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«Almas muertas», Nicolás Gogol
Novela. Editorial Nórdica Libros, 2017; 400 páginas.
Por Juan Mihovilovich
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“Las pasiones son innumerables, como las arenas del mar, y todas
difieren entre sí, todas, bajas o nobles, comienzan por ser dominadas
por el hombre; luego se convierten en tiranos.”
(Las almas muertas)
“Todos procedemos de Gogol.” (Dostoievski)
Nicolás Vasilievitch Gogol nació en Poltava, Ucrania, el año 1809. Es un espacio geográfico que dio pábulo a las fracasadas incursiones de Occidente, trátese de Napoleón en su momento o de Hitler con sus ejércitos motorizados después; de ahí que Poltava es un fragmento heroico de la patria rusa y del alma de ese pueblo indomable. En ese ámbito se desarrolla inicialmente el genio literario de Gogol: la mezcla de una ironía punzante, de contradictorias notas de alegría y tristeza que hizo decir a sus primeros críticos que “había logrado descifrar la verdadera risa humana”, y que más tarde hará exclamar al gran poeta Pushkin a propósito de este autor prodigioso: ¡Dios, que triste es nuestra Rusia!
¿Cuál es entonces la magia de Nicolás Gogol a más de 180 años de las primeras ediciones de sus obras que marcaron a toda una generación rusa? ¿De dónde emana ese fulgor que transmuta sus palabras en signos de adelanto y las sitúa en un presente que pareciera haber sido escrito a contrapelo de la historia?
Quizás sea porque los personajes de Gogol son exactamente los mismos seres fantasmales que deambulan extraviados por la sociedad moderna, desafiando sus propias miserias personales, que intentan descifrar el mundo que habitan premunidos de un falso pudor por el poder y que como en las páginas de Gogol ignoraron el cruel sometimiento de los mujiks, (campesinos que eran propiedad de terratenientes), de amos insensibles, de quienes construían sus palacios a orillas de aldeas como parte de su extensión patrimonial. Desde allí domeñaban a las “almas perdidas”, seres desprovistos de futuro, que solo vegetaban y morían al amparo de una fuerza omnímoda que los relegaba a ser simples objetos de compra y venta, del uso y goce de su fuerza vital mientras ocupaban un sitio temporal. (Probablemente una rara analogía con el tecnologizado y avasallante mundo contemporáneo del progreso desigual).
Gogol fue el claro precursor de la literatura rusa que advirtió el mundo miserable en que la sociedad de su época desplegaba sus señoríos y atesoraba las influencias de países más sofisticados como Francia o Inglaterra. La elite aristocrática soñaba con la imitación seudo burguesa de clases poderosas, que transmitían sus herencias de generación en generación. En ese espacio, mezcla de campesinado empobrecido y cortesanos acaudalados, se desplegaban sus personajes, entre ellos Chichikov, un emulo perfecto (o imperfecto, en suma) del individualismo exacerbado que únicamente pretendía apoderarse de las “muertas almas” campesinas.
De pronto Chichikov descubre que la compra de los muertos le otorga un beneficio personal. Ser dueño de “almas”, le ofrece una perspectiva de hombre acaudalado: podrá hipotecar centenas de supuestos individuos ante los bancos, con que obtendrá apoyo de los prestamistas, quienes representan la usura mundana concediéndole favores monetarios. Pero quedarse en esas premisas básicas puede ocultar la verdadera esencia de la narrativa de Gogol. Su literatura enseña una verdad diseminada, como esporas, de la irrealidad rusa desprovista de justicia y de sentido trascendente, otra de las peculiares paradojas de su obra. Desentraña el alma de sus compatriotas y, al hacerlo, extrae de sus vidas paupérrimas una desesperación ineludible. Los dueños de la sociedad deambulan en sus elegantes carruajes sorteando los baches de un destino general que padece la enfermedad de la melancolía. Sus entretejidos narrativos son una hebra apenas insinuada y, quien tire de ella, desenrollará la existencia multiplicada del dolor, del agobio y la ausencia de esperanzas. Al diseccionar a sus personajes, sin embargo, muestran ser parte de una comedia del absurdo e intenta arrancar sus misterios con un humor lacerante, oscuro y pesaroso.
A través del tránsito de Chichikov —de sus delirios de grandeza y la falsedad con que encubre la mayoría de sus actos, de las máscaras que utiliza para engañar a quienes lo ven como una suerte de elegido— va urdiendo un increíble plan irracional que lo sitúa a la par de los ostentadores de la riqueza rusa como el emblema de los ambiciosos que urden la trampa y el artificio para obtener un puesto socialmente aceptado y respetado. Pero claro: el ovillo de la madeja tarde o temprano se despliega. El aventurero Chichikov emergerá desnudo y desprovisto de defensas como un ladrón cualquiera… atrapado en un callejón sin salida. Allí clamará por el perdón, se arrepentirá a medias todavía, calculando que la gracia divina puede ser obtenida con promesas de segunda. Siberia se advierte como su destino eventual.
Chichikov apunta a ese espectro de una sociedad rusa decadente que presagia el fin de un siglo de dominaciones y dolores inexpresables.
Gogol se alzará entonces como el maestro de Dostoievski, como el discípulo adelantado de Pushkin, como el implícito predecesor de un mundo nuevo.
Releer a Nicolás Gogol en estas décadas de incertidumbre humana no sólo es un placer estético inigualable y un imperativo ético, sino también una exigencia actual que nos ayuda a intentar dilucidar el inefable misterio del alma humana.