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Jorge
Marchant Lazcano:
«Nuestras novelas son una promesa de mejor vida»
Entrevista
por Lilian Fernández Hall
www.margencero.com
El
11 de abril de 2007, en un acto realizado en el Centro Cultural Mapocho de Santiago
de Chile, el escritor Jorge Marchant Lazcano fue galardonado con el Premio Altazor
en la categoría Narrativa por su novela Sangre como la mía,
publicada por la editorial Alfaguara en el 2006.
El Premio Altazor a las
Artes Nacionales (www.premioaltazor.cl),
en el cual los artistas chilenos premian a sus pares, está considerado
como el más amplio reconocimiento que cada año reciben los creadores
e intérpretes de Chile. Su objetivo es «promover y estimular el trabajo
artístico nacional, en sus diversas expresiones». El Premio Altazor
se otorga en diferentes categorías, a
autores de obras musicales, teatrales, coreográficas, cinematográficas,
literarias y plásticas.
En Sangre como la mía, Marchant
Lazcano pasa revista a cincuenta años de historia de Chile, siguiendo a
tres generaciones marcadas por la homosexualidad. Alternando la narración
entre Santiago de Chile y Nueva York, el autor nos muestra las fisuras de una
clase social que lentamente se va desmoronando, producto de sus propias intrigas
y estrechez de miras. Una historia conmovedora y entrañable, escrita con
un lenguaje de gran belleza y sobriedad.
Jorge Marchant Lazcano (Santiago,
1950) estudió Periodismo en la Universidad de Chile y debutó en
la literatura a comienzos de los ’80 con La Beatriz Ovalle (Buenos Aires,
1977; Santiago, 1980), novela que con seis ediciones se convirtió en uno
de los más grandes éxitos editoriales de la época. También
es autor de La noche que nunca ha gestado el día (novela corta,
1982), las novelas Me parece que no somos felices (2002) y La joven
de blanco (2004) y del volumen de cuentos Matar a la Dama de las Camelias
(1986). Como dramaturgo, ha estrenado las piezas Gabriela (1981) —en
torno a la vida de Gabriela Mistral—, Última edición (1983)
y No me pidas la luna (1999). En Televisión Nacional de Chile ha
desarrollado una importante labor como autor dramático. Reside en Santiago
y pasa largas temporadas en Nueva York.
El Premio Altazor en la categoría
Poesía le fue otorgado a la desaparecida poeta Bárbara Délano
por su libro póstumo Cuadernos de Bárbara.
-
Jorge, acabas de obtener el Premio Altazor en la categoría Narrativa por
tu novela Sangre como la mía (Alfaguara, 2006). ¿Qué
significado tiene este Premio para ti?
- El Premio Altazor me llega
en un momento muy especial de mi vida como escritor. En 1977 apareció la
edición argentina de mi novela La Beatriz Ovalle, lo que significa
que estoy cumpliendo 30 años de trabajo literario, levemente interrumpido
en algún momento por mi desempeño en televisión. Pero la
literatura siempre estuvo presente como el objetivo final de mi vida. El hecho
de que los propios escritores nacionales premien al autor y a la novela más
relevante del año anterior, le da a este galardón un significado
extra. Hay sin duda un reconocimiento que me era necesario porque, en muchos momentos
de mi carrera, me he sentido infravalorado: tengo la sensación compartida
con algunos críticos, de que mi obra no se ha valorado suficientemente,
no por falta de calidad, sino por alguna razón mediática ajena,
entre las cuales podría caber, precisamente, mi trabajo en el área
dramática de Televisión Nacional. En los años 80 no me perdonaban
que escribiera teleseries. Hoy, felizmente, muchos talentosos escritores jóvenes
pueden trabajar en ese espacio que yo les abrí, sin culpa ni castigo alguno.
—Tu
novela aborda el tema de la homosexualidad. ¿Qué piensas acerca
de las «etiquetas» en la literatura? ¿Existe una «literatura
gay»? Ser homosexual y escribir una novela gay ¿le da otra dimensión
al tema?
—Sin duda que mi visión como escritor homosexual
le da otra dimensión a la historia que estoy contando. E.M. Forster no
habría escrito Maurice si no hubiese tenido determinados sentimientos,
ni de no haber amado hombres, ni Mishima habría escrito Confesiones
de una máscara, ni James Baldwin habría escrito El cuarto
de Giovanni, ni Alan Hollinghurst habría escrito La línea
de la belleza, todas obras comprometidas con la condición humana de
sus autores. Es cierto también que otros escritores se han «enmascarado»
detrás de textos como El retrato de Dorian Gray o de El lugar
sin límites, e incluso A la búsqueda del tiempo perdido.
