El último año de su vida, el 2015, mi padre pasaba muriéndose de tanto en tanto. Cuando le venía una de esas crisis en que perdía el conocimiento por horas o días enteros —la noche de mi matrimonio, donde no pudo estar presente, fue una de esas ocasiones—, mi madre me decía que tenía que despedirme de él, y entonces yo viajaba desde Puerto Varas a Santiago para estar con él en sus últimos momentos.
Pero mi viejo siempre fue testarudo, y no cedió a la muerte tan fácilmente.
En ese 2015 enrarecido en que llegué a vivir al sur, en que hizo erupción el volcán Calbuco, en que me casé, en que publiqué mi segundo libro, en que mi mujer quedó embarazada, en que murió la abuela de mi mujer, en que murió mi padre también; en ese año enrarecido, decía, recuerdo que escuchaba ciertos temas que, de alguna manera, funcionaron como una suerte de banda sonora de los momentos vividos entonces.
A fines de ese año, mi padre tuvo la última de sus crisis. En esos días De Rosa, una banda escocesa que me gustaba mucho y que conocí a través de Mogwai —mi banda favorita, también escocesa—, subió a YouTubeSpectres, el single de Weem, su tercer y último álbum antes de que se separaran.
De Rosa fue una banda de indie rock, oriunda de Lanarkshire y fundada por Martin John Henry, quien cantaba las letras de sus canciones con un marcado acento escocés (este matiz es bello cuando uno está tan acostumbrado a escuchar letras en inglés con acento gringo). Spectres, en particular, es una tema que versa sobre fantasmas:
All the big family Eternal shire of ghosts Each phantom shadowed in Somebody they have known.
El tema fue subido el fin de semana en que mi madre me llamó para decirme que mi padre, una vez más, se moría, que llevaba un día entero dormido, agonizante, y que viajara a Santiago si quería alcanzar a despedirme de él. Así lo hice. En el avión, escuchaba Spectres una y otra vez, en repetición, como un mantra; sus guitarras etéreas y su ritmo evanescente parecían marcar el tono de lo que sería ese fin de semana.
La evocación de los últimos días de mi padre
Cuando llegué al departamento de mis padres, pasé directo a la habitación donde yacía mi viejo. Tenía muy mal aspecto: el Parkinson lo había consumido y estaba en los huesos. María Elena, su cuidadora, me dijo que me dejaría solo con él, para que pudiera despedirme. No recuerdo si era mañana o tarde, o tal vez de noche; solo recuerdo que una luz tenue, crepuscular, envolvía a esa habitación.
Cuando nos quedamos solos, me senté frente a mi viejo y, agarrando su mano huesuda entre las mías, la sostuve con fuerza, la suficiente como para que él sintiera en sus sueños, tal vez, que yo estaba ahí presente.
Y mientras cogía su mano, ligeramente elevada de su cuerpo, en ese apretón filial ahí en el aire, hundí la cabeza entre mis hombros y, con la vista nublada y fija en el piso, dejé que las lágrimas fluyeran mientras mi viejo, al igual que minutos antes —su boca ligeramente abierta, sus párpados bien cerrados—, seguía durmiendo profundamente.
Después de ese momento, salí a vagar por Santiago, caminando, melancólico, escuchando Spectres en mis audífonos una y otra vez. El tema no guardaba ninguna relación con mi viejo ni con el tipo de música que le gustaba a él —rock & roll y country gringo cincuentero y sesentero—, pero inevitablemente quedó grabado en mi interior como un tema asociado a mi padre agonizante en su eventual lecho de muerte.
Al rato, aún caminando, recibí un llamado de mi madre diciendo que mi viejo había despertado. Volví corriendo al departamento y ahí estaba él, con las pepas abiertas, sin conocimiento de lo que había ocurrido ni del desconcierto que habíamos vivido en las horas previas.
Luego, al día siguiente, salimos a tomar un café por el barrio como si nada hubiera pasado, y no conversamos de lo sucedido (no era nuestro estilo como familia profundizar en la muerte). Después del café, paseamos por la plaza y María Elena nos sacó una foto juntos, él en la silla de ruedas y yo por detrás, guiando el camino.
Esa fue la última foto que tengo con mi viejo.
Esa fue la última vez que estuvimos juntos.
Tres semanas después, él fallecería.
Lo que quiero decir es esto: en cierto momento de la vida se descubre que la música, o ciertos temas musicales, nos abren los recuerdos. También se descubre que hay temas que están asociados a una imagen concreta de la memoria, o a una emoción muy específica que vive recóndita en nosotros.
Esa emoción es, por lo general, volátil y difícil de asir, como un espectro. Pero escuchando estos temas, tatuados ya en el espíritu, se puede revivir al fantasma de la emoción que los contiene:
Together and we’re close Of parties years ago From dreams and stories told Spectres are coming soon.
La evocación de los últimos días de mi padre, asociada a Spectres, me estremece todavía. Hay veces en que, cuando salgo a caminar al final del día con mi perra Mate por las calles vacías de Frutillar alto, y el frío de la noche nos acuna a ambos con su brisa fresca, Spectres suena de pronto en la lista aleatoria de canciones.
Entonces siento como si aún estuviera en esa habitación crepuscular, junto a mi padre moribundo, y aunque el tema me nubla los ojos y me aprieta la garganta, no puedo sino sentir gratitud por la banda escocesa y su capacidad de revivir en mí ese momento, junto a mi viejo, y de hacerme sentir de forma tan palpable su mano, frágil y huesuda, aún viva entre las mías.
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dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Una banda sonora de los momentos vividos
Por José Miguel Martínez
Publicado en CINE Y LITERATURA, 15 de abril de 2024