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Esculpir en el tiempo
"Viento blanco", de Carlos Almonte, La Calabaza del diablo,
Santiago de Chile, 2013

Por Juan Manuel Silva Barandica
Publicada en 60watts.cl
17 de febrero de 2015


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A ciertas horas del día sentimos que las diferencias cromáticas, digamos, cómo se posa la luz en un alféizar o una hoja, definitivamente no distan sino que forman parte de una misma corriente difusa, amarilla, como aquellas fotos de color sepia que le han dado artificiosas tonalidades a la memoria. Adam Zagajewski, en una narración biográfica llamada Dos ciudades describe al tiempo como “aquel monstruo despistado que al atardecer abandona su guarida de relojero en busca de transeúntes remolones”, pareciendo resucitar el animismo que le diese personalidad a una idea, ya que es esa miríada de pequeños cristales que reflejan el universo la que nos asalta, nos viene a buscar. Para los mayas el inframundo era un reflejo del espacio exterior, como para el chino los dragones del río y el cielo eran hermanos y una sola imagen duplicada de ese otro dios pardo que fluye sin que conozcamos sus orillas. Menciono estos casos, porque parece evidente que el tiempo de un relato no es el tiempo de nuestro relato, o por decirlo de otra manera, que el tiempo de una narración no coincide con el tiempo de la historia, aunque en el decir de Twain, rime. De esas rimas trata Viento blanco, milimétrico trabajo de orfebrería refractaria, que hace de las más pequeñas esquirlas un espejo que duplica aquello mentado por real. Porque cobra en este punto una vital importancia recordar la teoría del reflejo de Georg Lukács para pensar cuán aberrante puede ser abrir los fuegos ficcionales suspendiendo la querella por lo real, es decir, como lo hizo hace siglos Sherezada, ostentando las bases fictivas del relato: una novela hecha de novelas. Y es que Viento blanco tiene un lejano parentesco con el fan fiction, animando nuevamente los personajes que urdiera Roberto Bolaño en Los detectives salvajes. Pero este caleidoscopio además está emparentado con las genealogías bíblicas, la imaginación de Diógenes Laercio y ese viejo crisol en el que un personaje que es todos los personajes y lleva el nombre de Krishna, al mando de un carro, luego de milenios, acabará deformado en un culto. Cervantes, en el capítulo 59 del segundo Quijote, al hablarnos de la metafísica estancia de Quijano y Sancho en una venta, introduce a Jerónimo y Juan, dos hombres que hablan del segundo tomo de las historias de él mismo- que desconoce-, hecho personaje dentro de la historia de Avellaneda, confrontándose ambas ficciones. Historiador, lo llama, equivocado, según él, en el prólogo, la lengua aragonesa y el nombre de la esposa de Sancho. Como ocurriera en el retablo de Maese Pedro, donde se confunde la representación dentro de la representación, el Quijote declara inverosímil la ficción que se ha urdido sobre su nombre. En este sentido el estatuto crítico es notable, dado que en otra parte de sus aventuras ya aparecía prefigurada la selección de doctos volúmenes que hallará su consumación en el escrutinio de Silvio Astier, aunque en una biblioteca de Buenos Aires a la que van a robar. Personajes, diríamos ignorando que su tiempo es un tipo de agua en la que nos reflejamos. Entonces podríamos preguntar por la realidad en Viento blanco, y equivaldría a ese instante del despertar en el que, atrapados por la repetición, avanzamos por los fríos peldaños de la conciencia en busca de algo, que repentinamente se nos manifestará como territorio del sueño o la muerte. Javier Cercas en Soldados de Salamina imagina un Bolaño distinto, uno que, creo, preña la incesante persecución que atraviesa Viento blanco: “Antes de dormirse esa noche, Bolaño sintió una tristeza infinita, no porque supiera que iba a morir, sino por todos los libros que había proyectado escribir y nunca escribiría, por todos sus amigos muertos, por todos los jóvenes latinoamericanos de su generación –soldados muertos en guerras de antemano perdidas– a los que siempre ha soñado resucitar en sus novelas y que ya permanecerían muertos para siempre, igual que él, como si no hubieran existido nunca”. Quizás lo perseguido sea eso, mantener en alguna parte, en algún color que declina con la tarde las palabras de un amigo, en el fondo, de esas máscaras con las que nos cubrimos el rostro durante tantos días perdidos.

