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EL EXTRANJERO DE LILLO

Jorge Marchant Lazcano

 

Sin saberlo, tal como él mismo lo dirá más tarde, hacia el final del trayecto, el protagonista y narrador de la primera novela de Marcelo Lillo, “Este libro vale un cadáver” (Mondadori, 2010), está iniciando el viaje más complicado de su vida.

Es un amanecer en algún lugar solitario, cercano al mar, pasado a frío, a niebla y a tabaco, en el sur de Chile, cuando la policía le informa a este hombre, un profesor cincuentón, que su hijo acaba de suicidarse. La novela ocupa el levísimo tiempo en que este hombre asume la realidad de la muerte de Sebastián, casi como el anticipo de su propia muerte, porque, a la vez, la muerte significa el fracaso definitivo de ambos, no sólo en sus condiciones de padre e hijo, sino en sus más alarmantes, simples condiciones humanas.

Los actos a los que se enfrenta en una especie de ritual final, están marcados por el hastío, cierta cotidianeidad y el más absoluto desamor. El burocrático reconocimiento del cadáver con los cortes en sus muñecas, los trámites mortuorios con un vendedor de sepulcros que más parece vendedor de joyería, tal como el mismo narrador señala. La decisión de cremar el cadáver, ajeno a cualquier ceremonia, excluyendo de esta forma a la familia que le es igual de ajena, su arribista hermana Ester, y Nena, su ex mujer, la madre de Sebastián, quien los abandonó en la primera infancia del niño. Están también los compañeros de trabajo con un formal director de escuela y el obituario reglamentario.

Surgen de tanto en tanto los recuerdos de una vida marcada por la soledad y la melancolía. Son sus propios pensamientos: “los humanos que no comprenden al humano con el que han dormido, con el que han hecho el amor, han compartido sus propios olores y probado sus magníficos fluidos, esos humanos no merecen estar juntos.”

Nadie se merece a nadie en “Este libro vale un cadáver”. Ni aquel hombre a esa mujer media loca que ha regresado en el pasado para decirle que está embarazada y que una vez que nazca el crío se lo entregará a él para la crianza, ni ese niño se merece a esa madre ni a ese padre. Tal vez nos tropecemos con la intolerancia, como él mismo narrador lo sugiere en algún momento, la intransigencia y el dogmatismo, o ciertos matices de la locura que él también dice desconocer. Tanto el padre como la madre acusan al infeliz producto de su fracaso, como alguien que jamás hizo nada. “¡Qué pobre vida!” dice la madre. Qué pobres vidas, podemos comentar los lectores – quienes, dicho sea de paso, sí nos merecemos este libro -, mirando de reojo hacia nuestras propias precarias existencias.

Se ha comparado a Lillo con el realismo sucio de Carver, con el minimalismo de González Vera. Otro autor se me viene al olfato. Algo de la angustia existencial de “El extranjero” de Camus se filtra en estas páginas concisas, despojadas, delirantes: mucho de la extrañeza de Meursault que ha sobrepasado largamente el siglo pasado, en aquel sentimiento de no pertenencia moral a la misma raza humana. Aunque este supuesto extranjero de Lillo sea un ser más abatido aún, incapaz de rebeldía o de gestos extremos como el asesinato, (“un vacío sin fondo, un hueco donde arrojar piedras”), salvo observar el derrumbe de su vida a través de la única hazaña de su propio hijo: los perfectos cortes en sus muñecas.

 

 

 

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EL EXTRANJERO DE LILLO.
"Este libro vale un cadáver", Marcelo Lillo, Mondadori, 2010.
Por Jorge Marchant Lazcano.