En la primera mitad del siglo XX, los escritores homosexuales debieron abrirse
camino con un rótulo secreto. Vivieron en medio de la represión
y la oscuridad (incluso, muchos de ellos, como Somerset Maugham, tras lo sucedido
con Oscar Wilde, vivieron aterrados de que sus nombres fueran asociados con la
homosexualidad. Somerset Maugham jamás escribió sobre este tema).
Autores de la magnitud de Gide, de Thomas Mann, de Cocteau, de Yourcenar, constituyen
la primera avanzada de lo que más tarde se conocería como cultura
gay, una literatura creada sobre el doble juego de la culpa y la justificación.
Con sus talentos son capaces de crear redes de alusiones. Oscurecen el significado
de sus textos cuando les parece adecuado para escapar de la censura.
De
acuerdo a esto, por cierto existe una «literatura gay» aunque la mayoría
de las obras antes mencionadas escapan por completo de esa definición y
entran en la categoría de gran literatura a secas. Existe también
el riesgo de confundir los terrenos e involucrar dentro de los mismos márgenes
a unos textos comerciales semi-pornográficos (o decididamente pornográficos)
que se comercializan en Europa y los Estados Unidos para lectores interesados
en la diversión, por lo que hay que tener mucho cuidado en este aspecto.
Las nuevas novelas que se están escribiendo al respecto, oscilan entre
el goce de las libertades adquiridas y la constante reivindicación. Esta
nueva literatura que, por mi parte, comparto con un David Leavitt o un Fernando
Vallejo, ya no necesita burlar al oficialismo pero hereda la permanente necesidad
de afirmar una identidad. Leo estas palabras de Susan Sontag en su recién
publicado diario y me identifico plenamente con ellas: «Mi deseo de escribir
está relacionado con mi homosexualidad. Necesito la identidad como un arma,
para enfrentarla al arma con la que la sociedad me amenaza».
—¿Es
más difícil que sea aceptada una novela con temática gay
en América Latina que en Estados Unidos o en Europa?
—Sí,
yo creo que es más difícil que en América Latina se acepten
estas obras que en Europa o los Estados Unidos, a pesar de la diversidad de voces
que ha surgido en nuestro continente a partir de mediados del siglo XX. Reinaldo
Arenas, Severo Sarduy, Lezama Lima, Virgilio Piñera en Cuba, Manuel Puig
en la Argentina, Luis Zapata en México, Fernando Vallejo en Colombia, Pedro
Lemebel en Chile, e innumerables voces ricas, variadas, imaginativas, rompedoras
de esquemas y lenguajes. Pero frente a esta exhuberancia idiomática y temática,
se opone la omnipresencia de la iglesia católica de Latinoamérica
y su red de influencias que abarca diversos ámbitos del quehacer cultural.
Eso hace que nuestras voces disminuyan cuando no se logra que desaparezcan del
todo. Felizmente, sospecho que en los países más progresistas de
América Latina —léase Argentina, Uruguay, Brasil, Chile—, hay una
notoria liberación de las costumbres que ayudará a una mejor difusión
del arte en general. El fin de las dictaduras, leyes de divorcio (¡al fin
en Chile!), conformación de movimientos homosexuales exigiendo igualdad
ante la sociedad, la revolución de la juventud por mejor educación,
el rechazo al armamentismo, a los militares y a las fuerzas policiales, son señales
intermitentes de luz verde.
—Cuando se habla de
una novela con tema gay quizás muchos piensen que la sexualidad estará
en primer plano, pero ésa no es mi impresión con tu novela. ¿Qué
piensas tú al respecto?
—Esto tiene algo que ver con lo
que te respondía a una de las preguntas anteriores. Muchas veces la literatura
gay se confunde con textos semi-pornográficos (ojo, no tengo nada contra
la pornografía pero no en literatura) de fuerte genitalidad y excesos de
actos sexuales. Por otra parte, los escritores anglosajones de mi generación
o más jóvenes, suelen enfatizar también la sexualidad especialmente
homoerótica, tal vez porque han estado desde mucho antes expuestos a la
liberación de las costumbres. Ahora, respecto a mi novela es cierto lo
que tú señalas e incluso Camilo Marks, el crítico de El
Mercurio, la compara con la película de Douglas Sirk, Written on
the Wind, en relación al «sentimentalismo desbocado de sus
incidentes, ligado a un extraño tono represivo» que sería
también tónica de mi novela. Yo creo que tiene toda la razón.
