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Yo mi hermano de Juan Mihovilovich
“La dura belleza del dolor”
Por Juan Carlos Ramírez Figueroa
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—Me interesa mucho saber cómo te decidiste a usar ese tono de monólogo -o increpación discursiva- entre hermanos para llevar adelante la narración. De alguna forma se produce un juego con el lector, donde asumes -a mí al menos me pasa- ambas voces: el que habla y el que escucha.
—Sencillamente ocurrió. “Sentí” la novela desde la primera increpación; es decir, desde que el hablante (s) señala en las dos líneas inaugurales: “Yo sé que mi hermano escribirá por mí. Eso me tiene sin cuidado. El que deberá cuidarse es él.” Allí, en esa suerte de declaración de intenciones, de manifiesto, supe que el proyecto de novela estaba listo en mi cabeza y en mi corazón. Y tan así fue que de inmediato vislumbré el final de ella: debía existir una especie de confluencia interior desde su inicio. Cuando se tiene una idea preconcebida en el subconsciente por muchos años basta tocar una de las teclas de la memoria para que el fluir de la conciencia de paso a la obra. Es en esa fluidez discursiva interna donde se fragua con veracidad una literatura sincera. Claro, el toque de la tecla debe ser el preciso, caso contrario, el devenir del texto se transforma en cualquier cosa, en algo que carezca de consistencia, de espesor narrativo. De ahí a ese juego con el lector desde la óptica de ambas voces en una hay un solo paso: el de la lectura. El narrador no está preocupado en demasía de aquello, por la sencilla razón de que en la opción primera se incluye, implícitamente, la del destinatario. Así creo que ocurrió…
—¿Cómo te surgió la historia? ¿Hasta qué punto estás dispuesto a admitir lo autobiográfico?
—Como señalé: la historia rondaba en mi cabeza por años. Del momento que en mi familia uno de mis hermanos sufrió en los años 80 un brote esquizofrénico, sabía que en algún momento aquello daría pábulo a un texto de mayor envergadura. De hecho, en varios de mis cuentos, (No dejes que me lleven; en algún capítulo de mi novela Grados de referencia, etc.) dejé entrever que un tejido envolvente se fraguaba silencioso en mi intimidad. ¿Si admito lo autobiográfico? Por supuesto. No existe una sola línea en una escritura de verdad que no tenga el tinte de lo personal, sólo que el autor no puede (“o no debe”, necesariamente) explicitar cuál terreno es uno u otro. Lo que importa es el sentido de la obra en su conjunto. Si la ficción se traspapela o con-funde con la realidad es mérito de la historia que se pretende contar. No hay una búsqueda ex profeso de decir que esto o lo otro es autobiográfico, o viceversa. La mentira en literatura se fusiona también con la verdad y es, después de todo, la visión de conjunto la que otorga o no credibilidad a una narración. Alguien que leyó la novela me interrogó: ¿Pero fue verdad que uno de los primeros capítulos literalmente se desgajó el ojo de un niño y éste rodó por el suelo mirando a sus interlocutores? Lo contrainterrogué. ¿Tú lo crees? Si, contestó. Entonces, eso es lo que vale…la respuesta que el lector le da; lo demás es literatura, respondí.
—En un pasaje abres con la frase: "Soy tu conciencia, ¿no es así?, si es que realmente la tienes (...)". Claramente estás apelando a la memoria, el paso del tiempo, uno de los grandes temas de la narrativa chilena. ¿Podemos hablar de eso?
—Si, en cierta forma es eso. Ser la conciencia viviente de alguien o de algo que se vivió y se pretende olvidar motivado por las circunstancias de la culpa, del dolor, del acomodo, de la hipocresía, del cinismo, etc., y lo que ello conlleva, obliga a la interpelación del otro. Sí, y la conciencia de un acto obliga también a reclamar por la conciencia de existir. ¿Quién o quiénes realmente existen y para qué? ¿Los que olvidan por el mero hecho de olvidar o quiénes acuden a la memoria para recuperar el sentido de futuro, de conocimiento de sí mismo, del otro, en suma? El personaje a dos voces es eso: una voz dual, un monólogo a dos voces que representa la suma y resta de lo que cada uno es, pero, sobre todo, de lo que, llegado el momento, “conscientemente” es uno respecto del otro. Por eso ese requerimiento, esa exigencia, esa interpelación, es la que, a su vez, debe conciliarse con el sentido profundo de la imagen refractada. Si lo recuerdas en otro pasaje el hermano menor acusa y presiona al mayor: “¡Sorpréndete, no termines nunca de sorprenderte conmigo! Soy tu espejo y también tu lado no visible. ¿Cómo puedes derrotar a lo invisible?” Es decir, la imagen del Yo mi hermano es dual; nunca meramente exclusiva ni excluyente, sino inclusiva, depositaria del otro, que es uno mismo.
