Proyecto Patrimonio - 2018 | index | José Miguel Martínez | Autores |
CAMILA
Por José Miguel Martínez
(inédito, 2011)
Publicado en http://cargocollective.com/
.. .. .. .. ..
1.
Bailábamos el vals el día de nuestro matrimonio, cuando mi mujer me dijo:
-Bailamos todas las canciones equivocadas.
-¿Cómo? –le pregunté.
-Disfrutamos de todos los movimientos incorrectos.
Esa noche no hicimos el amor.
Esa misma noche, ella me abandonó mientras dormía.
2.
Podría decirse que la habitación del hotel se sentía fría y gris cuando desperté oliendo su ausencia, pero lo cierto es que fue todo lo contrario. Un rayo de sol atravesaba transversalmente la pieza y un calorcillo agradable entraba por la ventana. La mañana tenía sabor a madera.
Fue ese mismo día cuando empecé a irme de putas.
Al principio me gustaba que fueran de diferentes colores: castañas, morenas, rubias, pelirrojas y trigueñas. Luego me contenté con que tuvieran distintos nombres. En orden cronológico, me acosté con: Irma, Theresa, Telma, Inés, Sabrina, Martha, Muriel, Salteña (ese fue el nombre que ella me dijo; después de todo, es tan solo natural que las putas utilicen nombres, digamos, artísticos), Araceli, Solange, Dorotea, Lina, Papusa y Zulmita.
Al décimo quinto día, parada en la esquina de la que yo ya era habitual, estaba Camila. Era rubia y tetona, y tenía ojos verdes afilados como navajas. Parecía joven, pero su rostro derrochaba algo que no puedo definir como otra cosa que… ¿generosidad?, ¿sabiduría?, ¿malicia?
Esa noche no nos acostamos.
3.
Lo primero que llamó mi atención fue su nombre (cosa que siempre pregunto al bajar la ventanilla del auto).
-Camila –dijo ella.
-Camila –repetí para mí. Un nombre simple, en comparación con las otras putas de las últimas dos semanas.
-¿Ese es tu nombre verdadero? –le pregunté.
-¿Acaso importa en algo? –dijo ella, entornando la vista.
No le dije nada, pero claro que importaba.
Cuando subió al auto, no pude dejar de mirar sus piernas, firmes y atléticas, suaves a la vista y también al tacto. Sentí un leve estremecimiento en Camila cuando puse mi mano sobre su muslo. Junto con ese sobresalto me percaté de su juventud. Era, sin lugar a dudas, la puta más joven que me había tocado hasta ahora. No era una cuestión física, sino más bien de espíritu. Lo que, por alguna razón indefinible, hizo que yo también me estremeciera.
4.
La habitación del motel era fría y oscura, y tenía los muros rayados con grafitis, caricaturas y frases. Un dibujo: un vagabundo cuyas piernas estaban enterradas en la tierra, como raíces. Otro: un osito de peluche con una soga al cuello, colgando en un espacio cuyos muros eran de ladrillo. Una frase: por lo mismo que son muchas cosas que saben, y no pocas las cosas que divulgan, asusta pensar en las cosas que callan. Y también, una firma: Sáenz.
Desde la habitación contigua, se escuchaba a alguien tocar la guitarra.
-Sácate la ropa –le dije Camila.
Ella no se inmutó.
-¿Pasa algo? –pregunté.
-Hace mucho que no hago esto.
-¿Cómo es posible –le dije con tono burlón-, si es tu profesión?
-No siempre esto fue mi trabajo –dijo ella, mirándome fijo, sin pestañear.
-Tranquila, Camila. Siéntate –le dije corriendo la vista. Me abroché el cinturón. Camila abrió una cajetilla y me ofreció un cigarro.
Lo prendí.
Inhale.
El cigarro era suave, como sus piernas. Pensé: un cliente menos comprensivo la hubiera violado. Aquello me hizo sentir mejor persona.
5.
Esa noche fumamos y hablamos. Solo eso.
Le pagué unas cuatro o cinco horas, pues me daba cuenta que hacía mucho que no conversaba con alguien. Conversar de verdad. Le conté sobre mis cuentos (escribir me mantenía vivo. Solía pensar: cuando todos mueran, yo seguiré escribiendo. Y cuando yo muera, alguien seguirá escribiendo también).
Camila me preguntó cómo ganaba dinero.
-De los cuentos, no. Ahorros de la juventud -respondí.
Cuando el tiempo importaba menos, pues era abstracto, y cuando el mundo tenía mi edad. Claro está que ahora las cosas son distintas. En palabras de Sáenz, en otro de sus rayados en el muro: ahora el tiempo es el tiempo, y el tiempo no es otra cosa que el hombre.
Ella me contó sobre su familia y sobre sus múltiples hermanos, y me dijo sus nombres, en orden decreciente: Timón, Valeria, Alexis, Roberto y Marisol.
Me contó que no había podido encontrar empleo en eso que había estudiado –mecanografía-, y que tras la muerte de sus padres, ella había tenido que hacerse cargo de la familia. Recién esta semana había decidido prostituirse, pues la situación no daba para más. Yo era su primer cliente.
Me contó también, y esto lo dijo bajando su mirada que nunca bajaba (Camila siempre miraba a los ojos cuando hablaba), que desde un buen tiempo que tenía aversión a hacer el amor, y que la única manera que podía excitarse era mediante la innovación.
Todo esto me dijo, firme en su tono y siempre sonriente. Todo esto me dijo, mientras su mirada verde se enterraba en mi carne y me hería el sexo.
Esa noche, sin embargo, dormimos en la misma cama, separados tan solo por unos pocos centímetros, centímetros que al principio me quitaron el sueño, centímetros con los que sé que soñé una vez que pude quedarme dormido.
6.
Al día siguiente, desperté sólo.
La pieza del motel seguía fría y oscura, las paredes seguían rayadas, pero había algo distinto. La mañana tenía sabor a metal.
Ese sabor desagradable me llevó a otro pensamiento: quizás ella es la mujer de mi vida y toda esa mierda. Me lavé la cara y salí en busca de Camila. Durante el día no la encontré por ningún lado. Era como si la ciudad se la hubiera tragado. Volví a mi departamento. En la tarde, antes de cenar, escribí un par de relatos cortos y después comí algo ligero. Salí otra vez en busca de Camila.
La encontré en la misma esquina de la noche anterior. Bajé la ventanilla y ella sonrío. Sus ojos verdes me hacían daño.
-Carolina –le dije. Mi tono se quebró un poco.
-¿Cómo? –preguntó ella, abriendo sus ojos con exageración.
-Carolina –repetí.
-Me llamo Camila –me dijo con fastidio.
-No –respondí-. Tu nombre es Carolina, y lo sabes.
Ella no dijo nada. Sus ojos verdes seguían fijos, mirándome. No querían cerrarse.
Tratando de estabilizar mi voz, agregué:
-Carolina, tenemos que dejar de experimentar. Me estás matando. Hice todo lo que me pediste. No hace más de dos semanas que nos casamos porque tú lo querías así. ¿Por qué, entonces, seguimos con estos juegos? ¿Qué más necesitas? ¿Qué es lo que quieres, de verdad?
Aguanté la respiración. Carolina afiló su mirada verde, y dijo:
-Quiero que disfrutemos de los movimientos correctos. Quiero que bailemos las canciones acertadas, con convicción. Necesitamos de un nuevo ruido.
Luego se subió al auto y partimos en dirección a otro motel.