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EL VENGADOR de Rosa de Amarante
Cuentos: Ediciones U. de Magallanes, 107 págs., 2021.
Prologo: Víctor Hernández.


Por Juan Mihovilovich




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Resulta a todas luces relevante que Rosa de Amarante, en este libro de cuentos único, establezca, a más de 70 años de su primera publicación, una sólida y novedosa propuesta literaria de innegable consistencia feminista, puesta en un contexto en que temas y contenidos de que trata constituían, a lo menos, una irreverencia y una expresa o implícita censura de la época.

Ubicada en ese espacio sociocultural en que la autora creció y se desarrolló como persona humana, como mujer consciente de sus derechos, deberes o carencias, pero sobre todo de las exigencias que el medio debía solventar, nos parece sencillamente notable que sus relatos estén circunscritos al crítico rol que el género femenino cumplía en la conservadora sociedad magallánica de mediados del siglo pasado.

Así, se puede colegir una clara propuesta literaria –según se enunció- basada en algunos aspectos que resultan esenciales.

Por un lado, el papel de la mujer como protagonista sojuzgada por una sociedad patriarcal, cuyos ámbitos domésticos y laborales resaltan con nitidez en los cuentos “Jubilada” y “Cuatro Cartas”, donde las líneas argumentales se entrecruzan continuamente.

Por otro, la variable femenina centrada en esa suerte de castigo social anticipado por el simple hecho de ostentar la condición de un género menoscabado por la propia estirpe familiar, respecto del que la misma mujer desvalora el carácter filial imponiendo rangos y funciones, sin perjuicio de la total supremacía masculina que coarta sueños, deseos y esperanzas, en textos como “El vengador”, “Madre” o “El buscador de oro”.

Por último, sólo a guisa de mera enunciación, los cuentos que destilan fases de represiones femeninas personales, mediatizados por ese ámbito lapidario que, entre otros tabúes, recela del cuerpo, de la femineidad profunda y de los deseos naturales que de ella emanan, y que de algún modo se reproducen en “Veracidad femenina”, “Pecado de imaginación” y “Obsesión.”

Todo aquello complementado por dos relatos atípicos constituidos por “El presidiario 9” –una historia lúdica que proyecta el autoengaño de una relación de pareja-; y “El alma de la multitud”, -que realza la muerte sin sentido de un líder sindical destinado a cambiar, hipotéticamente, el curso de la sociedad-.

Las narraciones descritas importan una escisión significativa en la literatura del período en que Rosa de Amarante las estructuró.  Así, sus creaciones oscilan entre el dolor profundo que soportan y la denuncia cierta de un mundo detestable en las que esas “ficciones realistas” se ordenan.

De ahí que el cuento “El vengador” sea una síntesis desgarradora de la dependencia patronal masculina y socio cultural en que una joven modista es seducida, embarazada y de inmediato relegada, no sólo por el elegante varón que la abandonó, sino por el espectro social que la sindicó como paria, y a cuyo respecto sus propias compañeras de taller que antes la envidiaban por su gracia y belleza, la confinan al escarnio de la indiferencia y la exclusión.  Luego, la salud deteriorada, el rincón citadino donde vive su angustia y ese declinamiento irreversible de “la peste blanca, la temida tuberculosis, la hará gritar al cielo sus anhelos de justicia: “Hijo mío, tú crecerás y serás soberano…y amarás…y te amarán…y serás todo un hombre, ¡un hombre” y entonces, hijo mío, me vengarás…escupirás la cara a esta sociedad maldita que me repudia porque te forjé sin el concubinato de una ley…Tú serás mi vengador…hijo…tú serás mi vengador.”

Bastaría ese canto doloroso para conjugar toda la pureza y dureza de este libro precursor.  Sin embargo, es posible repasar el entorno femenino de antes y de hoy en esas “Cuatro Cartas” con que la hija va expresando su itinerario existencial del momento en que deja el hogar, estudia, se titula, se enamora, se casa, en una retahíla de apegos y desapegos que la sitúan siempre en el hogar materno, del que nunca se alejó definitivamente y al que regresará con el hijo concebido, desahuciada por quien prometió amarla de por vida.  Un retorno al origen, a ese sitio que ahora será el sitio de la madre y la maestra, y allí “trataré de hacer con mi voluntad una coraza, y con mi hijo, con mi escuela y con mis niños, una invencible y salvadora muralla por la que les será imposible penetrar para de nuevo aguijonearme con su presencia”.

En el “Buscador de oro” surge con meridiana claridad ese amor joven que compite con las ansias de poder varonil. Y a pesar de existir en principio una virtual cercanía de la promesa y construcción común, el hombre se escabulle tras el fulgor material, se obnubila y pierde el sentido de las proporciones.  En este cuento se constata esa lucha soterrada entre la sensibilidad femenina y ese impulso masculino incontrarrestable asociado al poder y la riqueza.  Y claro, cuando el tiempo transcurre con su decadencia inevitable el individuo yace postrado en su soledad más abismante y la mujer ha rehecho su vida a costa de un dolor superado.  Aquí, quizás, radique parte de esa confrontación que cruza todo el libro: varón y hembra, sociedad patriarcal y género femenino depreciado y despreciado.

Circunstancias que se reiteran en “Madre”, donde ahora es la progenitora quien “obliga” a la hija a ser parte del entramado masculino, a tener como norte el único futuro posible: el casamiento con alguien de alcurnia, sin que importen los sentimientos ni la relación familiar que las une.  En ese burdo remedo filial la jovencita es confinada a ser otro eslabón de la supremacía varonil, de esos apetitos primarios, básicos, donde el amor es fruto apenas de la trastienda emocional y donde la huida e intento de suicidio es el posible escape de la tragedia de ser mujer, y paradójicamente allí, en ese intento abortado, se recupera la razón de vivir.

En fin, “En pecado de imaginación” se sintetizan, de forma notable, las tentativas de liberación femenina y, consecuentemente, de esa lucha masculina que en lo profundo del individuo procura superar sus miedos, complejos y egoísmos.  La actora siempre anheló un amor desprejuiciado, ajeno a pudores ocasionales o permanentes, asociado a recabar desde su cuerpo y alma, el supremo goce del placer, aquél que el hombre encubre con promesas o atavismos seculares.  Por ello es que la supuesta demencia de la protagonista sea un intento por superar y acoger sus instintos naturales, de vivirlos, de expresarlos y entregarlos a un amante que resulta ser la sombra de su contrapartida, el varón deseado, la exaltación de sus pasiones ocultas, el ansía no solo de ser poseída, sino de compartir esa posesión con la necesidad de un goce mutuo que exceda su ámbito personal sin que sus deseos sean vinculados al histerismo.  Luego, el siquiatra tratante, es aquella sombra que padece, se retrae y sufre con sus falsos pudores, se escuda en sus miedos vergonzosos.  Entonces pierde.  Y entonces la enferma se libera: es amada por quien sí entendió que el goce corporal se anida también con la estética del alma.

En suma, un libro que ha valido la pena de rescatar del olvido. 

Una autora que en su tiempo pasó inadvertida, como suele ocurrir con quienes aciertan a ser los adalides de un presente incomprendido y fatuo.

Cuentos que realzan la condición femenina situándola en el tiempo y lugar que Rosa de Amarante vislumbró hace más de 70 años, que ahora recobra el sitial que debió tener, para el deleite reflexivo de quienes lean esta selección antigua, de renovada excelencia, que reafirma y excede el plano de la literatura provinciana.



 



 

 

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