GABRIELA MISTRAL A DORIS DANA:
LOVE STORY
Por Jorge Marchant Lazcano, desde Nueva York
La Nación Domingo, 6 de septiembre de 2007
La casa en donde Gabriela Mistral pasó sus últimos años junto a Doris Dana, ya no existe más. Como si la corta memoria chilena nos persiguiera más allá de nuestra frontera, de todas las hermosas casas sin verja de la calle Spruce en Roslyn Harbor, la única que acaba de desaparecer es la que ocupaba el número 15. Debió haber sido demolida hace muy poco, ya que recién se levanta la estructura de madera de la nueva construcción. A su alrededor se conserva la frondosa vegetación de la que Mistral le habló alguna vez a Victoria Ocampo: "Nosotras vivimos en un lugar de puro bosque. Es lindo en verano. Hay un gran silencio triste para algunos, muy dulce para mi con tristeza y todo"... "A seis o diez minutos de la casa está un casi mar, una mar pequeña de ver sin casi oírla". Aquello no es sino una estrecha bahía en la parte norte de Long Island, a no más de una hora de Manhattan.
No pudo Doris Dana encontrar un refugio más adecuado para lo que Gabriela llamaba su "resolución campesina para mi pobre vida en Nueva York." Nuestra Premio Nobel jamás tuvo una buena relación con Nueva York. Ciudad imposible, horrible, apocalíptica, el monstruo helado, según sus propias palabras, sin embargo, allí fue donde por primera vez la vio Doris en el Barnard College, el 7 de mayo de 1946. Doris Dana vivía cruzando los jardines de la Universidad de Columbia, en un departamento en el 435 West 119 Street. A sus 26 años, Dana quedó deslumbrada ante el intelecto de aquella suramericana de 57 años, sintiéndose de inmediato hermanada con ella: "todavía recuerdo vivamente, con angustia, el sufrimiento que reflejaba en sus ojos" ante la audiencia que se apiñaba en torno a la Mistral. Pese a la gloria del Nobel (obtenido el año anterior) la gran chilena tenía un motivo plausible para sentirse incómoda - su escaso inglés -, y una razón profunda a considerarse absolutamente desdichada: el suicidio de su sobrino Juan Miguel (Yin-Yin) a quien criara desde su más tierna infancia.
Gran parte de las intensas cartas de amor que Gabriela escribiera a partir de 1948, fueron leídas por su destinataria en Nueva York. Esta historia que en la ciudad apocalíptica sería hoy apreciada sin rastro alguno de lesbofobia, en Chile debe ser tratada con cautela, en forma neutral, es decir, prefiriendo callar. Pedro Pablo Zegers lo intuyó en el prólogo de "Niña errante": "...una relación compleja y muchas veces mal comprendida, así como también mal asumida, por mistralianos que confunden moral con mojigatería".
THOMAS MANN SIRVE DE PUENTE
La chica de pelo cobrizo que según Gabriela parecía una belleza pre-rafaelista de Burne-Jones, y según el lugar común chileno una copia de Katharine Hepburn, vivió su infancia entre un elegante departamento de la Quinta Avenida y una casa de playa en Long Island junto a dos hermanas y el padre que amenazaba con suicidarse pistola en mano. Mientras estudiaba literatura en Barnard College conoció a Charles Neider editor del libro “La estatura de Thomas Mann” que incluiría un texto de Gabriela Mistral. Luego de traducir dicho texto, Doris Dana le envió un ejemplar a la poetisa que residía por entonces en California, junto a una entusiasta carta de admiración en la que recordaba aquella fugaz primera visión en Barnard. Era el otoño de 1948 y la posibilidad de reunirse en Los Ángeles con el escritor alemán exiliado se fue convirtiendo para las dos mujeres en una promesa de conocerse.
De cualquier forma, Thomas Mann pasó a un segundo plano ante un potencial viaje de la entusiasta pareja a México. “Durante el verano, practicaba mi español industriosamente, es limitado, Maestra. Pero tengo gran voluntad. ¡Qué dicha tendré de ver su rostro!” Hacia octubre de ese año, se reúnen en la casa de Gabriela en Santa Bárbara. Luego en México donde Gabriela había sido nombrada Cónsul en Veracruz, de acuerdo a numerosas fotografías de la época en que aparecen juntas. Gabriela luce feliz, rejuvenecida, llena de vida, surgiendo de la oscuridad en que la había sumido la muerte de Yin-Yin. En algún momento hacia fines de 1948, Doris Dana había regresado sin embargo a Nueva York y Gabriela Mistral escribía: “Amor: Nada sé yo ¡pobre de mí! de tus problemas, nada. Y nunca sabré nada. Creo que es tu orgullo lo que te hace callar. Pero resulta, Doris mía, que yo debo sufrir la humillación de esta ignorancia. Y de otras. Y no es justo esto, y es feo además, y necio y estéril y a la larga esto va a envenenar nuestra vida.”