Pero Viento blanco y sus retazos que acaban uniéndose en la voluntad de suspender nuestro tiempo, no es tan solo una circular elegía en la que hacen eco las voces que se han consumido. Como lo hizo con brutal ironía Philip K.Dick en  Laberinto de muerte, la construcción de una fantasía – etimológicamente, aquello que sale a la luz y la interrumpe- no es simplemente la posposición del momento del sentido, el kairos, sino que es el modo en que lo real se sintetiza y se presenta en la máxima densidad de sus posibilidades. De esta manera, que los personajes estén atrapados por sus referentes inmediatos, en ambos casos, se ve relativizado por los títulos de los capítulos y su arrebatada comicidad, esa distancia que nos permite disfrutar del abandono, el sufrimiento y lo inestable. Anclados en las crónicas de conquista y en el mismo Quijote, pareciesen indicarnos lo que ha de pasar, aunque mediante otra fantasía, esta es la del resumen, el nudo en el que todas las hebras se contraen, como si pudiese contraerse la multívoca imprecisión de sujetos que, contradictoriamente, no están sino amarrados a su apariencia, a su persona, su máscara: aquello arrojado inicialmente como bandera de tregua.

Si es cierto que los personajes de Viento blanco están cansados, su fatiga equivale a la de los materiales, como ocurre con una construcción. Tal fragilidad es constitutiva y, volviendo al término, constructiva, pues la historias que retoma Viento blanco tanto de la imaginación de Bolaño como de la imaginería occidental, van configurando en su inestabilidad los tránsitos entre leves contactos, encuentros, que son, sin embargo, manifestaciones del vacío, modernamente expuestos en su intransitividad, su carácter incomunicable. Así, si no hay algo así como un hilo para escapar del laberinto, es el mismo peregrinar por los recovecos de relatos descoyuntados, no una experiencia fragmentaria, sino la revelación de una cierta literaturidad de nuestras experiencias ciudadanas, comunes, a las que nos vemos conducidos sin más datos que aquellos que fueron acumulando nuestros antepasados. Como esos dos poetas que de modo triste ansían comprender una codificación secreta, nosotros, lectores de nuestras propias vidas, jugamos a asignarle sentidos a eventos particulares y anodinos para granjearnos cierta tranquilidad.

Más allá de motivos como la borrachera, el encuentro furtivo y el snobismo intelectual; más allá de tópicos como la retirada a las montañas, la huida o la búsqueda del secreto; más allá de tipos estables como el loco, la ramera, el poeta y el burgués, Viento blanco supone una experiencia del tiempo, que no es sino una representación ideal del espacio. Y qué otro espacio si no es el del lenguaje, las voces y los silencios el set de reglas que permite la representación de un mundo. Por lo mismo, la pregunta por el tiempo y sus figuras en Viento blanco nos conduce directamente a una serie de sutiles disparidades o diferencias, tanto con respecto a la imaginación bolañiana como a distintas representaciones de lo que entendemos como realidad. Aun así, la existencia de hiatos se superpone incluso a la presuposición de una condición homogénea de esos dos mundos, ya que ni siquiera entre ellos pareciese haber una identidad, digamos, una simulación de continuidad o participación. Si en el espacio representado pareciese existir una coherencia en tanto desnivelación o quiebre, entre los personajes es el factor distintivo de este proyecto narrativo, ya que a pesar de que se vea confrontada una realidad representada y su ficción en abismo, las voces y sus verdades configuradas bajo máscaras/personas parecen existir solo para confrontar a otras existencias, como si la tensión de los relatos existiese entre la inconcordancia temporal/espacial y la resistencia de los sujetos a participar de una trama con la función de piezas de ajedrez. Esto, macroestructuralmente determina que los capítulos puedan ser leídos como cuentos o cristales de una campana rota, sin vínculo o relación más que ese participar de algo perdido. A pesar de esto, descubrimos que el fundamento bolañiano se ve desplazado venturosamente hacia un espacio/tiempo narrativo que acaba expresando su movimiento, su errancia, aquello que parecía constitutivo del relato detectivesco se transforma en la condición de la existencia de un mundo: errar a través de los errores. Que la novela no sea ese suplemento de una vida rutinaria, sino que en las microscopías de esa rutina se alcen las contradicciones y confusiones entre planos, realidades y ficciones. Así, creo que lo que efectivamente se desarrolla en Viento blanco, es decir, lo que nos habla, es un colectivo, una pléyade de voces y configuraciones que resultan mundo. Quizás sea una perspectiva, una visión autorial, como reza la frase de Tarkovski: esculpir en el tiempo; pero intuyo que sería más preciso decir que, como para los antiguos videntes o augures, lo que nos habla aquí es un suma informe, una realización móvil, un mundo acabando, como lo harán todas sus mónadas y como con leve belleza escribe Almonte: “Soy vecino de un monje que escribe cantos en latín que hablan de matanzas, guerras e invasiones. Nadie más vendrá por nadie. El sueño ha terminado. La sociedad cae a pedazos. Tal vez por eso vivo junto al mar, porque las olas nos levantan con nobleza. Tal vez por eso sea hora de dormir, porque la tormenta ha terminado y mañana iremos a la siguiente entrada”.


 

 

 

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