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La noche que nunca ha gestado el día en "Cuartos oscuros".
Jorge Marchant Lazcano, Cuartos oscuros, Tajamar Ediciones, Santiago de Chile, 2015, 238 p.

Por Rosana Ricárdez.
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La soledad, la oscuridad del ser, la belleza y la muerte son elementos que permanecen, tras cuatro novelas y al menos treinta y ocho años de escritura, en Jorge Marchant Lazcano. Existen escritores obsesionados con ciertos temas, pero lo que él hace es un repaso de manera diversa, rayano la experimentación, para ver de qué forma existe un acercamiento más a la literatura –quizá al público- y a él mismo, acaso su personaje.

Cuartos oscuros, última novela publicada del escritor, es una especie de continuidad de temáticas anteriores: la tragedia de no encontrar un lugar en este mundo, la búsqueda de uno y del amor, la posibilidad de éste y, sólo como ingrediente añadido aunque planteado de manera directa, la homosexualidad.

Desconozco si el escritor (Santiago de Chile, 1950) tenga las obsesiones del protagonista de su última novela –¿quién no se pregunta por la existencia del amor?–, aunque es reconocible la persistencia de temas que aborda desde los primeros libros. Quizá todo sea la constante relectura de uno solo, quizá sólo una forma más de las mil existentes en que se puede contar una historia.

Es obvio que los autores crean personajes para sus novelas –lo que de autobiográfico pueda tener un relato es punto y aparte, no interesa–, y que es inevitable reconocerles algunas obsesiones temáticas, pues suelen ser éstas los hilos conductores de sus obras. Marchant Lazcano construye personajes alrededor de la muerte, pero también para la muerte. Si se compara con Sangre como la mía (Tajamar, 2006), en Cuartos oscuros es posible advertir una soltura más lograda y ausencia de pudor cuando es necesario, además de una profundidad en el tema de la soledad en el mundo homosexual; inclusive no deja de extrañarse la precisión de frases cortas y directas, así como la tragicomedia.

Una ojeada a su obra bastará para encontrar el hilo: La Beatriz Ovalle o cómo mató usted en mí toda aspiración arribista es su primer novela. Originalmente publicada en Buenos Aires en 1977 (en 2017 saldrá una reedición en Chile), la novela bien puede ser considerada de formación pues sus líneas revelan la arribista vida de Beatriz Ovalle y, de paso, familia y allegados. La protagonista y su forma de actuar son la metonimia de la creciente burguesía chilena. De manera naïf, detalla la vida de la menor de los Ovalle; la Ovalle es una familia que asciende en la escala social por el trabajo pero también por las relaciones políticas y sociales. La narración intercala cartas de la protagonista a su confidente, un homosexual en ciernes –nunca de manera abierta–, así como fragmentos de su diario íntimo –escrito desde 1958, cuando Beatriz tiene once años–. El lector descubre poco a poco cierta inocencia que, con el tiempo, se torna arribismo. La obra detalla los cómo de su conversión, quizás el motivo de la censura durante el régimen militar pinochetista.

La Beatriz Ovalle… está cargada de sentido del humor y drama. He ahí la tragicomedia en un país de eufemismos y de suertes, donde el destino estará echado dependiendo de la repetición de consonantes en el apellido: Larraín, Yrarrázabal, Carrera, Ovalle… Lo contrario es la muerte. Así, Francisca Aguayo, pese a ser dueña de fundo al comienzo de la historia, está predestinada al fracaso sólo por su apellido. La Beatriz Ovalle… muestra, de manera jocosa, una burguesía con aspiraciones que prefiere morir en el intento antes que saberse condenada a la exclusión de los círculos cuicos, porque no sólo se trata de evitar a toda costa la pobreza sino de pertenecer a los ricos.

La noche que nunca ha gestado el día (Ediciones Cerro Santa Lucía, 1982) es ya una probadita de las obsesiones del autor –y de esa nouvelle, ya al menos hace tres décadas–. El tema es todo menos fortuito. La lectura de la obra da cuenta de ello. Sus personajes son más pueblerinos y cándidos pero conocen lo que sienten, intuyen lo que son y saben que no pueden desenmascararse porque eso significaría un final adelantado.

La homosexualidad está presente en La noche que… pero nunca de manera transversal, sólo tiene algunos pasajes donde la amistad entre dos hombres puede ser considerada… curiosa. Incluso puede ser una cuestión de afectos, de su delimitación, sin ser homosexualidad. En un lugar de apariencias está prohibida la revelación; sólo puede llegar a insinuarse. Y esta obra temprana lo hace de forma excelsa. Lenguaje preciso, sin sobrantes, con alusiones que el lector toma al vuelo.

La nouvelle relata en apenas 66 páginas la vida de un joven de Valparaíso, entre las décadas de los treinta y cuarenta del siglo pasado, y su primer encuentro con un joven judío francés que intenta refugiarse en el Chile del nacionalsocialismo. El fin es irremediable: para esa época una especie de nazismo ha llegado a Latinoamérica y sus tentáculos alcanzan al judío hasta aniquilarlo.

