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“ESPEJISMOS CON STANLEY KUBRICK”
Novela de Juan Mihovilovich. 144 páginas. Simplemente Editores, 2017

Por Gustavo Boldrini


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Por supuesto que una sucesión de relatos, aunque nazcan de una sola mano y se nutran de única vida, pueden hacer una novela. Es la de Juan Mihovilovich, en ejercicio de biógrafo y biografiado. Así, al menos los que le hemos seguido en cercanía, conversando, leyéndolo… reconocemos sus hitos biográficos, aunque ya hayan mutado, haciéndose universales tras entrar a un vertiginoso juego de espejos y sus interminables refracciones. La novela se llama “Espejismos con Stanley Kubrick” y trata de la multiplicidad del alma.

Como no basta la biografía de “pelos y señales” para describir una vida, es el ejercicio de la literatura y el arte lo que habrá de conectar las anécdotas de un pretérito cotidiano hacia el filo de las eternas preguntas sobre lo humano. Así, posibles respuestas, ciertas o seguras, ilusorias o tramposas... suman y construyen el triunfo o la tribulación del sentido de la existencia, desde lo más abstracto o hermético de la desconocida razón de escribir.

Para el lector, el desconcierto avanza y promete desde el discurso intrauterino de Iván Aldrich. Su necesidad de filiarse, desde antes de su nacimiento, es enajenante. Al estar en una incubadora piensa sobre las dificultades del nacer. A los siete años, un extasío frente de los gusanos le lleva al primer horror vital. Del ataque de una rata nace el convencimiento de que todos lo somos y sin embargo hay que luchar en contra de ellas. Un empacho, las ventosas, la obesidad, el enflaquecimiento y una primera desilusión amorosa… ya no son biografía pues, transfiguradas, son la primera imagen de los símbolos que han de construir las certezas cifradas o las trampas al único relato que hace la novela.

Los reveses de la existencia, que tanto gustan a Juan Mihovilovich más la gravedad del tema, apuran la pregunta acerca del porqué se escribe, sobre todo cuando para la mayoría de los escritores no es tema explícito. Así, sin respuestas, queda claro que nadie se atreve con sus más íntimas “verdades” y, al contrario, se tiene la certeza de que la extroversión o la construcción de una nueva conciencia deben ser sin dolor. No es el caso de J.M., pues desde el intento de construir esa conciencia, nace la razón y la posibilidad de su novela, aunque sea dolorosa. Entonces recuerda, analiza, describe los hechos concretos o las significaciones conceptuales que, desde el raciocinio o el juicio de Iván Aldrich, son necesarias para entender las vidas paridas por el arte.

Por supuesto que en el pensamiento y revés de toda persona hubo el intento de asesinar al rival y, por lo tanto, un sentimiento de culpa que se extiende a todo… Si se está en Punta Arenas, una sirena de nieve es posible; también su elogio y la perpetuidad de un enamoramiento. Y tras el furor de la primera urgencia sexual (quiéraselo o no) la aparición de la vida como un irrefrenable listado de simbólicos sucesos: la caza del playerito, los que quedan heridos, aquellos que se arrepienten de haber asesinado… De regalo, un rompecabezas. El miedo a la locura. Preguntas a la genética. Los sueños, siempre. El hermano menor. Con todo, la vida ya está desatada y, como si fuese un moralista manoteo final, estos sucesos al parecer detonan la búsqueda de la más necesaria razón de una utopía redentora.

El narrador ni por nada quiere abandonar la metafísica de su método; tampoco (¡y esto sí que es autobiográfico!) la dialéctica del juicio para interpretar, implacable, la humanidad que va naciendo desde su trama. Se expone al dolor para conocer, y comienzan a desgranarse los síntomas y las sentencias en la vida de todos los Iván Aldrich del mundo. Si la violencia es el punto de partida en esta novela, ella se debe a ese primer yerro existencial que llama a la culpa. Una culpa sublime, pues el pecado vulgar es una culpa práctica. El moral “manoteo final” pareciera desparramarse: las culpas como cosa religiosa; pues se lloran y llaman al arrepentimiento. El arrepentimiento es fervor. El extravío también es una cosa moral, pues es camino a la perdición. Otras agravantes: desamparo, incomunicación; violencia, que es abuso de fuerzas, incontinencia. Violencia como un atentado. Al fin, no hay caridad para los “vivientes” en esta novela sobre la vida. Pero...

Pero las figuras literarias, aquellas más dóciles al símbolo, surgen para guiar un orden intangible a la razón de lo descrito. Sin embargo, no hay que engañarse con los sueños, los espejismos, las alucinaciones…, pues a menudo son el simple reflejo o el desvanecimiento de una imagen real. De verdad, en Mihovilovich, parecen ser un residuo o la distorsión de lo que en verdad se anheló; son lo único que se nos regala para nada y para todo. En la novela, el reflejo y su regreso, son un eco infinito, casi un artilugio de M.C. Escher.

El adolescente Aldrich muy pronto se sacude de su historia vernácula y le vemos aparecer, adulto, en otra ciudad; ahora en afanes laborales y, como siempre, en búsquedas existenciales. ¿Sale de un sueño para adentrarse en otro? Todo, en un abrir y cerrar de ojos. ¿O será que nunca salió del primero?, aquel intrauterino en el que ya entrevió el final celeste del recorrido.

Un nombramiento de juez lleva a las liturgias socioreligiosas de un pequeño pueblo y también a los que quisieran, con éstas, cerrar el ciclo de las búsquedas almáticas; la lectura de un libro venerado, tanto, “como si allí dentro estuviera resuelto el enigma de la existencia” (p.113). Hay un decisivo viaje al Brasil; la reunión con un anacoreta; una muchacha que lee “Encuentros con la muerte”. La pesadilla queda instalada, pues todos sus componentes, entrelazándose unos a otros, parecieran juntarse en un nuevo espacio etéreo, aquel en donde Aldrich puja con su propia conciencia.

¿Y Kubrick? Está siempre al final y al principio de este laberinto de lo humano. Es, ahora, el arquetipo de lo inasible; de aquello que no logra escapar ni a ser descompuesto por el caleidoscopio de Iván Aldrich. Es que ya en el principio de su nueva Odisea, se lo había entrevisto como el primer final de sí mismo.


 

 

 

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Novela de Juan Mihovilovich. 144 páginas. Simplemente Editores, 2017
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