Desde los primeros borradores me planteé una obra en cierta forma contenida,
que no se desbordara por los costados. Los personajes del pasado están
por cierto despojados de grandes pasiones, aunque tal vez no habría estado
mal que los hombres jóvenes del presente hubiesen exteriorizado más
sus sentimientos. De cualquier forma, el intenso momento en que James Dean tiene
sexo oral con uno de mis protagonistas en un cine de la calle 42 en el New York
de los años 50, quizás desmienta todo lo antes dicho.
—Como
homosexual en los años ’50 y ’60, se estaba condenado a una marginalidad,
a una no-existencia o una existencia en el margen, en algunos espacios, si no
aprobados, por lo menos tolerados. ¿Sucede lo mismo hoy en día?
—Sin
duda las cosas han cambiado. Te voy a contar de mi experiencia. Yo crecí
educándome en un colegio católico tradicional chileno en los años
‘50 y ‘60, con sacerdotes que le daban vuelta la espalda a la realidad (jamás,
por ejemplo, se nos habló de la Revolución Cubana que estaba sucediendo
por esos años) y se pretendía en cambio convertirnos en «líderes
cristianos», en lo posible con vocación de santidad. En la mayoría
de los casos fallaron. En ese mundo cerrado y machista, la sexualidad no tenía
ninguna cabida. Muchísimo menos la diferencia. En mi adolescencia, fui
constantemente molestado por un profesor de gimnasia por mi incapacidad para hacer
determinados ejercicios y el sujeto me bautizó como «la dama de las
Camelias» (¡qué nombre tan rebuscado!). Yo utilicé esa
anécdota en un cuento que se publicó posteriormente en inglés
en una antología de ficción gay latinoamericana. El cuento se llamó
Matar a la Dama de las Camelias. En consecuencia, viví toda mi adolescencia
con mi sexualidad totalmente encubierta, sin posibilidad alguna de enfrentar a
mis padres, ni a mis maestros, bloqueado por el miedo. El terror a ser descubiertos
en tu condición sexual nos convertía en seres introvertidos, melancólicos,
vulnerables, buscando desesperadamente una seña de identidad que más
tarde descubriríamos a través del cine y la literatura, y mucho
después, en contacto con personas similares a uno. Hoy en día, si
a un muchacho lo molestara de esa forma un estúpido profesor de gimnasia,
lo denunciaría a las autoridades.
—¿Tienen
los escritores una responsabilidad especial en este punto? Tú has dicho
que un escritor gay tiene la obligación moral de tocar temas como el SIDA
y la discriminación. ¿Sigues pensando lo mismo?
—Yo
no puedo hablar por todos los escritores, ni siquiera por los escritores gay.
Sólo hablo a partir de mi trabajo narrativo. Tal vez me propasé
al hablar de una responsabilidad moral en general. Estoy muy satisfecho con el
texto de Sangre como la mía y creo que, al margen de sus cualidades
literarias, ha realizado un importante aporte —especialmente en Chile— respecto
a la situación del SIDA, especialmente como una catástrofe del ser
humano de nuestro tiempo. Una catástrofe tan espantosa como el Holocausto.
Por eso, en alguna ocasión dije que el SIDA era como el holocausto de los
homosexuales, por cuanto ellos habían sido las primeras víctimas.
Por otra parte, la enfermedad engrandeció a quienes la padecieron y a quienes
estaban cerca de un enfermo. Había —hay que ser— muy valiente para enfrentar
este sufrimiento, este aislamiento, esta vergüenza, tal como lo hacen sentir
los demás.
—Tú hablas de la
caída de la cultura gay durante los años 80, a raíz de la
tragedia del SIDA. ¿En qué consistía esa cultura? ¿Está
realmente extinguida?
—La aparición del SIDA a comienzos
de los años ‘80, significó la abrupta interrupción de un
modo de vida, especialmente en los Estados Unidos y en Europa, que solemos llamar
«cultura gay». Como no soy historiador, me remito a la voz del joven
narrador del siglo XXI de Sangre como la mía. Daniel dice «fuimos
la primera generación de homosexuales libres. Creamos como única
opción un gueto en algunas grandes ciudades norteamericanas, donde no sólo
desarrollamos nuestra aventura sexual, sino también un posible radicalismo
político y cultural». O a la alarmante advertencia que hizo Allen
Ginsberg en 1972 y que también reproduzco de la novela: «Si hay
demasiada tensión neurótica por el desmadre, la ruptura, y aún
por la liberación gay, esto hace que todo sea excesivamente tenso, y la
ligereza del amor se pierde. Lo cual quiere decir que, tarde o temprano, el movimiento
de liberación gay tendrá que aceptar las limitaciones del sexo».