Cuartos oscuros, por lo contrario, gana detalles, se quita tapujos, explora y con ello se destapa, pues habla de un homosexual portador del VIH de manera abierta, tan abierta como anda hoy en la calle –casi– cualquier portador del virus con recursos para costear los retrovirales. No obstante, tal vez a causa de esos mismos detalles, la obra pierde soltura, agilidad y espontaneidad. De hecho, los dos primeros capítulos se acercan más a un ensayo o incluso a una declaración de motivos.

La historia es una de amor, unipersonal, erótica y descriptiva –cuyos pasajes son capaces de transmitir hasta el tufo de los cuerpos sudorosos–, emanado de la fantasía de alguien que ronda los 60 años y decide quemar las naves en su país natal para mudarse a Nueva York –miserable ciudad donde se vive una vida mucho más cercana a Latinoamérica, según Marchant Lazcano–, donde puede recibir los medicamentos para contrarrestar el VIH que porta, y morir. Es una novela sensual, cuyo protagonista recorre literalmente los caminos de un amante de ocasión, con quien se topa en un cuarto oscuro cuando busca sexo en lugares públicos.

Si bien el detonante de la novela está constituido por fragmentos de la vida del escritor cubano Reinaldo Arenas, Cuartos oscuros advierte dos influencias evidentes: Manuel Puig y el cine, aunque puede ser vista como una sola. No sólo menciona a Puig sino que éste es uno de los hilos conductores de la historia, pues igual que el protagonista vive en Nueva York, es homosexual, escritor y aficionado al cine.[1]

Antes de Puig y la homosexualidad, me refiero al cine. Es innegable no sólo porque Marchant Lazcano es un conocedor que, además de manejar nombres de actores y películas y saber de crítica cinematográfica, construye su literatura desde el cine: imágenes –a veces blanco y negro–, muchas imágenes. Y pese a que Cuartos oscuros es menos cinematográfica en su redacción –hay construcciones o pasajes largos de los que se podría prescindir–, persisten las referencias a la cultura pop y al cine hollywoodense, así como a pintores como Hopper.

Si reitero la homosexualidad de los personajes y de los escritores mencionados es por el planteamiento de la novela, cuyo argumento reside en la soledad de la recta final de la vida de homosexuales portadores de VIH.

A partir de esto, ¿puede leerse Cuartos oscuros como una novela gay? Francamente, una lectura así le impone cuadratura a algo que es más bien cilíndrico; y aunque una lectura así me produciría somnolencia no me exime de un análisis desde la tradición de la llamada novela gay.[2]  El nombre se debe, entre otras cosas, al contexto en que es bautizada: segunda mitad del siglo XX. El objetivo de los escritores es construir identidad. Entre sus características se encuentran la renuncia a los derechos que otorga la normalidad, la convención social, en busca de otros caminos; además, el hedonismo, el individualismo, las efímeras relaciones afectivas, cierta omisión de figuras femeninas, la felicidad momentánea, el carácter lúdico y el culto a la belleza física.

Respecto al culto por la belleza física, el escritor no hace sino colocar frases e imágenes que tal vez no se piensen desde el amor homosexual sino desde estereotipos: “En efecto, el sexo entre maricones está permitido, impúdicamente, sólo para varones jóvenes y apuestos”, o “Los homosexuales no hacen el amor, tenemos sexo. Y a veces, en ese ejercicio de impiedad, logramos enamorarnos”. También se permite arrebatos como éste: “La soledad es parte de la vida, la más dura, me dije, aunque no estoy seguro que, al hacerse mayor, uno tenga necesariamente que estar más solo. Sucede que la soledad se hace más visible, uno se da mayor cuenta de ella. Yo me arreglaba con mi soledad en Chile, a medias. Pero en ese cine en Queens comprobé una vez más que la soledad homosexual proviene del rechazo sexual. No tanto de la represión como del envejecimiento. Todos esos viejos parecían verificar algo que escuchamos a cada rato: los gay parecen darle más importancia al sexo.”

Pero si lo lúdico y el culto a la belleza destacan en la mayoría de las novelas gay, en Cuartos oscuros se encuentra lo contrario: la proximidad del fin y la esperanza de un instante que haga sentir vivo al personaje porque la muerte es irremediable no porque se la exalte, sino porque es el último estadio del proceso de un portador del virus. Así pues, más que la homosexualidad de los personajes, la trascendencia de la obra radica en los temas de fondo, los siempre cuestionados: la soledad de los amantes, la existencia del amor o su ausencia, la búsqueda de la felicidad, el suicidio y la muerte.

El personaje busca algo que lo mantenga ocupado en medio de la rutina diaria del tratamiento médico y del recorrido de una ciudad tan caótica como cualquiera de Latinoamérica, con las mismas desigualdades y capacidad de marginación y soledad. En esa ciudad, sólo en los cuartos oscuros es posible conseguir un poco de felicidad, en el anonimato de los cuerpos deseosos y deseados sujetos al momento, siempre al filo de la navaja. El protagonista regresa a Puig constantemente porque busca “temas que me hablaran de situaciones desesperadas parecidas a la mía”. Ya no busca sangre como la suya, únicamente busca momentos en cuartos oscuros.

