Una  superposición Fantasmagórica
        Por Joaquín Trujillo Silva
        Ciudad de las Ideas, Abril 2011
        http://ciudadideas.blogspot.com
        
        
        
        Los seres humanos comunes ven una iglesia donde efectivamente hay una  iglesia. Dependiendo de su forma de observar —de su disciplina—, la gente  especializada realza algunos elementos: el arquitecto, el sacerdote y el  ingeniero en esa misma cosa ven con cierta exclusividad: cada uno identifica  una presencia poderosa palpitante propia de su respectivo tema o motivo, su  fantasma. Hablo aquí, obviamente, de tipos ideales cuya ocupación no excluye a  las demás.
        Ahora bien, el historiador superpone esos fantasmas. Donde efectivamente  hay una iglesia, seguramente verá una antigua iglesia ya demolida, y en el  mismo lugar ocupado fantasmagóricamente por esa iglesia demolida podrá ver una  antigua casa de cuyos cimientos apenas quedan registros, y si va más allá, acaso  sepa de un cementerio primitivo, sin creer, por supuesto, que el cementerio es  lo único que efectivamente hay y que, por lo tanto, no es una fantasmagoría  sino una locación fantasmal (en ese burdo sentido de los espiritistas, que, por  supuesto, es el contrario al de fantasmagoría). Así, en la monumental y maciza  catedral de Nôtre Dame de Paris, se sabe la presencia fantasmagórica de la  antigua Basílica de Saint-Etienne, hecha demoler en el 1116 por el Obispo de  París, y antes de ella, la del templo dedicado a Júpiter, e incluso la del  altar celta que ese templo romano aplastó. Todos esos lugares están  fantasmagóricamente superpuestos en la mente del historiador, en la mente de  ese médium por el que mejor sabe canalizarse la antología de las experiencias  humanas.
        Si el espacio físico del sentido común excluye por absurdo a objetos  ocupando simultáneamente un mismo espacio, la mente del historiador, por el  contrario, hace de esa simultaneidad de los objetos en un mismo espacio, su  objeto por excelencia. Más bien, su objetivo, pues siempre busca esa  simultaneidad, esa superposición fantasmagórica. Una mente como la de Víctor  Hugo —cuya novela Nôtre Dame de París es también la historia de esa ciudad—, dice sobre las catedrales: “Los párrocos las blanquean, los arquitectos pican  sus piedras y luego viene el populacho y las destruye”. Esa es su cámara  rápida. Y luego, sobre la palabra en griego hallada inscrita en una pared de la  catedral: “El hombre que grabó aquella palabra en aquella pared hace siglos que  se ha desvanecido, así como la palabra ha sido borrada del muro de la iglesia y  como quizás la iglesia misma desaparezca pronto de la faz de la tierra”. Esa es  su superposición. Víctor Hugo, mucho más adelante, en el capítulo dedicado a  las campanas, dice: “La vieja iglesia, toda llena de vibraciones y  sonidos, era un gozo continuo de campanas. Se notaba continuamente la presencia  de un espíritu sonoro y caprichoso que cantaba por todas aquellas bocas de  cobre”. El del Jorobado enamorado. Esa música de órgano dentro y de campanas  fuera, es encendida por la imaginación de Hugo. Su mente literaria hace posible  una historia vívida tan bien ilustrada por esa cita. Superpuestos los edificios,  los sonidos, los personajes del pasado, el pasado es poderosamente percibido.  No hace falta una burda y charlatana invocación, ese realismo del más allá.  Esta es la superposición fantasmagórica, la superposición de lo desaparecido  del más acá, sólo en el más acá y siempre en él. 
        Sin embargo, no se trata de una simultaneidad pictórica. No se trata de  un holograma contenido de tal forma en otro holograma, que puedan verse todos a  la vez con la misma nitidez e intensidad, como si no pudiera distinguirse cual  prosigue a cual. Se trata de una superposición simultánea en la que cada nuevo  objeto superpuesto es semitransparente, y, por lo tanto, la superposición  simultanea del conjunto da por resultado que los más recientemente superpuestos  son más visibles, sus detalles son más apreciables, pero —y he aquí nuestro  punto— son todavía más transparentes, y por eso mismo, más nuevos e  imperceptibles como un océano no de agua, sino de metano. La superposición de  objetos semitransparentes oscurece a los más remotos. Esa oscuridad, esa falta  de luz, esa falta de transparencia que enturbia el paso de la luz, es una  presencia tan fantasmagórica como las más transparentes.
        En El malestar de la cultura Freud describe la vida psíquica como  espacios de objetos superpuestos, en contraposición a la vida física donde esa  superposición no es posible, donde los objetos se limitan mutuamente en un  mismo tiempo. Precisamente, recurre a Maria supra Minerva, la iglesia erigida  sobre el templo a Minerva en Roma, y en cuyo nombre ya está presente esa  superposición. Así, digamos aquí, la mente histórica es una sorprendente  posesión de la psiquis por algo así por una mente externa: todo cuanto quiere  ser recordado, organizado, jerarquizado, superpuesto, por alguien que no sea Dios.  Alguien finito perteneciente al más acá, al mundo de esas cosas que la mente  común no percibe superpuestas.
        Desde que leí a Huizinga y a Burckhardt vi la capacidad genial de estos  historiadores, capacidad consistente en superponer todas las vidas/muertes  humanas europeas sobre las que posaban la vista, el tacto y el oído, como el  Gato de Schrödinger en Física Cuántica, objeto de experimentación psíquica,  pese a las protestas de las protectoras de animales. El gato está muerto y vivo  mientras se piensa en su hipótesis. Fuera de la hipótesis, está o vivo o está  muerto, pero no superpuesto.
        La historia como superposición fantasmagórica es esta disciplina de  muchas cosas a partir de un asalto psíquico muy mínimo a ojos del tiempo  cotidiano.