el único felino al que podía llamar por su nombre y acudía a mi lado de inmediato desde cualquier lugar donde se encontrara. Solía dormir en mi cama y al amanecer salía al jardín, un patio muy extenso lleno de árboles frutales, donde hacia parte de su vida diaria. Fue mi compañera por siete años y tuvo cuatro camadas de crías: alrededor de unos veinticinco descendientes que fui regalando, hasta que la esterilicé. Era una compañía indispensable en ese caserón enorme donde vivíamos nuestra soledad. los dos al interior y los perros Calpún y Huaquén en el exterior. Como acostumbraba a escribir de noche, ella se estacionaba a mis pies y allí se dormía hasta cerca de la madrugada. Hasta que un día enfermó de un mal incurable, según el diagnóstico veterinario».

Galleta es parte de las evocaciones de Mihovilovich. Hoy en día su relación con la vida gatuna tiene el nombre de Murci. «A menudo —nos cuenta Juan—, Murci (abreviatura de murciélago, aunque en nada se parecen), nuestra gata de largos doce años, cuya propietaria real es Mandy, la hija de la casa. Se estaciona en un sillón de mi sitio de trabajo y se duerme allí por largas horas. Murci llegó «de la nada» a la presencia de Mandy, dos años antes de que yo supiera incluso de sus existencias. Es una gatita traviesa, juguetona gran parte del día, si no está en los brazos de Morfeo. En ocasiones suele quedarse estática, como en un estado cataléptico, con las patas hacia lo alto y unos ojos entreabiertos que, probablemente, den cuenta de un estado onírico imposible de descifrar humanamente. La miro de vez en cuando, de repente ronronea, y prosigo mi trabajo literario».

Cuando le preguntamos por la mentada libertad de los gatos, Juan Mihovilovich no vacila en señalar. «El gato es uno de los animales más misteriosos que existen. "Tiempo que transcurre" dijo alguna vez Nicanor Parra. Es posible. Pero puede también ser parte de lo atemporal, de esa eternidad estacionaria que nos hace "sentir" la realidad en un solo instante. Cuando quieren son especies de efigies vivientes. Y es cierto lo de su libertad: están primeros y últimos. Nosotros somos sujetos transitorios en su devenir. Al contrario de los perros que manifiestan su afecto alborozados, los gatos son siempre dueños de si mismos no se alteran mayormente con nuestras presencias, pero si nos exigen reconocer las de ellos. Una libertad que los hace ajenos y cercanos a la vez».

Durante una buena cantidad de años, Juan Mihovilovich ejerció como juez. Cuando le preguntamos en qué se puede parecer un gato a un juez y a un escritor, nos responde: «Curiosa y buena pregunta. Pues en el sentido de la observación un gato es esencialmente un animal que observa desinteresadamente la realidad sin que ella pareciera alterarlo. Para ejercer como juez es preciso ser cercano y distante a la vez. No dejarse obnubilar por las pasiones, pero si objetivarlas, darles peso y contenido al momento de enjuiciar. En cuanto al escritor, me parece que ambos están siempre al acecho de alguna circunstancia especial que les permita desplegar, en un caso sus instintos, y en el otro su intuición creativa. Esa espera, esa actitud del "cazador" le es inherente a ambos. Uno, de su presa; el otro, de sus historias y obsesiones. Sin duda, se parecen».

Juan Mihovilovich es un escritor de dilatada trayectoria. Su primera novela. La última condena, la publicó en 1983 y desde entonces ha publicado quince libros que le han valido reconocimientos y también una serie de comentarios críticos en los que se alaba la calidad de su escritura y la profundidad con la que aborda los temas que escoge para cada uno de sus libros. De toda su obra publicada a la fecha le pedimos que nos recomiende dos. Al principio nos dice que es difícil elegir y luego termina mencionando dos novelas. «El contagio de la locura (2005), por ser una obra que me reconcilió con mi vocación de escritor. En ella se traduce el eterno dilema de ser loco o cuerdo en una sociedad donde todo da la impresión de estar siempre al borde de un abismo. La necesidad de determinar los límites de la racionalidad y la cordura siempre me han perseguido. Creo que esa novela se acerca mucho a ese intento. Además, es una visión crítica del poder del juez y su interrelación con el poblado campesino. Y Útero (2020) que busca el reencuentro con los orígenes de la existencia: la vuelta al útero, a ese espacio tibio y envolvente del cual todos procedemos. Y entre medio, el dolor inherente a ese proceso de andar tras el regreso quizás porque el trayecto es lo único que finalmente cuenta. Más allá incluso de la búsqueda misma... cuyos resultados son siempre inciertos».

