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LOS AMORES TARDÍOS.

En torno a “La sinfonía fantástica” de Camilo Marks y “Sale el espectro” de Philip Roth.

Desde Nueva York, por Jorge Marchant Lazcano.


 

Nathan Zuckerman, el alter ego del escritor norteamericano Philip Roth, hace un tremendo descubrimiento en medio de la narración de “Sale el espectro”, su más reciente novela (Random House Mondadori, 2008): “A los setenta y un años estaba aprendiendo lo que se siente al estar trastornado –escribe -, comprobando que, después de todo, no había terminado el descubrimiento de mí mismo. Comprobando que el drama que suele asociarse a los jóvenes cuando entran de lleno en la vida, también puede sobresaltar y asediar a los viejos (incluidos los viejos resueltamente armados contra toda clase de dramas), aun cuando las circunstancias los preparen para la partida.”

Y agrega: “Tal vez los descubrimientos más poderosos estén reservados para el final.”

¿Y que descubrimiento puede ser más poderoso que el amor? ¿O lo que se parezca al amor? ¿O lo que creemos toda la vida que es el amor?

Con asombrosa simetría, los personajes de esta novela, y los de “La sinfonía fantástica” del escritor y crítico chileno Camilo Marks (Random House Mondadori, 2008) descubren que, “un gran amor tardío entra en pugna con todo” al decir de Roth.

En “La sinfonía fantástica” tenemos a dos personajes claves. Eugenio Ordenes, un crítico frustrado, o un lector con serias intenciones de convertirse en crítico, quien arrastra una vida de soledad y derrota a los cincuenta y tantos años. Hacia la mitad de la novela entra en escena Silvia Fernández Alday, triunfante y solitaria profesora titular de Literatura Española  Medieval, quien también a los cincuenta y tantos se enamora perdidamente de un alumno incluso menor que su propio hijo. Ordenes no camina hacia ningún amor concreto, porque parece sólo interesado en los libros que lee con pasión y furia y en el incierto destino que le propone una autora de best-sellers y del cual nosotros como lectores no nos terminamos de enterar. Pero no creamos que, en cambio, la relación de Silvia con su alumno Renato camina hacia la realización, aún cuando tenga una fervorosa carga de descubrimiento por parte del muchacho, y de renuncia por parte de la mujer - a pesar de los sobresaltos y asedios de la carne joven -. Esto provoca en el lector un profundo grado de conmoción: por más que escuchemos una y otra vez la Sinfonía Fantástica de Berlioz, esa infernal ópera sin palabras ligada a la pasión que Renato siente por su maestra y tema de fondo de su tesis de licenciatura, volvemos a aterrorizarnos frente a la imposibilidad del acto, el miedo de la carne, las fantasías no consumidas, el pánico al rechazo que lo aniquila todo. El drama parece correr por igual para jóvenes y viejos.

Es posible que Philip Roth lo aclare mejor en “Sale el espectro”, con Nathan Zuckerman regresando a la ciudad de Nueva York a los setenta y un años. El escritor ficticio había tomado la decisión de clausurarse. Roth habla de “extenuación mental”. Pero está también el cáncer a la próstata que obliga a Nathan a usar pañales y en esas circunstancias, la pasión no tiene posibilidad alguna. Sin embargo, llega a la ciudad, “y en cuestión de horas la ciudad hizo conmigo lo que hace con la gente: despertar las posibilidades”.

Dispuesto a intercambiar su casa en los Berkshires con el departamento de una joven pareja en el Upper West Side, aparece la atractiva Jamie, y desde un principio, Zuckerman cae en “el deseo, la tentación, el flirteo y la agonía”. Con su sabiduría, Zuckerman lo convierte en material de una especie de obra teatral, o improvisación coloquial entre el viejo y la joven casada y deseada, intercalado capítulo a capítulo. Un empalme imposible, sexual y triste. Los fantasmas no tienen posibilidad de hacer el amor. Ni siquiera entre si mismos, como podría haber sucedido al reencontrarse con Amy Bellette, la hermosa muchacha que conoció apenas un par de días en los años 50, y con quien vuelve a toparse en el mismo Mount Sinai, destruida por un tumor en el cerebro.

Pese al supuesto intento de ambos autores por hacer de esta materia algo medianamente jocoso, eso, a mi juicio, no resulta posible. Yo, al menos, no fui capaz de reirme. En el caso de Marks, ni los arrebatos verbales de los jóvenes universitarios chilenos, ni las cartas insultantes de Eugenio Ordenes a la fauna literaria local, ni los textos de esa misma fauna bestselleriana, lo logran. Ni los desvaríos de Zuckerman y los ataques frontales al joven biógrafo que planea escribir una biografía de su héroe literario, en el caso de Roth.

A medida que avanzamos en este descubrimiento de nosotros mismos, y por más resueltamente armados que estemos contra toda clase de dramas, la comedia no tiene cabida cuando volvemos a enamorarnos, o creemos estarlo, o sentimos la necesidad de que aquello suceda, aunque apenas sea un espejismo, tanto en la vida real como en la literatura, los amores después de los cincuenta años no tienen nada para la risa.

Son amores tardíos.




 

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