—La voz narrativa escribe desde una distancia que le otorga cierta seguridad a su propia rabia y dolor. Ni siquiera hay humor que puede redimir. ¡Es fuerte tu novela! Sobre todo, para los que tenemos relaciones conflictivas con los hermanos.
—La pretendida distancia no es sino el temor y el dolor de una ira personal. El hermano que levanta su dedo acusador coloca sobre el frío paredón de los hechos y las cosas a “su semejante.” No olvido lo que me haces, pareciera decirle. Pero no se trata únicamente de la personificación de un sufrimiento inmediato, familiar, cercano, aunque ello sea la raíz del entramado. La ira se extrapola, conforme la novela avanza, hacia una sociedad encarnizada que subyuga “al anormal”, al que resulta un paria, un marginado mental o social, a quien importa una carga imposible (¿?) de soportar. La sociedad “panóptica” de Foucault se aparece como el paradigma del mundo moderno: desde una torre de vigilancia se controlan todos los movimientos humanos, los visibles e invisibles. Luego, el encierro es parte del (los) personajes que construyen el mundo: el que lo maneja y el que lo sufre. ¿Quién es víctima y quien victimario? Y paradójicamente, ambos (hermanos, después de todo) resultan la ecuación perfecta de la ausencia de amor, del disfraz de la compasión, de las cárceles y los manicomios que pululan por doquier (física y mentalmente) y que tan bien definiera hace tanto tiempo, (o nada al fin, si se trata apenas del siglo pasado) Antonin Artaud en sus descarnadas epístolas al poder. Y creo que sí existe un lacerante humor negro que atraviesa la novela, aunque como lo señalas no sé si alcanza a redimir…es probable, solo probable.
—"Yo mi hermano" es un juego de espejos que habla sobre Chile. Ya el mismo título es sugerente: ¿soy yo mismo increpándome? ¿Cuál es la distancia entre ambos, además de la edad? Me gustaría hablar sobre eso, sobre lo parabólico...
—En alguna medida se responde más arriba. De eso se trata también. No hay realidad, por delirante que ella sea, que no tenga su correlato con el medio en que se incuba. La territorialidad no es únicamente una cuestión física, una perspectiva material; es también la lógica del razonamiento o de su carencia, la ausencia de fraternidad, de espacios mutuos, de solidaridad, de empatía. En el mundo moderno para nadie ya es un misterio que la frivolidad campea por doquier y que el manejo tecnológico sobre la especie humana (incluido nuestro paisito) ha dejado huellas indelebles. Y las seguirá dejando. En el territorio que habitamos tenemos sobre nuestras espaldas la mochila dictatorial que marcó a fuego a un par de generaciones. ¿Cómo echar por la borda el lastre de ese peso agobiante que nos obligó al sometimiento e hizo de la vida humana un intercambio de roles regulados por el miedo? El miedo a “ser”, sustituido flagrantemente por la ambición del “tener,” así, sin más escudo que el egoísmo elevado a su máxima potencia. Luego, la distancia entre los hermanos es hasta un hecho simbólico. Lo que cuenta es el sentido de lo elíptico, de ese giro imaginativo que pone a uno frente al otro. Y es un giro imaginativo que cuenta con un dato no menor: “soy también el otro.” Si es así, yo mismo me increpo y tú eres mi referente. “Ser humano” no es sino la parábola del misterio del otro, sin el cual nada soy. Un poco eso es la nouvelle…un poco.
Juan Carlos Ramírez Figueroa
Periodista
Director LuchaLibro
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