Las voces más conservadoras en los Estados Unidos hablan del fin de aquella
supuesta «cultura gay», y su asimilación por el sistema. El
matrimonio entre parejas gay sería una consecuencia de esa asimilación,
lo que suena como un triunfo o como una amenaza. No conocemos las consecuencias
de esta nueva vida planteada en el mundo civilizado. Porque acá, en esta
otra parte del mundo, en el tercer mundo, todo sigue prácticamente igual.
Acá, discoteques más o discoteques menos, saunas más o saunas
menos, todo sigue en el mismo estado salvaje o inocente, anterior al SIDA.
—Tú
hablas de la hipocresía y de la doble moral de la Iglesia en términos
muy duros. ¿Por qué la Iglesia sigue teniendo tanta influencia en
América Latina, y en países como Chile, al cual se lo señala
como uno de los más progresistas de América Latina?
—Es
algo, a mi juicio, inexplicable. Pero resulta irritante la forma cómo la
iglesia católica está constantemente interfiriendo en la vida civil
de Chile. Si sale una ley de divorcio, de inmediato está la iglesia católica
emitiendo juicios, o si el gobierno de Michelle Bachelet entrega la píldora
del día después a las adolescentes, la iglesia católica está
censurando y pidiendo explicaciones. Claro, la iglesia católica hace pagar
caro el apoyo a los perseguidos durante la dictadura militar. Además, en
el mismo conglomerado de gobierno, está la voz discrepante de la Democracia
Cristiana que más se parece a la voz de la derecha. Tal vez todo esto tenga
que ver con el alarmante poder de una derecha conservadora y tremendamente reaccionaria.
No debe olvidarse que en Chile, como en gran parte de Latinoamérica, los
grandes medios de comunicación están en manos de esa derecha. Cualquier
progresismo está perdido ante alianzas tan poderosas.
—En
un momento de tu novela, uno de los personajes, refiriéndose al VIH, dice:
«Es extraño que, en cierta forma, haya sido una epidemia la que aceleró
esta conciencia, confiriéndonos de paso una curiosa forma de dignidad,
que antes no teníamos» (p. 128). ¿A qué te refieres
con ésto? ¿De qué manera la enfermedad, aún indirectamente,
puede otorgar dignidad?
—La dignidad por el dolor. La enfermedad
dignificó a los homosexuales en el dolor, porque tal como lo dijo Susan
Sontag, «la enfermedad es el lado nocturno de la vida». En
medio de la larga noche de los años ‘80, ya no éramos tan alegres,
tan ligeros, tan irresponsables, tan infantiles incluso. Ese es uno de los grande
objetivos que me planteé al escribir Sangre como la mía.
—Para algunos de los personajes de tu novela,
sobre todo los que viven en Chile, la homosexualidad es todavía algo sucio
y pecaminoso. A pesar de ser abiertamente homosexuales, se sienten fracasados,
inútiles, «sucios» (1).
Siguen, a lo largo de toda su vida, atormentándose por esta decisión
y el sentimiento de culpa los persigue. ¿Cuál es el origen de este
sentimiento de culpa tan fuerte?
—Esa sensación de suciedad,
pecado y culpa la he querido plantear precisamente en las primeras generaciones
de homosexuales de mi novela. Más concretamente en los puntos de vista
del reportero de la revista «Ecran» y de Daniel Morán. Por
otra parte, ambos son personajes relativamente frustrados, con poco o ningún
estudio, incapaces de establecer relaciones afectivas, terriblemente solitarios.
Pagarán muy caro por esta falta de compromisos emocionales. Creo que ambos
son consecuencia de una época que los marcó en forma negativa. Si
en mi infancia y adolescencia todo era cerrado, imagínate lo que habría
sido para esos hombres criados en los años ‘40, en un país completamente
provinciano, con una iglesia aún más conservadora.
