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Deja el arma, toma los cannoli
Presentación de El diablo en Punitaqui

Por José Miguel Martínez



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La escena es corta: no dura más de un minuto.

El auto se detiene en un campo de trigo en las afueras de la ciudad. A la derecha del encuadre, vemos las cañas de trigo que cubren el paisaje; a la izquierda, vemos el perfil del auto. Al fondo, la estatua de la libertad. Peter Clemenza, también conocido como el gordo Clemenza, se baja del auto, nuestra vista se mueve con él. Ahora vemos su corpulenta espalda, vemos el movimiento de su brazo, bajando el cierre del pantalón. Escuchamos al gordo Clemenza mear. La cámara nos vuelve a mostrar el encuadre original, las cañas de trigo a la derecha, el auto a la izquierda. Nos quedamos unos segundos con esta visión, mientras de fondo nos acompaña el ruido de la orina de Clemenza, golpeando el suelo. En eso, escuchamos tres disparos muy definidos. Clemenza termina de mear, se sube el cierre, y camina de vuelta al auto. Vemos a Paulie Gatto, el conductor, muerto, su cabeza ensangrentada apoyada en el manubrio, el vidrio del parabrisas quebrado. Y entonces Clemenza le dice a su compañero: “deja el arma, toma los cannoli.”

Todo parte, supongo, con esa frase.

¿Por qué nos gustan tanto las historias de mafia? ¿Qué es lo que nos atrae de esos relatos de antihéroes violentos, lealtades sangrientas y astutas ilegalidades?

Hay razones de sobra que justifican el gusto por este tipo de ficciones. Si tomamos como ejemplo El Padrino, que representa el paradigma de las historias de mafia, podemos reconocer una evidente atracción hacia aquellos temas que resaltan más a la vista, como el código de honor, la pertenencia a un grupo que confiere identidad y conlleva sus propias normas por sobre el sistema, y las relaciones de la familia (la de sangre y la otra)

Pero estos que menciono son los aspectos más tradicionales. Y yo no vengo a hablar de la tradición, sino más bien del lado B de la tradición. Porque a mí, que crecí viendo películas de mafia, lo que me gusta, lo que más me llama la atención de estas historias, son los secundarios. Y claro, me refiero a los personajes secundarios de una historia, pero también, y por sobre todo, me refiero a los segundos o terceros en la cadena de mando.

¿Quién es el gordo Clemenza? Uno de los capos de Vito Corleone, el que realiza los trabajos sucios, el que obedece las órdenes del Padrino. Es uno de sus amigos más antiguos, como podemos ver en “El Padrino II”; también es quien le enseña a su hijo Michael Corleone a disparar un revólver. Es el segundo o el tercero en la cadena, pero su relevancia en la historia pareciera ser lúcida, necesaria, concreta. De esa tradición viene “El diablo en Punitaqui”. Los cuentos de este libro se desprenden de la vida y experiencias de un asesino a sueldo, apodado el gordo Granola, así como también del mundo, los nexos y los personajes que lo rodean. Granola, como Clemenza dentro de su propio universo ficcional, es una figura intermitente -pero siempre presente- en cada una de estas historias.

“El diablo en Punitaqui” muestra distintos fragmentos, sin orden cronológico, de la vida del gordo Granola. Fotografías de momentos, siempre tratando de mantener la autonomía entre cuento y cuento, o sea, que se pueda leer como un todo, pero también que se pueda leer cada cuento como un texto individual.

El gordo Granola, como dice su apodo, es obeso, tiene una obsesión por la higiene, se queja recurrentemente del deterioro de su estado físico, debido al cigarrillo, y tiene un fetichismo psicótico por las cabezas decapitadas. Granola no solo nace de Clemenza, sino que es una mezcla, que toma prestado detalles de otros mafiosos que a mí me gustan, como son Tom Reagan en “Miller’s Crossing” de los hermanos Coen, personaje que pareciera hacer lo que él quiere y no lo que le mandan, o la compleja relación de Tony Soprano con su madre en la primera temporada de la serie “The Sopranos”, o también, el amor por la música clásica y la afición al piano de Jimmy Fingers, en la película “Fingers” de James Toback.