NEOYORQUISMO. ESO NO TIENE CURA
Aquel sentimiento de desgaste, de fracaso, se contrapone con destellos de alegría cuando Mistral sentía a Doris cerca suyo: “Es como si siempre yo te hubiese tenido, como si fuésemos hermanos de edad emejante, o como si fuésemos amantes de media vida, o couple (casados) de mucho tiempo.” Esta será la constante de la correspondencia que se extiende hasta cuando ya viven juntas. La imagen de Doris Dana va creciendo distorsionada según sea el ángulo de la mirada de Mistral, porque existen muy pocas cartas de la norteamericana. (¿Habrá destruido las propias?) El miedo a perderla, cuando ya le queda muy poco que esperar de la vida, se convertirá en el eje de la existencia de Gabriela Mistral. Doris Dana podría haberse encontrado enferma en Nueva York pero Gabriela no lo sabe con exactitud: ¿Tuberculosis? ¿Daño del corazón? ¿Mala alimentación? Doris Atkinson señala al respecto: “Algunas de sus características, como su dificultad para mantenerse sobria, sus luchas contra la depresión y sus cambios de humor propios de los maníaco-depresivos – tan frecuentes en mi familia… - estaban todas presentes en la tía que conocí y amé. Ella podía ser dulce y encantadora y, luego, sin previo aviso, ponerse amarga y enojarse.”
“¿Por qué, dime eres tú tan reservada? Cerrada para mí, casi extranjera, en cuanto se refiere a tus problemas y a tus conflictos. Yo que te lo he dicho todo, sufro de tu reserva, y sufro de eso cada vez que llegan tus cartas. Esto no puede seguir así, Doris mía”. Y de inmediato, en carta siguiente, Gabriela se arrepiente de lo dicho: “He sido un animal hablándote duramente a causa de los celos. Recuerda siempre que el español es una lengua muy brutal y recuerda también que nuestras razas son muy diversas.”
Los celos, las diferencias raciales y los asuntos económicos, son tres puntos cruciales en esta compleja relación. A través de todo el epistolario pena a Mistral la existencia de una tal M.M. en la vida de Doris Dana. Pedro Pablo Zegers sugiere la posibilidad de que aquella persona pudiera haber sido Monika Mann, una de las hijas de Thomas Mann, lo que incluso Doris Atkinson de alguna forma corrobora. Dana podría haberla conocido a través del libro de Charles Naider en el cual Monika participó. Poco querida por su padre, - quien hiciera comentarios despectivos de Monika al tratarla de histérica o refiriéndose a sus “estúpidos amoríos” -, estuvo casada con un intelectual húngaro que falleció en 1940 cuando el barco que los conducía a los Estados Unidos fue torpedeado en el Atlántico.
El asunto racial puede reflejarse en innumerables y desconsoladas palabras de Mistral: “Hasta hoy yo no veo más razón para tu ruptura conmigo que el no ser yo una americana y el no ser una caucásica de raza y el tener una ideología de mestiza, de “color people”. Tal racismo me deja estupefacta. Y llego a creer que en tu ruptura no obras tú, que obran tal vez otras personas.” Siempre se opone a la ira, en el corazón de Gabriela, la esperanza de una vida mejor: “Que en otra encarnación las dos nazcamos en razas nórdicas, vida mía.”
Por su parte, el tema económico se refleja en constantes revisiones de cuentas corrientes, temor de pérdida de dinero, pagos de pasajes, promesas de herencia. Todo lo anterior queda claro cuando Gabriela le lanza un ultimátum a Dana en Nueva York en mayo de 1949: “Tú sigues allá por una de estas razones. a) Un amor que no confiesas (M.M. ha vuelta a entrar en tu vida y vas a regresar con ella.) b) Falta de dinero para gastos que yo ignoro. La deuda en que te lanzaste por M.M. puedes amortizarla desde aquí. Yo te ayudaré para eso. c) Neyorquismo. Eso no tiene cura. Opta entre esa ciudad y esta indígena del sur.”
Felizmente para ambas, Dana no tuvo que optar entre Nueva York y la poetisa del valle de Elqui.
NO TE VAYAS MAS, DORIS DANA.
En 1952, una vez más cargando con toda su soledad en Rapallo, Italia, Gabriela reconsidera la posibilidad de vivir en Nueva York. Pero es clara en su petición a la amada: “sin fatigarse, sin prisa, emplea estos meses en buscarte una casita cerca del mar y no demasiado lejos de Nueva York. (Yo veo que tu centro será siempre esa ciudad terrible.) Procura que no sea blanco fácil esa ciudad o pueblo para las bombas y cuenta para ello con esos nueve mil dólares. Tal vez las dos vamos a vivir en ella...”
El sueño americano se cumple finalmente para Gabriela en Roslyn Harbor, una casa moderna con garage como las miles que crecen por entonces en los Estados Unidos, cerca de las grandes ciudades. “A mi me descansa de mis cuidados – le escribe Gabriela a su amiga Victoria Ocampo – regar las plantas de Doris, unas pocas que dan a la calle. Por tener aquí casi todo lo que yo realmente necesito voy teniendo paz de más en más.”
De los objetos guardados por Dana de aquella vida en paz - que extrañamente hoy a muchos homofóbicos fastidia -, expuestos hace un par de años en la Biblioteca Nacional de Chile, salta de inmediato el recuerdo de un fonógrafo de la época en que estaba puesto un disco de 1953 de Doris Day (casi tocaya de Doris “Dein” como se pronuncia su apellido). La canción, popularísima entonces, se titula “Secret Love”. El amor ya no es más secreto aunque le duela a muchos. Ahora es eterno. De aquella casita típica de fines de los años 40, saldría Gabriela con el cáncer a cuestas al hospital de Hempstead - que tampoco existe - el invierno de 1957. En los bosques de Roslyn debieron quedar resonando sus palabras: "Ay, que no vuelva a verte. Quédate conmigo. no te vayas más, Doris Dana. ¡No te vayas más!" Pero fue ella quien se alejó a la aridez del sepulcro en Montegrande.