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TRES SUICIDIOS NEOLIBERALES
José Miguel Martínez
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Invisibilizar la muerte es uno de los pilares que sostiene al capitalismo.
Raúl Zurita.
8 de febrero de 2019
Tenía 70 años, tres hijos —dos hombres y una mujer— y un solo nieto. Vivía en el Parque Bustamante junto a un gato gris llamado Perucho. Se teñía el pelo oscuro, para contrastarlo con el color claro de sus ojos, escondidos detrás de unos gruesos lentes tipo carey. Esa tarde usaba un vestido verde: todavía no daban las seis cuando tomó asiento afuera de un café en el quinto piso del Costanera Center. Llamó a la muchacha en reiteradas ocasiones, pero era la única mesera atendiendo, por lo que tardó en tomarle el pedido. Cuando por fin se le acercó, le pidió un cortado simple. Ya eran la seis cuando se quedó sola en medio de las mesas: bebió su cortado lentamente, mirando de tanto en tanto a la fila interminable de gente que, rauda, entraba y salía con las bolsas de compras en los niveles inferiores. Volvió a llamar, con un hilo de voz, a la mesera, quien revisaba su celular al interior del café: la muchacha no la notó. Cansada, se quitó los lentes, se restregó los ojos y agitó la misma mano tratando de llamar su atención. Después de varios intentos, la mesera levantó la vista y fue hacia la mesa. Le pidió la cuenta y, antes que la mesera le retirara la taza, agregó: disculpa por molestar. La muchacha asintió, extrañada, y luego cruzó el umbral del café. Ni siquiera alcanzó a vislumbrar por el contorno del ojo cuando la mujer se subía a la silla y se lanzaba por sobre la baranda. Se oyeron gritos: la muchacha no tuvo el valor de acercarse y mirar abajo. Ya lo había visto antes, muchas veces: el cuerpo inerte, desparramado sobre un charco rojizo; la carpa azul que luego lo cubriría; la gente que, impasible, sacaría fotos con sus celulares desde las escaleras mecánicas. Por eso bajó la vista: fue entonces cuando notó los lentes de carey sobre la mesa. Y, como un resplandor o como una sombra, la muchacha se acordó de que el verde de los ojos tristes y arrugados de la mujer eran del mismo color que el vestido que llevaba puesto.
28 de enero de 2009
Tenía 30 años, era soltera y tenía un hijo. Vivía en un pasaje de la población Los Nogales, en Estación Central. Se dedicaba a la venta de dulces caseros —alfajores de hojarasca y calzones rotos— y los días jueves ayudaba a su madre en la feria. A veces enviaba a su hijo a vender dulces y por eso en el barrio lo llamaban “el niño azúcar”. Venía saliendo de un resfrío mal tratado, y todavía tenía la garganta rasposa y los pulmones crujientes cuando bajó por las escaleras del metro Las Rejas. En el andén una muchacha teñida de rubio que parecía de su misma edad —o quizás menor— la pasó a golpear con el hombro. No se pidieron disculpas. La muchacha teñida siguió de largo, abriéndose paso entre la hacinada muchedumbre hasta alcanzar el extremo izquierdo del andén: iba atrasada a la pega. Se alivió al oír el ruido del metro acercándose, ese mugido profundo que anuncia la llegada del tren; de pronto vio que los vagones se detenían abruptamente y el mugido se transformaba en un chirrido irritante. La gente comenzó a chillar: la muchacha no alcanzó a ver qué sucedía. En las escaleras del otro extremo vio como bajaban corriendo los guardias del metro. Se oyó un anuncio en el altavoz: debido a problemas en la vía, el servicio estará detenido algunos momentos. El clamor de la gente se hizo aún más estridente, y ella empezó a chiflar para que el tren abriera sus puertas. Alguien a su lado dijo: parece que alguien se tiró. Puta la hueá, respondió instintivamente la muchacha, y luego sacó su celular y le escribió un mensaje a su jefa avisando que iba a llegar tarde. Diez minutos después, el servicio de metro fue restablecido.
30 de noviembre de 2001
Tenía 50 años, tres hijos adolescentes y desde los cuatro años había vivido en Maipú, en una casa de la villa Pizarreño a no más de treinta metros de la fábrica. Se peinaba con la raya al costado, vestía chaqueta de cuero negra, no usaba corbata —jamás usaba corbata— y ese día caminaba con el ceño fruncido mientras se acercaba al Palacio de la Moneda, evitando que las cartas que apretaba firmemente en su mano izquierda se mancharan con el sudor de sus palmas acaloradas. Repartió todas, no sin un dejo de timidez, a un grupo de personas que se aglomeraba en un acto oficial enfrente del edificio de gobierno: muchos la recibieron con apatía, otros la leyeron extrañados. Nadie se acercó a preguntarle de qué se trataba el asunto. La última carta se la dio a un muchacho joven, con audífonos, quien la recibió de mala gana. El muchacho siguió caminando, ignorando a las personas que, como él, cruzaban rápidamente de un extremo a otro la Plaza de la Constitución. La música retumbaba en sus oídos y, por ello, no alcanzó a oír los gritos, pero sí a echarle un vistazo al papel, muy por encima, al mismo tiempo que sentía un profundo olor a parafina y a carne quemada. Segundos antes de darse vuelta, más por reflejo que por curiosidad, sus ojos se cruzaron con las palabras que cerraban la carta: “Mi alma, que desborda humanidad, ya no soporta tanta injusticia.”
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