Recordamos algunos textos de Juan Mihovilovich donde aparecen animales: la gata del relato «Galleta»; un colibrí en el machete de un juez, un pájaro que es recogido por un niño en el Estrecho de Magallanes. A partir de esos antecedentes le preguntamos por la intervención de los animales en la vida del hombre. «Siempre he sentido una estrecha relación con los animales y creo ellos cumplen un rol esencial en la evolución humana —afirma Juan—. Somos parte de una cadena evolutiva muy básica: reino mineral, vegetal, animal y humano. Y cada uno de ellos cumple una función entregada por la naturaleza. Intuyo que desde una perspectiva íntima y sensible el respeto hacia los animales es parte indispensable de nuestro desarrollo humano. De ellos recibimos enseñanzas que no obedecen a un intelecto que nos condiciona y limita. El instinto animal se engarza con nuestro futuro conocimiento intuitivo y aprender de ellos es y será un aprendizaje inevitable. La civilización futura, espero, se erigirá sobre el respeto irrestricto a los demás reinos de la naturaleza sin los cuales el ser humano es prácticamente nada».

El relato «Galleta» que ya hemos mencionado en varias oportunidades aparece en la recopilación Historias asombrosas de gatos II que publicó hace poco la Fundación Adopta a beneficio del Santuario Emilia tomando la relación con un gato que se presenta en ese relato, le pedimos a Juan que nos diga algunas buenas razones para que una persona tenga un gato, y para que un escritor goce de la compañía de un felino doméstico. «Porque sencillamente equilibra los opuestos —responde Juan—. Le da sentido de "alma" a un cuerpo que el individuo suele no manejar conscientemente. En tanto el gato, este no es únicamente una compañía para la soledad: es un animal del que aprendes a vivir, a deletrear esos universos que se contienen en la fijeza de su mirada, en los acertijos que pareciera entregarte a cada instante y que inútilmente el ser humano intenta resolver. Y, por último, porque le entregas afecto porque si, sabiendo que no recibirás nada a cambio, o que sencillamente, te enseñará a existir bajo el alero de su compañía. En cuanto a un escritor, siento que el gato responde, de alguna manera, a esa soledad interior que tenemos algunos escritores».

«La literatura —y lo sabernos hasta el cansancio— es un trabajo esencialmente solitario. Estás tú y la página en blanco. Es una acción que se despliega desde adentro hacia afuera aunque esté mediatizada por hechos externos. El gato es un animal que convive contigo preservando siempre su interioridad. No deja espacios para el resto, salvo cuando él lo desea o necesita. Esa extraña simbiosis pareciera ligarnos con una profundidad que añoramos, que necesitamos sacar afuera. Los gatos tienen el don de presentirla. O quizás nos hacen creer que esa hondura existe porque perciben nuestra perpetua soledad. Y probablemente sonrían a través de la silenciosa contemplación de que somos objetos. Quién sabe».


 

Volviendo a su trabajo literario y teniendo en cuenta que pronto aparecerá una reedición de su primera novela La última condena, publicada el año 1983 por el sello Pehuén, le pedimos a Juan que nos haga un balance de lo que ha sido su desarrollo como escritor desde entonces y hasta la fecha. «Hubo un periodo largo en que desaparecí de la escena literaria por andar tras la piedra filosofal —señala Juan—. Regresé premunido de una vitalidad mayor, no necesariamente por haber encontrado la piedra, sino porque la literatura nunca me había abandonado. Estaba allí esperando mi retorno. Y claro, desde La última condena hasta hoy mucha agua ha corrido bajo los puentes. Retomé mi vocación de toda la vida. Recordarás que hemos hablado del viejo barrio yugoslavo de Punta Arenas, donde viví mi infancia. Ya en esa época escribía mis primeros poemas a los once años. No sé, en suma, si mi vida literaria ha sido lo que esperaba. Sencillamente no puedo estar sin escribir. Ya sabemos tú y yo que sobre ello no hay mayor alternativa. Y tal es así que decidí hoy jubilar anticipadamente a mi carrera de juez para dedicar íntegramente mis años finales a la literatura Los jueces jubilan a los 75 años y retomé la opción de retiro a los 69. Mi labor de juez ha sido tan intensa como indispensable en mi desarrollo personal por casi 26 años. La literatura, sin embargo, está en mi ADN. Aquella labor judicial me ayudó a conocer mucho del complejo mundo humano y de mi mismo. La literatura continuará, imagino, mi insaciable necesidad de entenderme y entender a los demás. Si algo he hecho —literariamente hablando— lo dirá el tiempo que, paradójicamente es el "mejor juez" sobre ello».

En el último tramo de la entrevista hablamos con Juan sobre la vida junto a los gatos y la mejor manera de relacionarse con ellos. «Creo que hay que aceptarlos, sin cuestionar en demasía lo que son. Ellos están allí, son una compañía necesaria para algunos y en ocasiones son imprescindibles. He conocido personas con quince o veinte gatos en su hogar. Prácticamente viven para ellos. Los principios de aceptar y de conversar, inclusive mentalmente con los gatos, tengo la sensación de que mejoran invisiblemente el ambiente en que vives. Lo demás es un misterio. Los gatos son un misterio, sin duda».


 



 

 

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Publicado en La Gata de Colette, N°25, junio de 2021