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Cuando Hollywood quiso convertirnos en santos.

La canción de Jennifer Jones

Por Jorge Marchant Lazcano
Desde Nueva York

 

No fue común en la época dorada de Hollywood que se diera vida a figuras del santoral católico, partiendo de la base que los grandes productores eran judíos. Pero de todos ellos, David O. Selznick fue el más astuto. Después de haber comandado las huestes de “Lo que el viento se llevó” y de realizar una serie de clásicos embellecidos para la Metro, como “David Copperfield” (1935), “Anna Karenina” (1935), “El prisionero de Zenda” (1937) y “Rebecca” (1940), - la primera película americana de Alfred Hitchcock -, Selznick puso sus ojos en la novela “The Song of Bernadette” de Franz Werfel, que durante 1942 estuvo encabezando la lista de best-sellers del New York Times.

Uniendo todos los elementos que entraron en juego en esta realización, pareciera que, en definitiva, la Virgen María realizó una seguidilla de milagros para que “La canción de Bernardita” fuese una de las películas favoritas de las familias y los colegios católicos en la segunda mitad de la década de los 40. Debió ser común por entonces, y por décadas posteriores, que muchas niñitas fueran por la vida vestidas de blanco con un lazo celeste a la cintura de acuerdo a la iconografía de la Virgen que se le apareció a una campesina en Francia. Puedo dar testimonio que durante mi infancia en los años 50, el objetivo de los colegios católicos era convertirnos en santos, y no me canso en repetir que, en casi la totalidad de los casos, fracasaron rotundamente, a Dios gracias.

Comencemos por el milagro del novelista. Franz Werfel fue un intelectual también judío, nacido en Praga en 1890, cuando dicha ciudad era parte del Imperio Austro-Húngaro. Contemporáneo de Franz Kafka, casado con Alma, la viuda de Mahler, Werfel huyó hacia Francia alrededor de 1940 asediado por la persecución nazi que finalmente terminaría acorralándolo en territorio francés. Es entonces cuando junto a Alma se refugian en el pueblito de Lourdes y toma contacto con la extraña y misteriosa historia de Bernadette Soubirous, una jovencita de 14 años que en febrero de 1858, dice ver por primera vez a la Virgen María al interior de una miserable gruta. Posteriormente, Bernadette reportaría haberla visto en 18 ocasiones. La aparición dice ser “la Inmaculada Concepción” lo que provoca una verdadera estampida de recelos en épocas del Segundo Imperio y del bigotudo Napoleón III que tenía más olor a azufre con la separación de la Iglesia del Estado. Aunque tras cerrar la gruta y la fuente que milagrosamente habría surgido en aquellos terrenos pedregosos, es – según la novela y la película – la propia Emperatriz Eugenia, española al fin y al cabo, quien le pide a una dama de la corte que acuda a buscar agua bendita para que el príncipe heredero recobre la salud. Werfel recoge material de primera mano, conversando con gente del pueblo que alcanzó a tener antepasados directos en relación con los hechos. Y dado el apoyo espiritual que recibe no sólo de los vecinos de Lourdes, sino incluso de la Iglesia Católica, se promete a si mismo, de salir vivo de aquella época oscura, contarnos el cuento. Una vez en los Estados Unidos, tierra de oportunidades y oportunismo, adonde llegaron gran parte de los intelectuales judíos por esos años, el milagro se produce y su novela engrosa la lista de best-sellers del periódico más influyente del mundo. De más está decir que Werfel terminó convertido al catolicismo.

Por entonces, una joven actriz de segundo orden llamada Phyllis Isley, había realizado algunas películas de segundo orden, casada también con un actor de segundo orden, pero al momento en que se presenta a audicionar para el rol de Bernadette, no sólo deslumbra al director Henry King, sino especialmente a David O. Selznick a quien flecha como si se tratara de una estrella de primera categoría. El productor enamorado le cambia su nombre a Jennifer Jones y además la presenta como actriz debutante. Jennifer, a los 24 años, bien puede dar el tipo de una adolescente campesina francesa. (Con posterioridad, y en un par de tour de force, hará de latina en “Duelo bajo el sol” y de euro-china en “El amor es algo esplendoroso”.) La actuación contenida y deslumbrante, profunda e ingenua a la vez, consigue para Jennifer Jones un Oscar de la Academia que le arrebata a Ingrid Bergman haciendo de española en “Por quién doblan las campanas”, basada en la novela de Hemingway. La historia de Bernardita tiene en si todos los elementos melodramáticos para emocionar a vastas audiencias: familia miserable, una niña enfermiza que terminará muriendo de tuberculosis a los huesos con intensos dolores físicos, una monja mala que la hace sufrir ( la gran Gladys Cooper), un amor platónico con un campesino, y la revelación celestial de la Virgen que le promete que no será feliz en este mundo, sino en el otro.

Entonces, al momento de visualizar a la madre de Dios, David O. Selznick que está más preocupado de las ganancias del box-office que de sutilezas eclesiásticas, elige a la actriz Linda Darnell para que represente a una refulgente, silenciosa, casi invisible Virgen María. El problema es que la hermosísima Linda tiene una reputación algo porno por haber aparecido desnuda en ciertas fotografías, lo que provoca la furia de Franz Werfel, pero la decisión de Selznick es determinante. Linda Darnell quedará para la posteridad como la primera imagen frontal de la Virgen María apareciendo ante los pies de Bernardita en su lecho de muerte.

Selznick terminaría casándose con Jennifer Jones en 1949 e impulsa su carrera a roles consagratorios como “Madame Bovary” y “El amor es algo esplendoroso”. Pero, desgraciadamente, la única hija del matrimonio, terminará  lanzándose de un edificio en Los Angeles en 1976. Para entonces, los aires de santidad no sólo se han alejado del cine de Hollywood, sino también, hace mucho años, de nuestras propias lamentables, mundanas, oscuras vidas. Jennifer Jones fallece recientemente a los 90 años, y es muy probable que al momento de entrar al cielo, la haya recibido la Virgen María, es decir Linda Darnell, celebrando la gloria de uno de los pocos Oscar – no recuerdo otro además de Paul Scofield por Sir Thomas More -, que Hollywood le otorgó a la Iglesia de Roma. 

 

 

 

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