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«El reino» de Emmanuel Carrère:
Convertir la mentira en arte

Por José Miguel Martínez
Texto publicado en Cine y Literatura el 17 de noviembre de 2023.
https://www.cineyliteratura.cl/ensayo-el-reino-convertir-la-mentira-en-arte/


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No pocas veces he pensado que, si yo hubiera visto La última tentación de Cristo de Martin Scorsese durante mi adolescencia, a lo mejor hoy en día sería cristiano. Suena a chamullo, pero digo lo anterior porque empatizo totalmente con el Jesús de William Dafoe, un hombre que teme a la muerte, que vislumbra en su mente vidas paralelas, que está lleno de contradicciones, que duda una y otra vez, que improvisa varios de sus actos más famosos del Nuevo Testamento, que cambia de dirección y de discurso por lo menos tres veces en la película… Un verdadero ser humano, en definitiva.

Es fascinante, en ese sentido, el efecto provocador que tienen sus actuaciones públicas. En la Biblia, Jesús monologa como si no tuviera interlocutor: rara vez, al menos hasta la pasión, leemos alguna reacción visceral de sus contrapartes.

De esa forma, en la película de Scorsese, esos monólogos poco narrativos se ven puestos en contexto, y vaya que son controversiales: hay gente de acuerdo con lo que dice, sí, pero la gran mayoría se indigna y lo trata de estafador, de mentiroso, y en más de una ocasión sus discípulos deben sacarlo del lugar de la prédica para que no termine linchado por la turba.

Lo otro que funciona muy bien es la figura de Judas: «I struggle; you cooperate». El Judas de la película es un héroe trágico, muy parecido al del cuento Tres versiones de Judas de Borges; sin él, no habría habido crucifixión de Jesús y, por ende, no habría existido el dogma de la resurrección.

Borges escribió en un ensayo que, en general, si nos da gusto ver las historias famosas —la pasión de Jesucristo, en este caso— ligeramente modificadas —la última tentación, polémica para muchos, que vive en su cabeza durante la crucifixión—, es porque así las sentimos frescas, renovadas; por lo mismo, siempre será mejor narrarlas de otras formas a las que ya conocemos de memoria.

En este aspecto, La última tentación de Cristo me parece la mejor narrativa cristiana contemporánea que yo he visto hasta ahora; pienso que para narrar un concepto sagrado y no caer en el panfleto hay que transgredirlo, ser un poco blasfemo; sólo así se puede alcanzar la verdadera altura de su mensaje, por lo menos a nivel artístico.

Algo similar me pasa con El reino de Emmanuel Carrère, tal vez la mejor narrativa cristiana en literatura contemporánea, un gran libro que le recomendaría a cualquiera que, como yo, fue formado en la religión católica y terminó por alejarse de ella (también se lo recomendaría a cualquiera que no hubiera creído en el cristianismo antes y luego haya terminado, por quizás qué razones, convertido a esta religión).


«Es necesario que Carrère sea medio pelotudo»

En  El reino, Carrère pone en contexto cómo se formó el cristianismo, cómo terminó propagándose en gran parte gracias a la figura de Pablo de Tarso y sus peregrinaciones desde el Medio Oriente hacia la Europa greco-romana, convenciendo a un grupo pequeño de personas que terminaron conformando una secta que, en un determinado momento, en circunstancias que merecen ser leídas con detalle en este libro, se les metió en la cabeza que había un hombre que resucitó entre los muertos, el cual, según ellos, era el hijo de Dios, para luego terminar por convencer a muchos otros (un continente entero) de esta increíble historia.

Carrère nunca deja de asombrarse —al igual que yo mientras lo leía— de cómo este grupo de fanáticos logró cambiar la historia al punto que hoy en día el cristianismo, en sus diversas vertientes, es una de las formas dominantes no sólo en términos religiosos sino también político y culturales de gran parte del mundo occidental.

Pero mi intención no es hablar del cristianismo en este texto (o tal vez sí, indirectamente); más bien quiero hablar sobre el estilo chamullento de Emmanuel Carrère.

Porque el libro pareciera tener algunos ripios, que se le perdonan por la fuerza de su intención; estos ripios, la parte más floja, tienen que ver con el Carrère más clásico, esto es, con el Carrère autobiográfico. Hablar de sí mismo es un sello de marca en su escritura, cosa que, en general, hace muy bien —Carrère es un gran narrador—, pero creo que en  El reino se le notan las costuras, en parte porque es mucho más interesante la narración histórica sobre el cristianismo y su propagación que la vida religiosa del propio autor.

Frases como: «ese niño con síndrome de Down que es el cristianismo» o la constante necesidad de justificarse, de repetir una y otra vez que ya no es cristiano, terminan por dejar a Carrère, majadero en su repetición, como un latero. Ahora bien: latero y todo, y aun cuando se reconocen esas costuras en su escritura, al final uno igual termina engatusado, incluso conmovido, con El reino. Cabe preguntarse: ¿por qué pasa esto?

