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El sobrino de Wittgenstein, de Thomas Bernhard
Editorial Anagrama, 2015. 144 páginas

Por Juan Mihovilovich


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“En aquella época había sido abandonado también por todos,
porque yo los había abandonado…”  (pág. 45)


Bernhard ha construido un monólogo delirante, perspicaz y coherente sobre una relación de amistad sostenida por más de doce años con Paul Wittgenstein, sobrino de Ludwig, ese relevante y estremecedor filósofo, matemático y lingüista del siglo veinte que influenciara a una parte significativa del pensamiento moderno.

Desde la visión “encerrada” de Thomas Bernhard en un establecimiento hospitalario para tuberculosos sostiene una relación fraternal con Paul, quien padece los signos inequívocos de una demencia progresiva que, no obstante, no se contrapone en lo absoluto con la brillantez de sus deducciones, con la acida crítica de las instituciones formales del hombre contemporáneo, de su incisiva penetración de la sicología mundana y el desenmascaramiento constante y profundo de los desarreglos y confusiones a que ha arribado la presente humanidad desde mediados del siglo pasado en adelante.

Bernhard sostiene largas conversaciones con Paul Wittgenstein, pero ellas están insertas en el discurso que irrumpe sin cesar en la propia problemática del narrador, en sus cuestionamientos asociados al de Wittgenstein, en la elucubración de un pensamiento dual que pareciera fundirse permanentemente y hacer de ambos personajes un solo individuo, apenas escindido por la voz narrativa. Y aquello sucede en los encuentros esporádicos, pero de una intensidad sublime, que van desde el manicomio donde Paul es sometido a tratamientos intensivos hasta el espacio hospitalario donde Bernhard recibe el propio, producto de su tuberculosis.

La influencia de Paul Wittgenstein en el desarrollo de la personalidad de Bernhard no puede ser más decisivo e involucra una forma de ser y estar en el mundo que desvirtúa los cánones tradicionales de una sociedad como la de Viena, plena de acomodaticios, de mediocres auscultados al dedillo por ambos, de las relaciones asociadas al ámbito literario plagado de vanidades personales  y que deambula alrededor como una rémora alicaída, sin que pueda alcanzar a disociar la lucidez con que el narrador se inmiscuye en ellas y de qué manera logra salir incólume de tanta frivolidad y superficialidad, de unos congéneres que menosprecia en sus desquiciados anhelos de fama y egolatría ilimitadas.

Y no sólo eso.  Bernhard logra estructurar, como pocos, un análisis profundo y descarnado  de los recintos hospitalarios de una Europa igualmente decadente, con una penetración mordaz sobre la “cualidad” del ser enfermo y del “ser sano” que, cualquier aspirante a ser titulado en medicina debiera al menos  conocer.  La distinción y la crueldad con que el individuo normal trata a un enfermo está resumida en una eventual condición de aparente normalidad que sitúa a éste por sobre aquél, colocando a la enfermedad como un estigma monstruoso que debe ser “asistido”, que debe ser “considerado”, pero donde la misma consideración carece en lo absoluto de una preocupación real, íntima, empática, lo que hace que la asistencia  del sano hacia el enfermo esté teñida de una moral hipócrita que apenas tiñe levemente la conciencia personal con su asistencialismo ramplón, molesto, con plena ausencia de solidaridad real.

La influencia, entonces, de Paul Wittgenstein sobre Bernhard sitúa a éste en un dilema permanente: todo lo que ocurre en su entorno está matizado con aquella sensibilidad perceptiva inusual, de una agudeza extrema, y que por los mismo resulta tremendamente descarnada a la hora de poner en la balanza al genio desquiciado de su amigo y a la mediocridad ambiental en que la sociedad europea ha devenido de manera catastrófica.  Si se suma a ello las reflexiones tensas sobre la vida y la muerte y de cómo ésta arremete sin piedad sobre su amigo del alma desde mucho antes que la misma se materialice, podemos concluir que la novela de Bernhard se ubica en las antípodas de las narraciones convencionales, supera los estrechos márgenes de las historias comunes y corrientes y se inmiscuye en los vericuetos del alma y el dolor humanos como escasos narradores recientes.

Sin duda, un relato apasionante de principio a fin, que nos reconcilia con una forma de narrar desde “adentro” y que establece siderales distancias con los experimentalismos de segunda mano, que han hecho de la novela actual, salvo las naturales excepciones del caso, una seriación inacabable de lugares comunes y trillados hasta la saciedad.

Un libro que, sencillamente, vale la pena, y un autor que merece estar entre los grandes de las últimas décadas.


 

 

 

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Editorial Anagrama, 2015. 144 páginas
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