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         A MARINO MUÑOZ LAGOS
        
Por Juan Mihovilovich
        
        
          
        
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            “Cerca de la última soledad/ teje el árbol su más sólida armadura/, sus  canciones y sus sueños/. El viento cambio la dirección de su savia/ hizo de  cada rama un jeroglífico/ y tocó a sus albores/ las flautas torrenciales/ de  las húmedas esquinas del planeta/. (Marino Muñoz Lagos)
          
        
        Uno que no fue marino, pero que  recorrió los mares del sur premunido de una palabra única, sencilla y  vital.  Uno que no surcó las estrellas,  pero que fue el astronauta en tierra que nos apuntó con su dedo mágico los  resplandores del cielo.  Uno que nos  enseñó el hechizo de la tierra, de sus reproducciones eternas, de sus vínculos  secretos con el misterio de la vida y nos empapó de lluvia y de mutismos  mientras el tiempo se esmeraba en agotarlo todo.
         Pero, ese uno tenía también su  complemento: ella, la amada y amante sigilosa que lo acompañó en sus  territorios de sueños, de palabras hechas ideas y sustancia; ella, doña  Eulalia, la fiel, la abnegada, la voz seductora de la madre y de la amiga,  allí, enraizada en la raíz misma de la vida de Marino, asociada con su voz de  trueno o de estampido. 
         Y es que Marino Muñoz Lagos era esa ave  caprichosa y libre con que firmaba su nombre y deletreaba los cielos en busca  de sí mismo.  Y al buscarse en los ojos  de los otros se hallaba también en los nuestros. 
         Marino fue el navegante secreto de  nuestra adolescencia, el polizonte seductor con que bañó de ilusiones un tiempo  que se nos iba de a pedazos.  Y entonces  sus versos nos rescataban del miedo, del temor de vivir, de morir un día cualquiera  sin una lápida que nos recordara. 
         Marino cantó a los vientos magallánicos, a sus  arboledas eternas, al frío de la Patagonia, a sus lagos multiplicados como  esporas, a sus aves discretas y altisonantes cruzando las estepas heladas, sus  ríos congelados, su fauna y su flora en su belleza casi fantasmal.  ¿Cómo no enorgullecerse luego por sus versos  premunidos de luz y de tibieza en medio de una tierra indómita y al fin  domeñada?, ¿Cómo no sentir sus huellas y sus pasos, sus giros del idioma para  que descubriéramos el sentido de los seres y las cosas?
         Uno que no fue marino ha partido  navegando hacia los confines del universo.  
         Desde su nuevo e ilimitado espacio  nos envía ahora su pluma renovada, su espejo, su vibración inmortal,  el cálido brillo de sus palabras para sentir que alguna vez pasó entre  nosotros, sublime y modesto, por estos parajes de frío, de vientos y silencios.