En la introducción del libro, Federico Botto refiriendo el significado de la palabra Alimapu, dice: “una traducción popular del nombre prehispánico de la bahía de Valparaíso... Tierra quemada” (7). En efecto, Alimapu es una publicación que reúne ocho textos que rememoran y rescriben el llamado “gran incendio de Valparaíso”, acontecido hace una década (2014). Una serie de relatos que se adentran por aquellas aciagas jornadas, cuando la ciudad puerto y sus habitantes vieron (nuevamente) las llamas rodear cumbres y bajar por quebradas y cerros.
Benjamin en su ensayo “Experiencia y pobreza” (pdf) (1933), se interroga acerca de qué puede contar quien vuelve de la guerra. Nada, responde. La experiencia del horror enmudeció ese cuerpo y lo empobreció. No puede, ni tiene nada que contar. Así, la reflexión del filósofo plantea el problema de la desaparición del relato como herramienta y expresión humana, en cuanto viabiliza la transmisión de algo (deseable y necesario), y que debido a la catástrofe (la guerra), nos dejó “sin palabras”. Nada que decir, ni querer contar.
Por el contrario, en Alimapu los relatos funcionan como un reactivador de aquello que enmudeció al habitante siniestrado de Valparaíso. Cada uno de sus relatos cuentan. Los textos quieren volver a hablar sobre el acontecimiento de la gran catástrofe incendiaria, y las voces inscriptas y registradas son una forma de contrarrestar aquella mudez empobrecedora que hace desaparecer la transmisión de la experiencia humana.
Cada texto, a su modo, es una forma de irrupción ante el fuego devorador, pero lo es también sobre aquellas discursividades oficialistas que confiscan y enmarcan lo que es capitalizable para sus propios pragmatismos. En tal sentido, las autorías y textualides múltiples de Alimapu, se encienden y desplazan como luciérnagas por esas noches del dolor derramado, repasando y redescubriendo experiencias, paradójica o incompresiblemente llenas de afecto en medio de la debacle. Manifestaciones admirables de bondad, empatía y coraje, son algunos de los elementos predominantes en los textos reunidos por la publicación.
Así, en “Los bigotes volverán a crecer”, José Díaz nos integra en una trama de animales y humanos. Perros, gatos y personas arrancando del fuego por las bajadas de Chorrillos. Más bien, huyendo de la muerte y el dolor, ayudándose en una relación dada por el afecto y preocupación, ambas fragilidades (humana y animal) amenazadas o vulneradas: “[u]na señora que iba sentada le murmuraba cosas a la Lira para calmarla” (12). O, cuando la voz narradora relata que al caer de golpe en unas escalares, es su madre quien le ayuda a levantar (12). Solidaridad también compartida por un chofer quien alejaba a los afectados, llevándolos en su micro “sin cobrar”, a diferencia de un hombre, al parecer, un conductor de alguna aplicación quien les redobla el precio de la carrera: “mi mamá tuvo que ofrecerle más plata por los perros. Al principio no quería, pero por cinco mil pesos más dijo que sí” (13).
En medio de la amenaza mortal, son los bigotes de una gata los que se manifiestan como una esperanza: “los bigotes volverán a crecer” (14), implícitamente como proyectando en esos pelos del animal, la posibilidad del rebrote de la tierra quemada.
La metáfora o deseo de volver a crecer, nuevamente la encontramos en el texto “Vergel” de Paloma Muñoz L. El título apela doble y hábilmente a un toponímico ubicuo de la zona siniestrada, pero también alcanza y calza con el espacio y posibilidad del resurgimiento: el jardín, el huerto, el vergel vegetal que puede volver a reverdecer y reproducir la tierra quemada.
Renacer desde las cenizas en el escenario mismo de la destrucción total, a propósito de una fiesta familiar donde el fuego, las alertas y la emergencia quebrantan la cotidianeidad festiva de la vida de los sectores altos de Valparaíso, que no solo son el lugar donde se reúnen los vientos, sino también las cientos de familias que se concitan para gozar la vida: “[o]nce de la noche. Tres bocinazos, llegaron; aparecen manos llenas de lo que se pudo sacar a tiempo. La Kathi abrazó a sus papás que, a duras penas y con un hilito de voz, soltaron lo que no quería escuchar: Ya no existe la casa”.
