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LAS PLEGARIAS DESOIDAS DE TRUMAN CAPOTE
por Jorge Marchant Lazcano
Cuando Truman Capote publicó "A sangre Fría"
en 1966, se convirtió en un escritor rico y famoso. Uno de
los más conocidos de los Estados Unidos, pese a la reticencia
de algunos conservadores como Stanley Kauffmann en The New Republic:
"¿Tan en quiebra estamos -escribió- tan ávidos
de novedades
que sólo porque un escritor famoso se saque de la manga un
amplificado reportaje lo elevamos automáticamente a la categoría
de literatura seria?". Tal como lo recuerda la película
"Capote" del director Bennett Miller que es
muy probable le consiga el Oscar a su protagonista, Philip Seymour
Hoffman, el asunto había comenzado en 1959, con la aparición
en The New York Times del asesinato de un rico agricultor,
su esposa y sus dos hijos en una remota aldea de Kansas. Algo le gatilló
a Truman Capote, y el intrascendente material policial se recubrió
de un perverso atractivo. Allí estaban ocultos los más
intensos miedos de esa otra patria que él no conocía.
Le pidió autorización a su editor William Shawn de la
revista New Yorker, para viajar a Kansas e investigar el tema
para un posible reportaje.
No era, por cierto, el mundo en el que Capote se movía. Tras
haber publicado "Desayuno en Tiffany's", tenía
en mente una novela que titularía "Plegarias Atendidas",
de acuerdo a ciertas palabras atribuídas a Santa Teresa de
Avila, "más lágrimas se vierten por las plegarias
atendidas, que por las desoídas." Los protagonistas de
aquella obra serían sus amigos ricos y poderosos: "Una
novela larga, mi ópera magna" señaló Capote.
No iban a resultar así las cosas, ya lo sabemos.
Inmerso en ese desconocido escenario de Kansas, en dónde él
mismo -un homosexual extremadamente afeminado-, parecía ser
alguien de otra galaxia, surgirían precisamente las plegarias
desoídas, las de los criminales Dick Hickock y Perry Smith,
este último en particular. Hijo de madre cherokee y de padre
irlandés, un perdedor arribista culturalmente, con ciertas
fantasías literarias sin posibilidad de resolver, Perry Smith
llegaría a ocupar con sus actos, un lugar de honor en las páginas
de la infamia, al convertirse en algo así como el "alter
ego" del propio Capote, el escritor que le habría gustado
ser, el homosexual que no le gustaba ser, y en definitiva, el consultor
a quien Capote le chuparía toda la sangre y la información
necesaria para completar su tremenda obra. La compasión (ese
término tan americano) que Capote en algún momento llegaría
a sentir por Smith, prometiéndole incluso cierto tipo de ayuda
legal, se desvanecería al comprender que sólo cuando
los asesinos fueran ajusticiados en la horca, el libro podría
ser terminado.
En este choque de los dos países, el de las plegarias atendidas
y el de las plegarias desoídas, triunfó una vez más,
la realidad nada ficticia de los más miserables. Replegado
en su nuevo status, el edificio United Nations Plaza en Manhattan,
es probable que Truman Capote viera desvanecerse el brillo de las
Garbo, de las Kennedy, de las Guggenheim, de los Cocteau, de los Rubirosa,
encogidos en sus deterioros ante las voces mucho más despiadas
de los auténticos asesinos. Ya no le pareció necesario
a Capote, tal vez, emular a Proust, habiendo tenido la sospecha de
que si hubiera vivido en nuestros días en Nueva York, Proust
habría escrito sobre esa high society.
Truman Capote jamás terminó "Plegarias Atendidas".
Cuando murió en 1984 a los 60 años, la ya vieja libertad
sexual de la que pretendía hacer gala en esa obra, se había
derrumbado estrepitosamente por el sida, mientras el mundo entraba,
quizás por eso mismo, en uno de sus períodos más
conservadores. El aforismo de Santa Teresa no funcionó en este
caso.
Las plegarias desoídas de Perry Smith se siguen escuchando
con más tensión que nunca, cuarenta años después.