Lamentablemente,
creo que aún hoy, en muchos homosexuales, sigue existiendo esa falta de
compromisos emocionales, como si algo fallara dentro nuestro, fuéramos
incapaces de crecer, y nos dominara el egoísmo. El síndrome de Peter
Pan, que puede ser muy estimulante porque parecemos no envejecer, pero que nos
convierte al mismo tiempo en eternos adolescentes.
-
Tú rescatas en tu novela (2)
un paralelismo muy audaz: entre los gays y los judíos, y has mencionado
la comparación del Holocausto con los millones de muertos a causa de la
tragedia del SIDA. ¿Qué opinas acerca de este punto de vista? Se
me ocurre que es muy controversial ¿has recibido comentarios al respecto?
—Sin
duda —como te lo comentaba antes— es uno de los puntos más interesantes
de mi novela. El SIDA fue, ha sido, sigue siendo, una verdadera condena para el
amor homosexual. Parejas destruídas, familias quitándoles las pertenecias
a quien sobrevive, ausencias en funerales familiares. Por ello, si los escritores
judíos (y no judíos como William Styron en Sophie’s Choice)
han denunciado el horror del Holocausto por más de 50 años, tenemos
un largo tiempo por delante para rendirle culto a nuestros muertos a través
de la literatura. Es lo que ha hecho Alan Hollinghurst con La línea
de la belleza, 25 años después del comienzo de la tragedia.
Me enorgullezco de colocarme en esa fila. Nuestras novelas son una promesa de
mejor vida. Nuestro propio «Nunca más». Lamentablemente, en
Chile prácticamente no he recibido comentarios al respecto. He sacado el
tema a colación en entrevistas, pero la crítica no se ha hecho parte
de este punto.
—Más adelante te atreves
a otra comparación audaz: Santiago durante la época anterior al
golpe militar, con Berlín antes de Hitler (a propósito de la película
Cabaret, que describe la Berlín de «antes de que Hitler dejara la
gran cagada» (p. 246). ¿Qué dices al respecto?
—La
comparación entre el Santiago de comienzos de los años ‘70 y el
Berlín pre-Hitler, no la hago precisamente yo, sino una de las voces narrativas
de la novela, a partir de Cabaret, la película de Bob Fosse basada
en un famoso musical norteamericano que a la vez se basó en una colección
de historias de Chistopher Isherwood. Es la voz del personaje más oscuro
y más reaccionario de la novela: Daniel Morán, quien es capaz de
traicionar a su tío empresario cinematográfico, y de haberse casado
con una norteamericana sin amarla. Las expectativas por ver Cabaret en
Chile eran entonces enormes. En el boicot por hacer caer al gobierno de Salvador
Allende participaron también las grandes compañías norteamericanas
de cine, por lo que en el Santiago de 1972 y 1973, apenas podían verse
algunas películas europeas y cintas de la Europa del Este. Todo el mundo
hablaba de Cabaret, de lo más o menos inmoral que era, de las similitudes
que podían o no podían haber entre esa época en Alemania
y las postrimerías del gobierno de la Unidad Popular. Para muchos, especialmente
para los jóvenes como yo, la vida era un cabaret en esos años de
iniciación. Para otros, incluidos mis padres, la vida era una pesadilla.
Una época turbulenta, sin duda. La Unidad Popular encabezada por el socialista
Salvador Allende había subido al poder en medio de la sangre derramada
por la derecha. Días antes de que Allende fuera ratificado como Presidente
de la República, fue asesinado el General Schneider, un militar fiel a
la Constitución. En definitiva, esta comparación intenta visualizar
el caos que se vivía en los meses previos al golpe de Pinochet —y como
todo en la novela—, está marcado por una película de Hollywood.
—Tú pintas la época previa al golpe
como una época en que «se destapó la olla» (p. 248),
en que la libertad sexual permitió que el amor homosexual aflorara en las
calles, en los cines, en las fuentes de soda. ¿Viviste tú esta época?
¿Vivías en Santiago entonces? ¿Fue así?
—Te
hablaré de mi experiencia en aquellos años. Yo había comenzado
mi educación universitaria en la Escuela de Periodismo en Valparaíso,
el año 1969. El puntaje obtenido no me alcanzó para entrar a la
Universidad de Chile en Santiago. Al año siguiente mi padre —militante
demócrata-cristiano y primo hermano del Presidente Frei Montalva— logró
trasladarme a Santiago. De tal forma, estaba en el epicentro de la izquierda juvenil
el año 1970, cuando Allende es elegido Presidente de Chile. Yo venía
de una educación religiosa y reaccionaria, de una familia en donde no se
hablaba de política, por lo que fácilmente me dieron vuelta en el
más amplio sentido de la palabra, y me deslumbré con la briosidad
de las ideas de esos muchachos socialistas, comunistas, y casi silvestres. Fue
en realidad una época maravillosa. Tuve la suerte de tener 21 años
cuando todo parecía estar hecho para la juventud. Como aún no éramos
exquisitos ni sofisticados, nos conformábamos con muy poco. Además,
todo aquello coincidió históricamente con la época más
liberal en las costumbres, a nivel mundial. Santiago no se quedó atrás.