Muñoz, sin embargo, en su construcción textual altera la destrucción de aquel vergel-hogar al montar en el último párrafo del relato una escena que subvierte la catástrofe: “[d]el fondo y con las luces apagadas, la Marcela traía la torta rescatada, con un solo velón blanco encima, susurrando un cumpleaños feliz...” (20).
Cercana a una sinécdoque, la vela encima de la torta metaforiza al fuego como un elemento que forma parte de las vidas (y muertes) periódicas de Valparaíso. En este caso, la llama señala la continuidad de la vida y la celebración, a propósito de un cumpleaños que casi milagrosamente, pese a todo, igualmente reúne a la familia ante el gran devorador de los cerros.
Otra deriva de las llamas es abordada por Marcos Gallardo B. En “Palmas” nos lleva hacia una observación concentrada en los peligros de extinción que exceden la sola o única amenaza del fuego. Es más, se desprende de su relato que detrás del fuego está la “mano del hombre”, responsable no solo de los siniestros incendiarios, sino de toda acción y concreción que atenta contra el precario equilibrio medioambiental: vegetal, humano y animal.
En “Palmas”, es precisamente el elemento vegetal lo que está en peligro constante. Los personajes del relato apuestan por otra mirada que confronta la línea del progreso, y son algunas plantas las que representan esta resistencia frente a los embates del capital y el progreso siniestro: “[h]acia Nueva Aurora aún se veían las siluetas de las palmas delineadas por el fuego... Al terminar la calle se veía todo el recorrido del fuego, que desnudó al cerro acentuando sus curvaturas y precipicios... Postes negros esparcidos por la ladera hasta el fondo de la quebrada eran los restos de las palmas” (22).
La voz del relato agrega que las palmas pueden resistir temperaturas insospechadas para el cálculo humano. Coherentemente, también se mencionan otras plantas ancestrales con poder medicinal o nutritivo, como el boldo, el matico o la zarzamora salvaje, recursos naturales hoy desplazados, explotados o despreciados por las industrias al uso (farmacéutico-agrícola).
En el texto de Guillermo Mondaca F.: “Cables con alquitrán. Testimonio Cerro Toro”, advertimos un giro sobre el fuego, mirado como una especie de materia elemental y misteriosa, inclusive, con cierta reminiscencia religioso-prodigiosa, a propósito del testimonio recogido por el autor, a partir de un incendio acontecido en el Cerro Toro hacia 1969.
“¿Sabe usted por qué una sola muralla puede quedar intacta?... Y al centro de la explosión, un esqueleto oscuro... la única cosa que quedó, la cocina de fierro... ¿sabe? Abrí el horno: había, más intacto todavía, aún más radiante, un azucarero: bajo el sol de la tarde, entre mis manos, los granos blancos relucían” (29).
En la voz testimonial advertimos una experiencia otra con el incendio. Una manifestación sobre la materia ígnea como reacción ante algo misterioso que “no sabría como llamarla” (29). Esto se corrobora hacia el final del relato: “Dios nos dio y nos quitó y nos va a volver a dar y con creces, Señor, no importa Señor” (30). Es decir, la presencia del fuego figura como un acontecimiento que divide la existencia entre un antes y un después.
En una dirección ligada a la anterior, Tomás Pérez en “Dios quiera que ande por ahí caminando”, también aborda o deslinda esa relación con el fuego desde cierta experiencia que provoca una huella, una hondura, una marca o cicatriz en la existencia, en este caso, el incendio de Calle Serrano (2007), que cambió hasta hoy “el rostro” y tránsito del popular barrio porteño alrededor de Plaza Echaurren.
“Siento un estruendo debajo de mi pieza... y veo una luz que viene subiendo. Algo dorado me cubrió” (34). También, lo misterioso se observa al referir a un hombre y su costumbre de pagar a tiempo las cuentas: “por eso trato de ser responsable... porque me va a venir a penar del más allá si hago lo contrario... (35)”. O en la narración de un sueño desde el más allá que reúne a los miembros de una familia (35).
En suma, ángeles, conversaciones fuera de la realidad inmediata, animitas, favores concedidos, etc., son algunas de las dimensiones que el fuego provoca y revela en los testimonios que Pérez registra.
