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Amanecer sin dioses, de José María Memet
Maldito Pero No Ciego
Por Bruno Cuneo
Revista de Libros de El Mercurio.
Sábado 12 de Febrero de 2000
Para quien medite sobre las determinaciones esenciales de la poesía moderna, pocas cosas llegarán a parecerle tan evidentes como que la ciudad o la existencia urbana no es tan sólo uno de sus motivos privilegiados, sino también el espacio primigenio mismo a partir del cual llega a ser posible. Desterradas de una vez las agrestes ensoñaciones en las que el romanticismo veía, como decía Baudelaire, pulular dioses en las hortalizas, la poesía moderna sólo sueña con la "flor azul" a condición de hallarla en un macetero o prendida de la blusa de una bataclana, la misma que ya no chismorrea por los jardines de Fontainebleau y, en cambio, deambula grave por entre bulevares y barriadas. Infructuoso resultaría, por lo mismo, pretender leer cualquiera de los poemas de Apollinaire, Eliot, Crane o Kavafis, si no es a través del tupido velo de París, Londres, Nueva York o Alejandría. En el cruce de sus innumerables calles y recovecos halla el alma del poeta los sobresaltos líricos en los que Baudelaire veía germinar la nueva poesía, quizá el único remedo posible allí donde también arrecia la amenaza de extravío. Lección ésta que una y otra vez vuelve a renovarse en el último libro de José María Memet, una de las voces más virtuosas de la actual poesía chilena que, digámoslo, deberá acoger a Amanecer sin dioses como a uno de sus mejores aciertos.
"Canto la muerte de la ciudad/ - escribe Memet- / y también sus sueños". Poco tarda uno en reconocer que esa ciudad es Santiago o ese canto una elegía, y algo más que una impresión descubre en esos sueños, la pesadilla. Confiscada de lado a lado como está por la infernal subasta, la ciudad se ofrece como un campo de ruinas, como la landa estéril sobre la cual no germinan ya las convicciones y sopla vigoroso el viento de la desidia: "(...) Cada día recojo en los caminos/ millones de osamentas que pensaban como tú./ Y sin embargo, la sociedad está tan falta de convicciones/ que es incapaz de soportar una ficción", escribe el poeta en el hermoso poema que abre el libro. Sobre esta ennegrecida piedra se engasta el título del libro que, lejos de sugerir una tribulación evangélica, confirma aquello que desde hace tan largo llamamos nihilismo. En efecto, pues, ¿qué otra cosa es amanecer sin dioses, sino descubrir atónitos que carecemos ya de un mito capaz de engendrar el nexo espiritual en el que nuestros actos se anuden con sentido? Vieja querella de la poesía moderna desde el romanticismo, Memet parece hacer el balance de su radicalizada configuración postrera: "Luego la ciudad, el abrazo de la civilización/ con millones de almas/ que no encuentran sentido, sin saber que efectivamente/ el sentido de la vida no existe". Para quien así piensa la condición humana, no de modo intemporal sino apremiada por un histórico destino, difícilmente le convencerá el consejo de Pound de hallar solaz en el rostro de un niño. A menudo nos recuerda Memet que el gran descalabro de nuestros días parece estar no sólo en haber sido despojados de toda convicción, sino también, como a esa amante tantas veces evocada, de la inocencia.
Y, sin embargo, trasunta en Amanecer sin dioses el deseo de ingenuidad, segunda ingenuidad, aunque deba reptar ahora por el estrecho surco del artificio: "Es hora de inventar un nuevo dios - escribe Memet a continuación- / pues cae la noche sobre el universo/ y los buses regresan a los barrios/ con millones de cadáveres". Sólo entonces puede la ciudad, habiéndonos postrado en un inconfortable estado de naturaleza, habiéndonos asimilado a una existencia vegetativa cuando no decididamente pétrea, ofrecerse como templo en cuya geometría reconoce el alma su morada. Pues, es una vieja evidencia literaria que es en el espacio mismo de su condena donde reconoce el maldito la redención de su atormentada conciencia y puede, como Sísifo, imaginarse tras un tiempo feliz. Es un hecho lamentable que, desde que Verlaine acuñara el término, el apelativo de poeta maldito haya devenido con el tiempo un cliché tras el cual se parapetan a menudo muchas bajezas literarias. Enmendar este agravio equivale a leer una y otra vez los poemas de Memet, para quien esa figura no ha perdido nada de su riqueza originaria, y descubrir que no se puede ser maldito sino a condición de reconocer también en el castigo y con paciencia, las "espléndidas ciudades" que nos anticipa la palabra: "Los poetas - escribe Memet, citando a William Carlos Williams- están malditos, pero no están ciegos". Sentencia que, a su vez, sirve de epígrafe a un hermoso poema, "Amanecer en la ciudad", cuyos versos finales serán también los de estas líneas: "No seré domesticado./ En la sabana de la gran ciudad/ el león reconoce sus instintos/ y espera que el follaje invada todo/ para comenzar la caza".