De esa forma, mi aprendizaje político, cultural y sexual, comenzó
en el mejor momento. Claro que, después de septiembre de 1973, todo se
vino estrepitosamente abajo.
—Tu fascinación
por el cine la compartes con varios autores de tu generación ¿a
qué se debe?
—La fascinación por el cine de muchos
autores de mi generación se debe a que crecimos sin televisión.
Nuestro primer acercamiento al mundo visual fue a través de la pantalla
cinematográfica. En mi caso particular, mi padre era también un
hombre a quien le atraía el cine, y en más de una ocasión
me llevó al cine en días laborales, a la salida del colegio. Recuerdo
perfectamente la tarde en que me llevó al cine Metro, a ver Ben-Hur.
Fue uno de los momentos más emocionantes del fin de mi infancia. La película
me aterró por la presencia de la madre y la hermana de Charlton Heston
convertidas en leprosas. Ahora que se le han descubierto otras lecturas a esa
película y que Gore Vidal, uno de sus guionistas, dice incluso que conversó
con Stephen Boyd para que le diera una connotación gay a su relación
amistosa con Charlton Heston, pienso que filmes como ése cumplieron también
otras funciones en mi conciencia.
—¿Cuál
es la relación entre las películas del Hollywood de los ‘50 y los
’60 y la sociedad chilena de entonces? ¿Es que en ambas se vivía
una fachada de lujo y bienestar, pero en el fondo todo era una gran mentira? Estas
películas, ¿funcionan en tu novela como una evasión de la
realidad, o como un espejo donde observarse?
—Las películas
de Hollywood de los años ‘50, principalmente, con sus intensos melodramas
o sus ligeras comedias, intentaban retratar la prosperidad de los Estados Unidos
después de la Segunda Guerra Mundial, y el llamado baby-boom que vendría
con dicha prosperidad. Eran películas tremendamente reaccionarias y llenas
de censura. Hollywood estaba en medio del maccarthismo y todo pretendía
ser perfecto. Nunca un blanco se enamoró de una negra, los comunistas no
existían ni en la imaginación, como tampoco los homosexuales, y
los adúlteros eran por lo general condenados. En mi novela, durante su
visita a Los Ángeles, Daniel Morán se impacta ante la publicidad
que decía que los Estados Unidos, «es la nación donde hay
más casas, más automóviles, más teléfonos,
más confort que en ninguna otra nación en la tierra». Desde
su pequeña mirada, él siente que aquel mundo es exactamente igual
al suyo. Que Chile no se diferencia mayormente de todo aquello. Y claro, las películas
hollywodenses nos hacían creer que la prosperidad de la clase media era
también nuestra forma de vida. En cierta forma, había algo de verdad
en todo aquello. En Santiago de Chile crecían los barrios residenciales
como aquel donde yo me crié, con hermosas casas con jardín, educación
pagada, madres que se vestían como personajes de películas, automóvil
a la puerta, y muchos, muchos niños jugando en las calles. Nadie se enamoraba
tampoco de ningún negro, porque sencillamente en Chile no había
negros. Y por todo eso nos creíamos los ingleses de Latinoamérica.
Claro que, al mismo tiempo, los pobres se morían de hambre y tuvo que llegar
la década del ‘60 para que comenzara a hacerse una reforma agraria. Era
un mundo plagado de contradicciones, en donde se vivía por completo de
espaldas a la realidad. Pero al mismo tiempo, esas imágenes cinematográficas
permitían algunas señas de identidad, aunque fueran falsas, especialmente
para los homosexuales. Al no tener a nadie con quien compararse, de quien enamorarse,
intentabas parecerte a James Dean o, más directamente, te enamorabas de
él.
—El tema de la hipocresía, que
está muy presente en tu novela ¿tiene que ver más con nacionalidad
o con clase social?
