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BAJO EL ARBOL DE LOS TORAYA
Autor: Phillippe Claudel
Novela. 172 páginas.
Editorial Salamandra 2017
Por Juan Mihovilovich
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En un remoto pueblo de Indonesia sus habitantes han hecho de la muerte un rito sagrado. Por días, semanas, meses y a veces años, conmemoran el fallecimiento de alguien cercano y se efectúan largas romerías, traslados de amigos y parientes hasta colocar el cadáver en nichos excavados en las rocas. Después los nichos de abren y los huesos se desparraman intencionadamente en su regreso a la tierra. Si muere un niño su cuerpo es colocado en un agujero efectuado en la base de un árbol legendario y es cubierto con un entramado de telas y ramas. Luego se cierra y el tiempo y la descomposición material hace que el cuerpo se reintegre a la tierra para elevarse finalmente hacia el cielo a través del tronco, sus ramas y sus hojas.
Con este preámbulo como telón de fondo, Philippe Claudell ha diseñado una novela que habla de algo muy sencillo: de la vida y de la muerte. Pero no expuesta de una manera convencional. Hay en su desarrollo un discurso original que va delineando la existencia humana, la amistad del narrador con alguien muy próximo que morirá de cáncer, Eugene; del amor como extensión de la relación de pareja con su ex esposa, Florence; y de su amante, Elena, una mujer joven con la que establece un vínculo que excede los meros apetitos carnales.
Durante todo el desarrollo de la novela, la trama parece esencial, básica, toda vez que se remite a focalizar la subsistencia desde la perspectiva del decurso temporal y el decaimiento que va generando la extinción inevitable del plano físico. Pero también incursiona en una necesidad trascendente que deviene en exploración de las relaciones humanas más cercanas y en especial, de la ligazón entrañable del personaje central con Eugene, amigo cineasta como él, que les ha ayudado a explicarse el mundo y el sentido profundo de la fraternidad entre los hombres.
Con estos elementos someros Claudell da muestras, una vez más, de su talento innegable como narrador, el que ya desplegara en sus obras anteriores: La nieta del sr. Linh, Almas grises y El informe de Brodeck. Provisto de una prosa cercana a la poesía estructura un universo de clara belleza conceptual sobre cómo el intercambio de efectos auténticos valora la vida y de qué modo su sinceridad preanuncia la exigencia oculta y visible de la muerte.
No hay que buscar segundas interpretaciones en este texto luminoso. La necesidad de amor acude también como preludio imprescindible ante el proceso irreversible del desangramiento de los seres vivos. La pérdida inevitable de lo que se ama se diluye, pero es una ausencia que provoca el dolor de sentir intensamente la propia vida personal. Su visión de mundo se compenetra de lo que se encuentra a diario y se proyecta de forma velada sobre un desplazamiento de las emociones hacia aquel misterio que causa la muerte, a pesar de ser un hecho conocido y lapidario con fecha incierta, pero que en nuestro universo occidentalizado es una carga que se esquiva, que se asume continuamente de espaldas a su realidad.
La contraposición del ritualismo de los “toraya” entonces, surge como una ambientación de ensueño que, no obstante, estar circunscrito a un par de páginas iniciales da la pauta de cómo el personaje central busca entre sus semejantes la disimulada proyección de la decadencia física.
Y el desenlace otorga un fuerte halo de misticismo practico que hace entender por qué estamos de paso por la vida y cómo el proceso individual se engarza con la belleza sublime de la procreación.
Un nuevo acierto en la señera obra de Claudell que nos llama a incursionar por nuestros propios dilemas, los más íntimos y aquellos que nos parecen difusos, inalcanzables, pero que surgen a diario en la contemplación de los detalles domésticos que hacen que la vida, con todas sus desventuras y sufrimientos, sea digna de afrontarse.