Leyendo una entrevista del difunto Juan Forn, me topé con la siguiente reflexión que el argentino hace sobre el francés y De vidas ajenas, otro de sus libros biográficos:

«Es necesario que Carrère sea medio pelotudo; una lección es buena en la medida que hasta el pelotudo la entiende. Entonces es necesario que él lo sea. De vidas ajenas es un libro donde esa función es indispensable como contrapeso, y le saco el sombrero por usarse así. A lo mejor es mucho más sabio de lo que parece en sus libros. Ponerse como se puso en De vidas ajenas es de alta sapiencia literaria: muñeca, oficio, experiencia vital. Hay cosas que las sabés por ciertas cosas en la vida que te permiten saberlo».

Me encanta lo que Forn dice de Carrère aquí: es un poco lo que hace Borges en El aleph —sí, ya sé que es un cuento fantástico, pero, ¿acaso El reino no lo es también?—, donde el mismo Borges se usa como personaje-narrador y al final queda como un mezquino y envidioso ante Carlos Argentino Daneri (es decir, queda en ridículo ante otro ridículo).

Hernán Casciari, en un ensayo titulado Los dos Rulfos, celebra que un amigo suyo contara anécdotas que lo dejaran mal, porque sacrificar a tu persona por el bien de la historia que estás contando le parece un acto de mucha generosidad. «La mentira tiene mala prensa —escribe Casciari— porque en general se utiliza con mezquindad: para sacar provecho, para vengarse de otros, para obtener crédito espurio, para fingir o alardear. Esa es la mala mentira. La buena mentira, en cambio, es generosa: ahí reside la única virtud de la mentira (…) Ese pequeño detalle es lo que convierte a la mentira en arte, lo que le da categoría de ficción».

 

 


El artificio que se hace visible

Aunque las constantes dudas de Carrère sobre si cree o no en el cristianismo terminen por aburrir, pienso que, en definitiva, igual conforman el motor, el corazón del libro; son el punto de partida y también la meta al final del camino. Por lo mismo, creo que la esencia de El reino, su espíritu (si cabe el término), se puede resumir en el siguiente extracto:


No dudo de que cuando se publique este libro me preguntarán: Pero entonces, en definitiva, ¿es usted cristiano o no? Como, hará treinta años: Pero entonces, en definitiva, ¿tenía bigote o no? Podría recurrir a un subterfugio, decir que si me he deslomado escribiendo este libro es para no responder a esta pregunta. Para dejarla abierta y que cada cual la conteste. Sería muy propio de mí. Pero prefiero responder.
No.
No, no creo que Jesús haya resucitado. No creo que un hombre haya vuelto de entre los muertos. Pero que alguien lo crea, y haberlo creído yo mismo, me intriga, me fascina, me perturba, me trastorna: no sé qué verbo es el más adecuado. Escribo este libro para no imaginarme que sé mucho más, sin creerlo ya, que los que creen, y que yo mismo cuando lo creía. Escribo este libro para no abundar en mi punto de vista.


Lo que Carrère hace en El reino —y en prácticamente todos sus libros desde que escribió la biografía de Philip K. Dick en 1993— es eso mismo: convertir la mentira en arte. El problema no sería la mentira misma, se entiende, sino el artificio que se hace visible.

Yo mismo sentía, a ratos, en mi lectura de  El reino, que Carrère me estaba chamullando: a veces se le notaba —y por eso me aburrió su parte autobiográfica, en correlación con la otra, la parte histórica; porque me daba cuenta del chamullo, que hubiera preferido creerme por completo—, pero qué más da: el juego funciona, en definitiva, y el libro finalmente sale victorioso.

Es algo que Carrère, como proyectando su propio estilo, menciona sobre un truco narrativo de Lucas el evangelista, donde el médico griego hace coincidir el nacimiento de Jesús en Belén con la profecía de las escrituras: se decía, en el Antiguo Testamento, que el Mesías tenía que nacer en Belén, pero María y José habían vivido toda su vida en Nazaret; lo que Lucas hizo fue meter un censo que, en realidad, en términos históricos, se realizó muchos años después del nacimiento de Jesús.

Y Lucas lo despacha rápidamente, diciendo que María y José tuvieron que partir de Nazaret a Belén porque José era descendiente de David, y que el censo exigía que cada familia se censara en la ciudad de sus ancestros.

Problema [narrativo] resuelto.

Lucas, claro está, lo menciona como un dato a la pasada, con la intención de que todo calce con las escrituras, y para que esto pase aún más colado le pone el énfasis a la imagen del nacimiento, realzando todos sus detalles más característicos: el pesebre, el establo, los animales, etcétera.

A Carrère esto le parece digno de un prestidigitador, por lo que cierra esta reflexión rindiéndole, desde la perspectiva de un novelista, sus respetos a Lucas.

Pues bien, Carrère: en nombre del gremio de los escritores chamullentos, yo también te digo: mis respetos por El reino.

 

 

 

 




 

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