—Con las dos cosas. Chile es un país
con una sociedad terriblemente hipócrita, falsa. Se suele decir algo y
se piensa lo contrario. Es parte de nuestro carácter nacional. Y como es
un país muy clasista, donde más se nota esa hipocresía es
en las relaciones de clases. Se suele decir que en los tiempos que corren ya no
se consideran las divisiones sociales, pero eso en Chile es una mentira del porte
de un buque.
—Los saltos en el tiempo y en el
espacio, la pluralidad de narradores, la estructura de espejos de la novela, exigen
un lector muy activo y alerta. ¿No temes que estos recursos dificulten
la lectura?
—Sin duda alguna. Fue algo que conversamos en su momento
con la editora de mi novela, e hicimos algunos pequeños cambios al respecto.
Pero yo insistí en el diseño original de la diversidad de voces,
y en los dos tiempos históricos que se viven en la novela. El pasado que
avanza hacia el presente, y el presente que retrocede hacia el pasado. Sabía
que todo eso dificultaría la lectura, pero me interesa un lector cómplice,
un lector atento y comprometido. Sucedió algo parecido con La joven
de blanco, mi anterior novela, en donde hay también dos tiempos narrativos.
Lo que le sucede a James Whistler en Chile en 1866, y el texto de una novela que
él está leyendo. Es probable que con textos más lineales
conseguiría un público más masivo, pero creo que un novelista
no puede transar con las estructuras literarias que el propio texto exige.
—Algunos
de tus personajes con identidad homosexual han tenido madres fuertes y dominantes.
¿Qué papel desempeña la figura de la madre en la elección
de la identidad sexual? Uno de tus personajes ha caracterizado al amor de madre
en Chile de «empalagoso» (p. 182) además de dominante y posesivo
(3).
¿Es sofocante el amor de las madres chilenas?
—El amor de
las madres chilenas es tan sofocante como el amor de todas las madres. Como las
madres judías y las madres musulmanas, tal vez predomina en ellas un fuerte
sentimiento religioso. Además, el régimen machista en el que ellas
mismas han sido criadas las hace ser a su vez muy «machistas». Por
otra parte, es bien sabido que los homosexuales suelen tener madres fuertes y
dominantes en contraposición con padres más bien débiles.
En mi caso, el plan resultó a la perfección. Por eso, tal vez, soy
tan insistente en las relaciones entre madres e hijos. Gran parte de las mujeres
en mis obras, son madres, y por cierto en Sangre como la mía es
el principal rol que le asigno a las mujeres.
—Gabriela
Mistral parece ser una figura muy querida por tí ¿nos podrías
contar por qué?
—Hablando de madres, una que no lo fue. Tengo
varias amigas que no han sido madres. Como yo no he tenido, ni tendré hijos,
hay razones para sentirme muy cercano a ellas. Somos «hijos sin hijos»
como los que creó Vila-Matas, personas que no deseamos descendencia alguna.
Más allá de la homosexualidad, no tengo instinto paternal alguno.
No estoy seguro si en el caso de Gabriela Mistral esto sucedió así,
dado el intenso y casi obsesivo amor que sintió por Yin-Yin, su sobrino-hijo.
Pero ella estuvo toda su vida errante rodeada de mujeres solas. Después
de la muerte de Doris Dana, la gran amiga de la última etapa de su vida
—y su heredera universal—, todo el legado de la Mistral queda en manos de una
sobrina de Dana, otra mujer sola a su vez. En medio de esta sociedad tan proclive
a la descendencia, especialmente promovida por la iglesia católica, la
soledad como forma de vida, más allá de la diversidad sexual, pero
como motor de la creatividad artística, me conmueve y me identifica. Veo
a Gabriela Mistral como el gran símbolo de la soledad errante, de la diferencia
marginada de Chile.
—Tu vida, como la de algunos
de tus personajes, transcurre dividida en por los menos, dos ciudades: Santiago
y Nueva York. ¿Cómo funciona esa vida? ¿Cómo te afecta
emocionalmente? ¿Influye en tu proceso de creación, en tu forma
de escribir? ¿Te ha dado la distancia una visión distinta de tu
país?
—Tal como tú lo señalas, desde hace unos
tres años mi vida se divide entre las ciudades de Santiago y Nueva York
(debo añadir que también paso mucho tiempo en Viña del Mar).
En Santiago tengo mi biblioteca más importante por lo tanto ese es el lugar
donde me siento más cómodo y donde puedo trabajar mejor en cuanto
a investigación literaria se refiere. Pero aunque en Nueva York comparta
un pequeño departamento con mi compañero chileno —quien vive allá—,
ése es el lugar de mayor libertad y el más cercano a mi corazón.
