Que no hay cuerpo y que somos
un solo ser llamado existencia.
-Llanto Glacial- Alejandra Moya
Alejandra Moya va tras sus nuevos pasos, como trazados con un estilete
invisible sobre los antiguos. Con una narración de ecléctica belleza, ella
camina sobre y bajo los residuos de nuestra civilización. Lo hace premunida
de una consistencia verbal y adjetiva no común: la palabra que acota, que
desmitifica, que deduce y cautiva, que penetra hasta los tuétanos de un lector
que mira asombrado los ojos de un espejo que simula reproducir un rostro
ajeno.
Es que estas lagunas exceden lo estacionario. Se mueven. Navegan con uno
hacia un destino que pareciera establecido y que, sin embargo, es inestable, a
veces dubitativo, en otras preclaro o seguro de su incertidumbre. He ahí la
paradoja de una escritura excelsa que se mueve en los derroteros femeninos
del abismo.
Alejandra Moya incursiona en lo pantanoso de una tierra fértil, se inunda del
agua de una niñez que perdura en una evocación siempre inquieta, que
destroza ocasionalmente vidas menores y la convierte en exegeta de su propia
gravidez.
En estas narraciones premunidas de escudos que contienen agujeros
imperceptibles se establece un deseo incorruptible, virtuoso, a pesar de la
desintegración sin vuelta de la materia: ser mejores, no en el sentido puritano
y ritualistico de ciertas religiones o ramplonas instituciones, no en la
decadencia de los imperios agonizantes, sino en la esencialidad del ser y de la
forma que lo constituye.
Entre balbuceos del alma femenina que intuye una humanidad nueva la
descomposición del átomo no la deja indemne. Pero, aquella alegoría es,
sobre todo, un acicate: allá, en el entramado de un continente que huele a
catástrofe envuelto en su alarido demencial clamando a los cielos, hay un dejo
de irónica tristeza a punto de parir un nuevo día.
Luego la maternidad renace como un bosquejo geométrico desde los sueños
del hermano que ha partido en una supuesta caída libre, de sus latidos
memorables en medio del caserío o un bosque nativo, entrelazada con ese
espacio que viene desde lejos, de alguna parte en que los genes niegan su
mortandad anticipada.
Entonces, Alejandra recobra el sentido de un viaje. El trayecto es nuevo. No
puede ser de otra manera. Ha transitado por las constelaciones y ha urdido
orgasmos y recreaciones reales e imaginarias anhelando amar sin tregua todas
las miserias: las propias y las ajenas.
Este es un libro que nos incomoda. Sin duda. Es un texto que nos sacude y
nos deja atónitos auscultando nuestra intimidad: allí, en lo “oscuro diáfano”
de las convergencias donde las estaciones se niegan a pasar inadvertidas. El
padre, la madre, el pueblo y sus contornos crecen y se disuelven en medio de
una sociedad ahíta de hartazgos superfluos. Y, sin embargo, un niño gime
dentro. Un niño apunta con su dedo embrionario a las multitudes y Alejandra
Moya resucita. Eso es todo.
Y es más que suficiente para que leamos este libro como un parto diferente,
imprescindible y absolutamente necesario.
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dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Simples aproximaciones.
«Lagunas de estación» de Alejandra Moya Díaz: más allá de las caídas libres.
Por Juan Mihovilovich