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EL ESTUPOR DE KAFKA
Sobre La Lámpara de Kafka & otros cuentos de Luis Herrera
Ediciones Inubicalistas 2013. 94 páginas

Por Juan Mihovilovich

[Epílogo]

 


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Bastaría centrarnos en La lámpara de Kafka para justificar con creces este libro. Y al decirlo, no estamos, ni con mucho, desmereciendo el resto de las narraciones. Por el contrario. Premunido de un talento innegable, Luis Herrera nos pasea por derroteros inciertos, dotado de un lenguaje certero, con giros idiomáticos seductores desde las primeras líneas, como si las palabras estuvieran conectadas por obra y gracia de un espíritu propio que nos incita a continuar en busca de un desenlace imprevisible. O ni siquiera eso: solo avizorar que tras cada párrafo escrito a conciencia deviene una secuencia de luces y de sombras que nos sacuden por dentro.

El universo entero al alcance de la mano o de los sentidos -o del sinsentido- de situaciones, a priori imperceptibles, salvo por un señuelo dejado como al azar o en la expresividad de un lenguaje enunciativo, de algo que está, invariablemente, más allá de las apreciaciones físicas, y que refleja un carácter anticipatorio, por obra y gracia de la palabra o sencillamente del sueño en que los personajes de Herrera parecieran vivir como algo real. Y después de todo, ¿dónde radica una eventual diferencia? ¿Qué hace que estas narraciones perduren si no es su implícita necesidad de subvertir nuestra modorra intelectual y hacernos patente que el mundo que conocemos difícilmente es el mundo que entrevemos?

Por eso -o por nada de eso- estos cuentos nacen y crecen con una perfección inusual, como si su hálito narrativo fuera deletreado por un buril que cincela sin aspavientos cada interioridad para mostrarnos una historia que nunca es la historia en sí, sino que deviene en escarceos sigilosos y calculados sobre los que se erige una personalidad equívoca o un hecho veladamente sugerido (Un hombre en el plano).

No hay palabras demás. Cada frase es un apronte para una finalidad específica. Así, desde Belisario Vildósola y La envidia hasta Juan Rosa y el lenguaje imposible se cruzan lúdicas biografías que desnudan, primero, ese mundo aparte de los escritores provincianos o de trastienda, siempre a la expectativa de una esquiva oportunidad; y luego, ese universo anhelado (Juan Rosa) de crear una obra trascendente, ligada a la esencialidad más profunda de las cosas y los seres, así se trate de una escuálida metáfora de lo imposible, o de la ignorada y supuesta reflexión con que Dios estableció la materia y su verbalización. Y con ello el inevitable sello de su desarrollo y muerte. Y con ello también, la imposibilidad de alcanzar una eternidad donde ni las piedras ni la simple voluntad bastan. O de alcanzar el éxtasis nocturno con ojos lacrimosos, mientras se envidia al ícono literario supuestamente inalcanzable.

Luego, incursionar por las escindidas creaciones de Herrera deja una sensación ambivalente. Tenemos esas metáforas condenatorias erguidas a partir de un relato patético como La pena máxima o estremecedoramente brutal como El fin de la historia, donde se evidencia con maestría de qué modo las causas y efectos se entrecruzan para hacernos creer que hay un sello de íntimo determinismo en cada gesto, en un hecho virtual, un accidente o, por último, en la reproducción sistemática del dominio de unos sobre otros. Y paradójicamente, tras el sello oprobioso y oculto de la femenina soledad, surge un destello quizás, un manoteo al cielo y el fruto de un nuevo ser que nunca será otra esperanza, sino la misma y confusa maldición que es preciso interrumpir antes que se reproduzca.

Y después La caída de Armando Briceño, alegoría de un machismo de utilería, de la intolerancia y la separatividad, de los prejuicios y las incomunicaciones incontrarrestables. De ese andamiaje sobre el que se yergue una sociedad en crisis y que termina por sacudirse desde sus cimientos telúricos como el prenuncio de tiempos que todavía son un difuso perfil de nuestra propia historia. Y entremedio esos Seis segundos donde la temporalidad resulta un crucigrama, el juego invertido de una mente incontrolable, que apenas puede emigrar por los intersticios del subconsciente para inocularse en los deseos y fobias más recónditas. Y ello a partir de la nada. O de la simple gestualidad que se aparta de un libro y su lectura para huir sin otro destino que un siquismo a la deriva.

O, esconderse en ese relato conmovedor que es Perro; la metamorfosis circunscrita a un devaneo fantástico que nos traduce el análogo universo kafkiano, la enrarecida atmósfera de la bestialidad entronizada como una herida visceral y acomodada luego al espacio, para que animal y ese «bípedo implume» interactúen hasta con-fundirse y ser la misma diferencia, la angustiosa maldición, la ferviente infidelidad y el tormento perpetuo del rechazo tras la frágil condición humana.

Y por último, La lámpara de Kafka, un relato magistral, asociado a ese juego permanente de oscuridad y luz que nutre la obra de Kafka en su totalidad. Un homenaje explícito a una literatura que camina por arenas movedizas, donde el inspirar, asfixia, y los gemidos encubren la agonía de vivir sabiendo que en cada exhalación sanguinolenta el universo entero se contrae. He ahí la lámpara de Otto Von Ruttermayer, el mediocre electricista que nos traslada hasta el cuchitril del célebre escritor, luego de pasearse por la historia europea como el prenuncio de su inmortalidad. El derrotero de esa lámpara fue mimetizarse con lo sombrío de su personalidad y desde su temperamento insondable encender una débil llamarada que nos hiciera palidecer ante su genio. Una alegoría del siglo y de la historia, del encierro y de la trascendencia. De la humanidad, claro está. Pero sobre todo, de una eternidad que Herrera vislumbra, aclara, sortea y probablemente, gane.

Este preclaro libro no es sino un claro efecto delestupor de Kafka, aumentado al infinito entre los trizados restos de su retrato todavía enmarcado en un cuadro caído desde una pared y cuya mirada se niega a reconocernos. Y a reconocerse.

Pero que está ahí.

Y Luis Herrera lo intuye y porque lo intuye, ama ese doloroso misterio de escribir.



 



 

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