Vivir lejos de Chile aunque parezca un lugar común, es saludable, liberador
y purificador. Más aún después de una novela como Sangre
como la mía que me ha dejado tan expuesto y desgastado. No es fácil
en Chile cargar con el peso de una novela como ésta. Especialmente porque
los medios no están interesados en sus aspectos literarios sino en las
similitudes que pueden existir entre sus personajes y mi propia biografía.
En Nueva York soy un ser anónimo que escribe sin darle cuentas a nadie
y en donde siento que he podido ampliar los alcances de mi propia narrativa al
integrar a la ciudad como parte de un escenario común. Algo que profundizaré
aún más en mi próxima novela. Esta doble vida no es fácil
—como hemos descubierto a lo largo de esta entrevista que ninguna doble vida lo
es—, especialmente cuando estoy en Chile porque siento una tremenda necesidad
de regresar a Nueva York. Por el contrario, cuando estoy en Nueva York casi no
me acuerdo del Chile inmediato, el de todos los días, pero se agudiza la
visión crítica y sentimental del lugar donde nacimos. ¿Seré
capaz algún día de dar el salto definitivo? No lo tengo claro.
—La
pregunta infaltable: ¿cuáles son tus proyectos literarios en este
momento?
—Estoy trabajando en una nueva novela que se relaciona
en algunos aspectos con Sangre como la mía, especialmente por la
presencia de una familia y sus ramificaciones. En esta obra introduzco temas como
el desarraigo, la culpa, la soledad, en el escenario de Nueva York, con una mujer
chilena que ha formado una familia norteamericana, y la presencia perturbadora
de un pariente sacerdote. Tengo en mente un homenaje a la novela Pasión
y muerte del cura Deusto del escritor chileno Augusto d’Halmar, nuestro Primer
Premio Nacional, otro desarraigado chileno, otro paria en el desierto, otro hijo
sin hijos.
Estocolmo / Santiago-Viña
del Mar, abril de 2007
Notas
(1)
«Debieron ser apenas oscuras ideas como las que han rondado siempre por
mi alma. Los obscenos pensamientos que me acompañaron sin piedad desde
un hotel de la ciudad de Los Ángeles, California, cuando Arturo Juliani
secaba su cuerpo después de la ducha, con la puerta entreabierta, hace
muchos años» (p. 253).
(2) «Es John Boswell que
señala que el destino de los judíos y los gays ha sido casi el mismo
a lo largo de la historia europea, desde la primitiva hostilidad cristiana hasta
el exterminio en los campos de concentración. Tal vez, haciéndose
cargo de esto, la doctora Mathilde Krim, investigadora del cáncer en el
Weizmar Institute of Science y luego una de las fundadoras del American Foundation
for AIDS Research, pensaba que las reacciones de muchos de sus amigos heterosexuales
en torno al sida le recordaban historias acerca de los judíos durante la
Segunda Guerra Mundial. El mito de que eran sucios, malignos y merecían
morir. Precisamente, ella quiso prevenir que en los Estados Unidos se utilizara
el sida para estigmatizar a los gays con los mismos argumentos que sirvieron para
llevar a los judíos a las cámaras de gas» (p. 171). «Ella,
que no es judía, me habló de cierto rabino dando auxilio pastoral
a los homosexuales infectados en San Francisco. Me contó que, de acuerdo
al rabino, aquello era como el holocausto, cuando la reacción de los judíos
en los guetos se transformó en resistencia espiritual, al reconocer la
verdad de la situación en que se encontraban» (p. 197).
(3)
«Myrna parece entender de otra forma el amor maternal, menos posesivo
y esclavizante que el de las chilenas. (...) Como yo mismo me habría sacado
de encima el empalagoso amor de mi propia madre (...). Llegado el momento, Daniel
tendrá la suerte de sacarse de encima a Myrna, sin culpa alguna. Y eso
me parece muy saludable» (p. 182).
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Lilian Fernández
Hall, bibliotecaria, traductora pública y cronista argentina residente
en Estocolmo, Suecia. Egresada de la carrera de Letras de la Facultad de Humanidades
y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata, Argentina.
Colabora en varias publicaciones, impresas y digitales, de Europa y de América
Latina. Corresponsal en Suecia de El Diario de Hoy, de El Salvador. Coordinadora
de círculos de lectura en español en Suecia.