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EL DESCONCIERTO DE SEGUIR VIVOS
"El asombro" de Juan Mihovilovich. Simplemente Editores, 2013

Por Oscar Barrientos Bradasic



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Un hombre despierta en medio de la noche en un pueblo olvidado y siente como la tierra se estremece bajo sus pies. Es lo telúrico y siniestro que conlleva esa noche primigenia donde los humores del territorio parecen haber desgarrado el manto que lo cubría, la vacía civilización que se emplaza como una maqueta cualquiera. Sólo su perro acompaña a este hombre en ese instante donde todo naufraga y se derrumba.

Decir que esta es la trama de la novela El asombro de Juan Mihovilovich es quizás un apresuramiento, pero en su fragmentariedad puede servirnos para entender los laberintos y señales de ruta que inspiran este trabajo, probablemente bastante diferente a sus anteriores novelas. Siempre me ha parecido que la literatura de Juan es original, en el sentido más primero de la palabra, tiene origen. Asocio muchas de sus páginas al monólogo dramático y en ese terreno me da la sensación que este relato no escapa a esa estrategia de forjar soliloquios cargados de tristeza existencial.

Quizás porque Juan ha transitado las planicies de la fabulación literaria sin renunciar al latido de lo experiencial. Lo que entendemos como el canon narrativo faulkneriano o malrouxniano, aparece en Juan siempre absorbido por el acicate de lo real. Grandes y complejos los abecedarios que nutren el ejercicio de un escritor.

El título de esta novela que me recuerda un poco a los trabajos de Kundera, comparte tal vez la misma tentativa del célebre autor checo de atribuir a un concepto la naturaleza tajante que anima a sus personajes.

El terremoto que sacude al territorio tiene que ver con la voluntad narrativa de desestabilizar algunos códigos de lenguaje y viajar con este narrador por momentos circunspecto, por momentos aterrado, sin otra brújula que la certeza del deslumbramiento. La palabra asombro etimológicamente deriva de la voz latina “umbra” y puede traducirse como salir de la sombra. De esta manera el personaje que nos propone Juan Mihovilovich transita entre los escombros huyendo de los emblemas de la muerte, sorteando el sino fantasmal de la desdicha. De ahí que huir de la sombra sea reencontrarse con la humanidad precarizada, en estado de devastación absoluta y que sin embargo, insiste en apostar por la sobrevida. Sin embargo, este pueblo que no es otra cosa que villorrio trizado y en ruinas se ha convertido en una combinación entre Comala y  los desiertos de Duna  y en sus lúgubres rincones habitan seres movidos por el instinto más animal de sobrevivencia. De hecho, una de las imágenes más logradas es un búho que gira su cabeza en la oscuridad como proyectando en el telón infinito de ese espacio, los signos de la depredación.

Si Rousseau enarbolaba la efigie poderosa del mito del buen salvaje, en la novela que nos convoca todos somos en gran medida depredadores. La vida ha perdido por completo su diseño primario y es un halo desleído que observamos en las sombras que circulan como parias por ese pueblo infesto, por eso urge a esa voz narrativa diluida en la vacuidad del tiempo escarbar en los mapas de la condición humana, aunque sea para desengañarse.

 Hay un río donde flotan los cadáveres y en ello, no se concreta la promesa del descanso eterno sino la danza macabra, el rayo que parte la noche en dos anunciando un abismo. Pero este hombre sabe que es probablemente su perro quien está más al tanto de los ritmos secretos que gobiernan la tierra y que las superestructuras que nos gobiernan significan poco o nada en este paraje de desolación.

No pude evitar, en medio de la lectura, evocar una frase de Cioran: “Si no poseo el gusto del misterio es porque todo me parece inexplicable, o mejor dicho, porque lo inexplicable es mi único sustento y estoy harto de él”.

Registrar el caos como si fuese la moneda de cambio que nos entrega el destino para acceder a las inestables certezas de nuestra progenie pudiera ser la tarea central de este narrador desencajado que siempre se muestra propicio al desconcierto.

Creo que en gran medida la imagen de la casa terremoteada es ante todo la noche oscura del alma. Todo aquello que cobija al personaje es ahora un conjunto de materiales y recuerdos ahora inservibles. Una vez más el equipaje del silencio lo cubre todo. Pero aquí la autobiografía no funciona necesariamente como la llave que abre las puertas de la comprensión, sino que cataliza y potencia la sórdida itinerancia de este hombre en medio del descampado, empapado por el rocío y aún así absorte por el peso de la intemperie. Pero como dice César Vallejo “el cadáver siguió muriendo”.

El asombro es también la bitácora de un viajero por los círculos concéntricos de la muerte, ya que el sol y el mar son sólo trazados de un dios caprichoso que ha decidido desordenar las piezas de su ajedrez.

Muchas veces Juan me ha dicho que entiende su literatura como un oficio por instantes redentor, capaz de revisitar la casa terremoteada de nuestros espectros, esos mismos que se colaron en nuestra infancia para atormentarnos. A la manera del personaje de su novela aspira a la resurrección, a ser el Lázaro que emerge en medio de la ciudad sitiada por la catástrofe. Tengo la sensación que El Asombro constituye una importante reflexión acerca del vacío y que quizás en esos derroteros las sombras serán la única coartada para no sucumbir ante nosotros mismos.



 



 

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"El asombro" de Juan Mihovilovich.
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