Todos los personajes que hasta ahora he nombrado, se remiten a una época determinada del siglo XX, y también a un escenario concreto, que es la ciudad. “El diablo en Punitaqui” no solo es el lado B de la tradición, por situar la mirada desde los personajes secundarios, sino también por los lugares donde se mueven las historias. La organización criminal a la que pertenecen los personajes de este libro, es más bien una mafia de provincia, que se mueve siempre en los márgenes. Ese es el eje temático y espacial de la mayoría de estos cuentos. Es la mención de los lugares como Punitaqui y Uyuni, por ejemplo, pero también es mucho más: es el énfasis en espacios y en circunstancias marcadas por una suerte de abandono de los centros de poder.

Latinoamérica en general ofrece a diario un material dramático y violento, que narradores norteamericanos y europeos sin duda exprimirían, si lo tuvieran al alcance de su inspiración. En ese sentido, nuestra región, en cuanto al tratamiento de ficciones, presenta una compensación extra respecto de otras latitudes: me refiero a esos ambientes desolados, marginales, descentralizados. Los cuentos de “El diablo en Punitaqui” siguen el camino ya trazado por maestros como Rubem Fonseca, en el momento en que sus personajes abandonan la ciudad de Río de Janeiro, y escapan hacia lugares lejanos como Minas Gerais, o se embarcan por el Amazonas, emprendiendo la cacería de un encargo, de pueblito en pueblito.

Inevitable es el cruce que se genera entre estos cuentos y el tema de la violencia. Aquí la violencia es más que una opción estética: es un lenguaje, un punto de vista.

El gordo Granola, en su faceta más esquemática, se parece bastante a Boogie el aceitoso, personaje recurrente de las tiras cómicas de Roberto Fontanarrosa. En una entrevista, cuando le preguntaron a Fontanarrosa el porqué de la violencia excesiva de Boogie, él respondió: “el tratamiento que intento dar al clima de Boogie, a su entorno es, ciertamente la recepción que tiene en mí toda la información que uno recibe sobre violencia, armamentismo, drogadicción, impunidad permanente. Al ser un personaje corrupto le está permitido ser vulnerable a todo eso, empaparse en ello. Si fuera un héroe convencional sería escéptico, ajeno, y no creo que cumpliría su finalidad con la misma eficacia.”

Si observamos a la gran mayoría de los personajes más famosos del cine de mafia, notaremos que se remiten a la figura de un gánster de tipo más clásico. Cuando menciono el concepto del mafioso clásico, me refiero al mafioso en primera persona, ese que lleva a cabo el trabajo personalmente. "Los relatos de gánsters sólo pueden mirar hacia el pasado" –dice el escritor Marcelo Figueras-, "porque los gánsters de hoy dirigen bancos y entidades financieras, tienden a ser personajes menos coloridos que Al Capone y nunca ven de cerca la violencia que sus decisiones engendran. Los mafiosos históricos tenían la decencia, al menos, de mirar a los ojos a alguna de sus víctimas.”

Siguiendo la lógica de Figueras, en "El diablo en Punitaqui" lo que más abunda son, precisamente, personajes basados en aquellos mafiosos históricos, cinematográficos, pero siempre buscando una reinterpretación vernácula, un sabor local, una actitud latinoamericana: esto es, sin elegancia, sin clase, en un entorno donde la violencia muchas veces parece ser la forma, y también el fondo; donde la narración es guiada por un ambiguo punto de vista, el del asesino; donde no hay buenos ni malos, solo seres a la deriva.

“Deja el arma, toma los cannoli.”

La terrible cotidianeidad con que Clemenza dice la frase después del asesinato: eso es el gordo Granola, eso es “El diablo en Punitaqui”.



 

 

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