En el relato de Diego Armijo, se logra observar un interesante contrapunto diferencial entre el arruinado presente de ciertos espacios y de momentos icónicos contrastados con la riqueza (humana) que dejaron las ruinas de la otra y reciente catástrofe, el gran incendio que devastó una parte importante de Viña del Mar, Quilpué y los interiores.
Armijo concentra su mirada en el ex Hotel O’Higgins, el otrora recinto de la “edad de oro” del festival de música viñamarino, ahora convertido en un depósito de mercadería para los damnificados. El texto se debate entre la inoperancia burócrata, el aprovechamiento (mediático y político) de la calamidad y la genuina intención voluntaria de algunos por levantar lo humano en tiempos de catástrofe, es decir, ayudar por servir, ayudar por bondad, sin esperar nada a cambio, ni siquiera un vaso de agua. Agua por cierto, retenida en las bodegas subterráneas del ex hotel. Administrado dudosamente en el acopio del “vital elemento”.
Es interesante también el espacio que trae Armijo porque activa fuertemente ese contrapunto específico que se da en el límite de Viña y el estero Marga Marga, antes cuasi un curso fluvial navegable, hoy seco y encajonado. Y el hotel, cuya piscina actualmente también luce disecada, antes llena para el divertimento patriarcal con el famoso piscinazo de la reina festivalera.
Este contrapunto se advierte al citar dos, o cuatro personajes de la farándula y el espectáculo en eras antónimas: las reinas en bikini posando para los gráficos en la piscina del hotel, y hoy Naya Fácil arriba de un camión ayudando a los damnificados. O, el recuerdo argentino de la ingenua soda maníagroupie del 87’ fuera del hotel, y hoy, Ale Sergi recorriendo las calles incendiadas de Villa Independencia.
Se puede desprender del texto también una deriva de la sequía cultural-territorial chilena generalizada, aquí reunida en torno al ambiente de la tragedia festivalera. Algunos trabajando “por amor al arte” y a lo humano, otros capitalizando políticamente correcto “control de riesgos”. De igual manera, todo en una suerte de ambivalencia compleja de dilucidar en sus reales intenciones. Lo único claro es que la “gente voluntaria, eso sí, se organiza sola” (43) plantea Armijo, así como los artistas circenses que sin “maquillaje ni disfraz” (43), ayudan y colaboran en el medio de la tragedia.
En una problemática relacionada a lo anterior, Sofía Alarcón F. en “3534”, confronta el conflicto de la honestidad versus el aprovechamiento, es decir, la capitalización de la tragedia. A propósito de unas vacaciones alteradas por los acontecimientos, se logra advertir como el drama es capturado por el capital al reaccionar con las leyes (corruptas) del libre mercado, al incrementar todos los sistemas de conexión o medios de transporte (privado) especulando con la tragedia y las emociones de las personas. Lo anterior en una directa relación con la macroeconomía, pero a nivel microscópico, incluso íntima, en el relato, la conducta opera de la misma manera cuando alguien “se aprovecha” o usurpa la dirección y domicilio con el fin de obtener una vivienda estatal: “me enteré de que una prima... había mentido y dicho que ella vivía donde yo vivía...” (50). “y [yo] sigo viviendo metida en la casa de mis abuelos, siendo que hubiese podido tener mi vivienda hace muchos años” (50).
El último texto del libro es “En el claroscuro surgen los monstruos” de Renato Roble. La narración nos conduce por varios recorridos efectuados por personajes que van deambulando por diferentes espacios donde se cruzan el fuego y los incendios, como así también quienes están detrás.
El texto funciona como especie de plano secuencia extendido sobre varios puntos del territorio, incluso alcanzando otras comunas adyacentes a la conurbación, se podría decir, queriendo entregar una visión en panorámica regional (Valparaíso, Sargento Aldea, Olmué, Quilpué...) , pero también con intención de querer detallar el detrás de cámara de los acontecimientos y sucesos.
De hecho, se puede leer como una especie de montaje que va cruzando y urdiendo historias, anécdotas, confesiones y confusiones, relacionadas todas con el fuego, la política, lo velado y lo revelado, manteniendo una perspectiva crítica (no moralista), ante las acciones y personajes. Así, cercano a un film-noir o un thriller, proyectamos el nombre del texto: claroscuro, quizás por esto termina con una posible acotación al estilo guion cinematográfico: “se prenden las luces” (60), indicando un fundido, palabra que también guarda estrecha relación con el fuego. Un plato en la penumbra (56), o cien lámparas colgando del techo de un restaurant (58).
