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El diablo en Punitaqui de José Miguel Martínez

Por Martín Venegas
Publicado en https://unasolaventana.com/ 9 de Abril de 2014



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Hoy recomendé a un segundo medio la lectura de El diablo en Punitaqui, el primer libro de José Miguel Martínez. No sé si algún alumno va a leerlo. Creo que una alumna fanática de Poe y Sherlock Holmes anotó el título cuando dije que tiene cuentos sangrientos con gángsters. Si nadie lo lee no importa. Al menos escucharon el nombre, algo que hago mucho en mis clases, dar nombres de libros y series que me gustan para que los alumnos sepan que existen y, cuando quieran ver o leer algo, no se vayan directamente al último libro que la televisión puso de moda, sino que puedan elegir. Si alguno quiere leer la biografía de Camiroaga, que lo haga, pero que decida hacerlo entre otras opciones, entre otros nombres.

¿Por qué recomendé hoy El diablo en Punitaqui? Porque fue el mejor ejemplo que se me ocurrió para dar sentido a lo que la profesora estaba enseñando, hoy excepcionalmente conmigo en la sala. La clase era sobre tiempos narrativos. La prolepsis y la analepsis, que intenté justificar con algunos Ejercicios de estilo de Raymond Queneau (específicamente, “Retrógrado” y “Pronosticaciones”, además de otros fragmentos que no venían al caso, pero que resultó entretenido compartir, como la lectura en voz alta de “Exclamaciones” e “Insistencia”), ocuparon la primera parte de la clase. La segunda fue sobre la distinción entre el tiempo del relato (cómo se cuentan las cosas) y el tiempo de la historia (cómo pasaron las cosas). La profesora explicó el ejemplo que la presentación de Educarchile proponía: enumerar cronológicamente los hechos en la historia de una niña que subía un árbol para rescatar a un gatito con quien caía y por quien terminaba rasguñada. En la diapositiva siguiente, la misma historia era contada desde que la niña estaba acostada en el suelo, se tocaba la mejilla y veía sangre. Entonces recordaba haber estado sobre el árbol intentando salvar al gato.

En este punto intervine para hacer algo que tanto cuesta con muchos de los contenidos de la clase de lenguaje: darles sentido. Dije que aunque el cuento sobre la rescatadora de gatos no sería nunca el favorito de nadie, podíamos reconocer que con la alteración temporal la historia había mejorado bastante. Una anécdota insignificante se volvía levemente misteriosa al empezarla por el final. Así, la reordenación de la historia en el relato mejoraba la narración, permitía un mejor cuento. Ahí fue cuando me acordé de El diablo en Punitaqui, el mejor ejemplo que conozco de historias bien aprovechadas por su manera de ordenar los hechos. Esto lo observó Luis López-Aliaga cuando escribió que “un mínimo giro temporal que reordena la historia, elipsis imperceptibles, discretas, cambios de foco certeros, bien pensados, hablan de un montaje siempre impecable, la mano precisa de un forense”. Parece un chiste obvio por su profesión de arquitecto, pero lo cierto es que Martínez diseña estructuras perfectas al interior de cada cuento y en la totalidad que conforman como libro, en eso que Patricia Espinosa llamó “una interesante y larvada unidad”.

Para demostrar la efectividad estructural de El diablo en Punitaqui improvisé un torpe resumen de “Cuerpo repartido”, quizá el mejor cuento del libro. En realidad, solo dije que el protagonista pasa todo el cuento en silla de ruedas y que recién al final nos enteramos de que la historia que él estaba recordando explica su discapacidad. En un relato cronológicamente ordenado nos hubiésemos perdido esa sorpresa final (que no desaparece con la información aquí entregada). Dije muy poco, pero supongo que por mi entonación y manera de moverme llegué a transmitir que disfruté mucho la lectura de ese libro en el verano.

Era el último día que pasamos en Santiago con mi familia antes de partir de vacaciones a Puerto Varas, donde sucede “Cuerpo repartido”. Todos armaban bolsos, preparaban comida para el viaje, repartían mascotas a quienes las cuidarían por varios días, mientras yo leía en la terraza, sobre cojines que ya debía guardar, los últimos cuentos de El diablo en Punitaqui. Sabía que el día siguiente lo pasaría completo viajando en auto por la ruta cinco sur, pero no quería soltar el libro hasta terminarlo. Durante ese día y el anterior me pasó lo de los libros que consiguen atraparme: tuve en mi memoria absolutamente todo lo que había leído. Después se me ha ido olvidando (gracias a eso puedo escribir esto), pero conservé las notas que hice en el libro. Muchas son absurdas, recolecciones de un detective que junta elementos semejantes sin descubrir nada valioso. Por ejemplo, en la página 107, donde dice “notó cómo el baño tenía una altura desmesurada”, escribí “en la p. 66 hay un techo alto, pero no desmesurado”. En la página 108, donde dice “me vi comiendo un alfajor de manjar y mermelada de frambuesa casera”, anoté a un costado que “en las pp. 68-69 Granola también come alfajores y mermelada”. Y en la página 95, donde dice “el Nano me pegó un combo en el hombro con su mano de empanada”, puse al margen que “por su mano de empanada y la conversación sobre arquitectura, Nano podría ser el T.R. de p. 65, si es que Nano fuese abreviación de un nombre con T en lugar de Fernando”. ¿Por qué anotaba este tipo de cosas? ¿Me habré vuelto loco al leer este libro buscando claves inexistentes? Sí, me volví un poco loco, o eso podía pensar mi familia al verme leer y rayar ese libro en lugar de prepararme para el viaje a Puerto Varas. Sin embargo creo que la “larvada unidad” del libro propicia este tipo de locura. Yo terminé buscando larvas donde no estaban porque en otros puntos sí existían. Un ejemplo: lo que Granola debe entregar desde el principio de “Tren a Uyuni” es muy probablemente lo mismo que debe entregar el protagonista de “Leopoldo (sus sueños)”. No explico este ni pongo otros ejemplos porque una buena parte del disfrute que ofrece El diablo en Punitaqui está en esos descubrimientos. Por eso anoté en la página 96: “Ese es un gusto que nos regala este libro, revelar muy gradualmente a personajes que querríamos conocer completa e inmediatamente. Bolaño hace algo parecido en Los detectives salvajes y en 2666, pero de manera más evidente. Aquí uno podría leer los cuentos independientemente, se pueden leer sin investigar, a diferencia de lo que pasa en Bolaño, donde la búsqueda es obligatoria y los hallazgos son mucho menores”.

Como me pasó hoy día ante el segundo medio, siento que nuevamente digo muy poco sobre el libro que intento recomendar. ¿De qué tratan estos cuentos? ¿Quién es Granola? ¿Por qué me gustó tanto “Cuerpo repartido”? Por segunda vez, espero que mi entusiasmo sea el mejor argumento para que otras personas lean El diablo en Punitaqui o, al menos, sepan que él existe y que cuando quieran leer algo lo pueden elegir.



 

 

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