Quizá cuando uno está más próximo a descubrir la fecha de defunción el panorama se aclara y puede vivir en el límite. La tesis y estrategia de Marchant estriba en quemar cada día las naves de su personaje. Lo hace cuando el protagonista deja su vida en Santiago y se muda a Nueva York. Es un hecho que a lo largo de la novela existe una constante tensión entre las ganas de vivir y de morir: “No tenía mucho sentido haberme desarmado todo, instalándome en Nueva York, para apenas dejarme morir en territorio ajeno. Para morir, no había como Chile. No debe existir en el mundo otro país en donde circulan tantos muertos en vida.”

Es la búsqueda de libertad lo que impulsa a la gente a quemar las naves. El protagonista da rienda suelta a su hipótesis de vida a partir de El halcón maltés, de Dashiell Hammett, al citar que un padre de familia se atreve a dejar todo para comenzar desde cero. Es una especie de “mirada en la vida del individuo que permite ver el mecanismo del hombre, lo que somos, de qué estamos hechos, cómo vivimos, cómo morimos. Mr. Flitcraft huye. Aquella fuga tal vez sea la fantasía más recurrente del ser humano en todo momento y en todo lugar”.

Lo que Marchant plantea es una vuelta de tuerca a la vida de Mr. Flitcraft, tal como lo hace Paul Auster en La noche del oráculo, sin lograrlo, de acuerdo con el narrador chileno.

Además de lo furtivo e instantáneo del encuentro, los cuartos oscuros sugieren cierta ceguera. Por un lado, no importa ya quién toque o a quién se toca, pero por otro sugiere la idea de dejarse conducir en la vida casi a tientas, sin saber nada más del otro. Eso es lo que sucede con el personaje. No es fortuito que el portador de VIH que encuentra en el centro de atención Gay Men Health Crisis sea un ciego, Pat Venske, quien muere temprano en la novela y es convertido en un espejismo, idealización del protagonista, al que pretende alcanzar a cada paso “Por esas absurdas fantasías que inventaba cada tanto desde hacía mucho tiempo, pensé que podía enamorarme de él y estar a su lado, acompañarlo, ayudarlo a desnudarse y conducirlo a la cama, recorrer su cuerpo con mis manos, si él me lo permitía.”

Decide quemar sus naves de nuevo y perseguir al ciego durante largo tiempo hasta darse cuenta que de él sólo queda un viejo departamento.

Distanciados de lo gay, Marchant no pierde ocasión de pensar su país desde la lejanía física. Los dos primeros capítulos constituyen, más que novela, una reflexión social y el proceso de escritura, aunque en toda la obra inserta guiños de ojo al lector que lo hacen más partícipe del relato del protagonista. La particularidad de estos primeros capítulos es que pareciera ser la voz de un escritor chileno –no de un personaje, acaso un personaje bien construido– de una generación hoy ya mayor que cuestiona la dictadura porque en su juventud la padeció (a diferencia, por ejemplo, de los personajes de Alejandro Zambra, cuyas voces son aún infantiles)–: “Al comienzo, quizás pocos lograron darse cuenta de esto, fascinados con la idea de las recientes libertades adquiridas, luego, avanzado ya el nuevo siglo, el espanto sobrevino al comprobar que la transición a la democracia había sido un siniestro pacto: como si el dictador hubiese sobrevivido como un inmortal titiritero demoníaco que movía los hilos y todos los civiles naufragaran como monigotes descalabrados bailando sobre el pobre escenario de la patria. Pero esto es asunto de resentidos, malhablados, extremistas y paranoicos. El Chile biempensante, el Chile conservador, dice que todo se hizo correctamente y aguarda por un futuro luminoso.”

Seguramente, el personaje se atreve a decir eso porque está ya fuera de Chile y de los alcances de esa sociedad que critica, se atreve porque ha quemado sus naves y, viva o muera, está ya fuera de ese país. Marchant goza de esa libertad para hablar porque, tal como sus personajes, vive entre dos aguas.

 

 

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NOTAS

[1]  No deja de llamar la atención que Reinaldo Arenas, así como los protagonistas de la novela, eran portadores del VIH, lo que pudiera leerse como una hipótesis del autor en tanto Puig también pudo haber sido portador, aunque se sabe que falleció de un infarto al miocardio. Por supuesto, esto no tiene trascende ncia para la obra literaria de un autor –en el caso de Puig–, pero sí en el trazo que Marchant Lazcano hace de los personajes.
[2]  En México, Luis Zapata publica El vampiro de la colonia Roma en 1979. Un análisis interesante es “El vampiro de la colonia Roma: literatura e identidad gay en México”, de Rodrigo Laguarda. En Chile, Marchant Lazcano en la misma época publica, desde Buenos Aires, en 1977, debido a la censura del gobierno militar, La Beatriz Ovalle…, donde ya dejaba ver algunos personajes con rasgos homosexuales, nunca dicho de manera abierta.


 

 

 

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