En el relato figuran un bombero de bencinera que se niega a vender combustible. Botillerías cerradas por los cortes masivos de luz eléctrica, tornando todavía más claro oscuras las locaciones y calles por donde aparecen trabajadorxs sexuales, pedófilos ocultos, un funcionario Conaf, pastabaserxs, bomberos, traficantes, brigadistas y pirómanos.
En el texto de Roble, llama nuestra atención la acertada capacidad para recrear mordaz o críticamente “lo políticamente correcto”, esa ambigua dirección de las relaciones humanas y sociales que tocan, persiguen o malean lo político. En “Claroscuro”, se van concatenando las palabras y el lenguaje como algo imposible de contener, controlar o manejar, y que luego, se puede propagar en la realidad, cuyo epítome es una cita que nos cruza y marca como país: “[c]omo un conjuro mal hecho: que arda Chile, y Chile ardió” (54).
En síntesis, algunos otros elementos que se cruzan en la mayor parte de los relatos, es la reactivación de potenciales de sentido en los toponímicos citados, por ejemplo: "Chorrillos" (Díaz), “El Vergel” (Muñoz), “Miraflores”, “Nueva Aurora”, “Calle Granada” (Gallardo), “Cordillera” (Mondaca), “Algarrobo”, “Pompeya” (Armijo), “Agua Santa”, “Santos Ossa”, “La Pólvora” (Alarcón). Sin duda, la relectura de esos nombres se resignifica, se recarga con nuevas alternativas de sentido. Zonas que quizás, ya en sí traen algún tipo de carga que es conveniente sopesar, sin ir más lejos, el mismísimo nombre y palabra Alimapu del (ignorado) mapuzugun que sella “a fuego”, aquel espacio que devino en Valparaíso.
Otro asunto que también se logra apreciar en varios de los textos, es cierta inclinación hacia lo simbólico, incluso el carácter mítico del fuego, como ya decíamos, fuertemente manifestado en el texto de Pérez, también en Armijo cuando Naya Fácil es vista como una esfinge virginal por la multitud (44). O en Roble, en esa dimensión misteriosa y ritual del lenguaje “haciéndose” realidad, a propósito de un sahumerio, las llamas de un encendedor sobre unas lavandas y cenizas (59).
En suma, los textos reescriben acontecimientos y experiencias provenientes desde zonas geográficas y espacios humanos complejísimos. Intersticios, arterias y parajes por donde el fuego arrasó con todo. Sin embargo, es en medio de esa devastación total desde donde emergen estas textualidades, rearticulando voces, cruzando memorias, tejiendo y contando críticamente las múltiples historias que se ciernen al presente como impulsos de resistencia que promueven otras miradas sobre la catástrofe. Intuimos que en cada una de estas manifestaciones de la memoria, existe la voluntad y el deseo de querer transmitir esa experiencia que toca la idea benjamineana de contar y no callar.
Escritos sobre las cenizas, relatos literarios que no sujetos a una tipología específica, se acercan nuevamente a esas llamas mortales, en cuyo gesto de escribir, se rescatan fragmentos de aquellas esquirlas incandescentes de la memoria. Y es la imaginación y la experiencia reunida que viaja al desastre, avivando los destellos de una supervivencia. Vislumbres incandescentes de aquellas ruinas que se reconstruyen y representan en una textualidad que dice presente, ante el pasado y el futuro.
Ficciones o no, autorrepresentaciones, testimonios, memorias, anotaciones de diario, archivos visuales, etc., la relevancia de Alimapu, entre otras, está en expresar chispazos de resistencia frente a cualquier poder avasallador, incluido el “invertebrado fuego” como dice Roble (60), o como plantea Cristóbal Gaete, como una forma de revertir la “escuálida presencia [del fuego]... en la tradición literaria (contraportada). Ciertamente, los textos manifiestan las voces y registros de sobrevivientes que aún tienen bien puestas las plantas sobre esta tierra tórrida, caliente e ignífera llamada Alimapu, hoy, Valparaíso.
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dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com ALIMAPU: LA MEMORIA SOBRE EL FUEGO
(Balmaceda Arte Joven Valparaíso, 2024)
Por Juan Manuel Mancilla