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Comentario a La creación de la república: la filosofía pública en Chile 1810-1830, de Vasco Castillo
(Lom, 2009)

Joaquín Trujillo Silva
Seminario de Estudios de la República / Facultad de Derecho Universidad de Chile
www.estudiosdelarepublica.cl

 



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La “historia de las ideas” es un género difícil; en gran medida porque es un género un tanto contradictorio en sus propios términos, y por eso mismo, más atractivo y abierto al futuro. Por una parte, ciertas tradiciones filosóficas, especialmente esa que va de Platón a Kant, han considerado a las ideas asuntos extraños, desligados, independientes de la experiencia humana, o sea, asuntos eternos; en tanto, la historia, en sus distintas variantes, ha sido tenida precisamente como una especie de antología de las experiencias humanas, las inusuales y permanentes, antología ora doméstica, ora enciclopédica, a veces mínima, a veces grandilocuente. Además, como decía Carlyle e insistía Hegel, la historia tiene una textura que le es esencial, y es que la historia tiene una textura de contrastes: donde hay una sola y única experiencia continua, no puede haber historia, sino mera eternidad. Y entonces, la historia de las ideas no es filosóficamente neutral: presume que las ideas cambian, y, por lo tanto, asume que si hay verdades eternas (es decir, ideas reales), hay en paralelo un largo relato de equivocaciones y aciertos que en conjunto conforman algo así como una historia. Digamos nosotros, una historia de lo no histórico, o para ser más agresivos: una historia de los mitos.

Eso podemos decir de la historia de las ideas en su versión escolástica. En la versión de Hegel, las ideas son reales y al mismo tiempo cambian. Esta manera de concebir las ideas y la historia fue una verdadera revolución que, como las mejores revoluciones, aconteció sin derramamiento de sangre, y, por lo tanto, sin una contrarrevolución a su altura.

Dicho lo anterior no solo de paso, sino centralmente, abordaremos la lectura y crítica de La creación de la república…, libro de Vasco Castillo. Este ensayo, según su título ya lo señala, indaga en el origen de la República de Chile. En su origen intelectual. A partir de ese origen puede rescatarse, conforme a Castillo, una historia de las ideas.

Debemos hacer aquí una nueva precaución. El libro en comento no aborda solamente la historia de las ideas en la génesis de la República de Chile, sino que, además, propone, e intenta probar, que esas ideas fueron importantes armas de discusión para quienes las propusieron y para quienes triunfalmente las rebatieron, en tanto, sugiere subsecuente, y no tan subrepticiamente, la idoneidad de la historia de aquellas ideas al efecto de explicar nuestras actuales deficiencias democráticas. Es decir, no se trata de un retrato anecdótico. De ahí, el que La creación de la república…, no sea tan solo un libro de historia de las ideas sino, más bien, en el sentido hegeliano tan caro a su autor, un libro acerca de nuestra historia nacional como un “despliegue” de ideas, lo cual —ya se adelantó— no es lo mismo decir, y no es nada poco el decirlo.

El mismo Castillo ya al inicio de su obra, se encarga de aclarar los propósitos de la misma. Esta confesión de propósitos hay que atenderla. Ellos son tres: la examinación de la “concepción de la república tal y como ella se despliega”; en seguida, la recuperación de un pensamiento olvidado; y finalmente una aclaración de intención, como ya lo hice notar, no simplemente de orden metodológico: su trabajo no es de historia, sino de historia de las ideas. Esta toma de conciencia, según veremos, es de lo más fundamental pues instala su trabajo mismo al interior de la discontinua tradición por él descrita.

El libro se divide en dos partes. La primera, stricto sensu, trata sobre la fundación (intelectual) de la república. La segunda, en cambio, que se desarrolla epocalmente a partir de 1820, inspecciona el surgimiento de una contrariedad, la de la republicanismo versus la democracia.

Castillo no se demora nada en instalar las bases del conflicto que se dará con mayor intensidad en la segunda parte, ya en la primera. Reflexiona sobre República, y la presenta como una cuestión inherente a la Libertad, y a la Libertad contraria a la esclavitud, que en la filosofía de la época es en sí misma monárquica y sojuzgante.

No se tarda tampoco en introducir en ese contexto a la figura de Fray Camilo Henríquez. Y, precisamente, en este instante debemos introducir un nuevo paréntesis, que después comprobaremos, que no era en verdad tal.

La historiografía liberal decimonónica a la cual debemos la versión más realista (en el sentido aristotélico atribuido a esa palabra, y no monárquico) y a la vez fantasiosa de la Historia de Chile, hizo de Camilo Henríquez una especie de absoluto extravagante. Provocador, pero carente de peso, la ilustración más extendida, la que nos legó Miguel Luis Amunátegui, lo instala en el centro de esta escena fundacional: “El 13 de febrero de 1812 es otra de las fechas que ocupan un lugar prominente en las efemérides nacionales, i Camilo Henríquez es el protagonista del suceso que a ella se refiere. En ese día vióse a la jente correr de calle en calle i de casa en casa, i leerse mutuamente, en voz alta, un periódico que llevaba por título la Aurora. Los unos escuchaban su lectura en medio del más vivo entusiasmo; los otros con jestos de desprecio o de indignación” (Amunátegui: Camilo Henríquez, p. 20). Desde entonces Henríquez fue, casi sin competencia, el inaugurador de esa larga corriente de curas chilenos revoltosos, intelectualmente discretos, pero atractivos para el conventillo de los políticamente impotentes. Defensor de los débiles, pero descuidado en los asuntos de fe, Amunátegui dijo además que la osadía de Henríquez era no menos que: ”negar uno de los misterios de la fe” (Ídem). Dicha corriente clerical fue sepultada finalmente por San Alberto Hurtado, quien supo combinar insidiosa audacia y dogmatismo (al punto de censurar la lectura de Unamuno). Fue el mejor representante de los conservadores hastiados de sí mismos: por eso convirtió ex post facto a los Henríquez en afiebrados y aficionados, y dejó sentado el hecho que en Chile las transformaciones más duraderas las hacen los más amenazados por las mismas, contraviniendo así la tesis de Lenin según la cual la revolución la hace el pueblo, o no la hace nadie.

Pero Castillo nos ha presentado un Henríquez muy distinto. Este tiene una densidad filosófica que nos era desconocida. En tal sentido, Vasco Castillo no solamente hace historia de las ideas, sino historia como tal, pues su idea de Henríquez destiñe la idea más históricamente extendida de aquél. La idea del patriota como defensor de la república; la patria no como nación sino como la comunidad más allá del suelo, más allá de las familias, y las identificaciones particulares; el amor a la patria como expresión esencialmente republicana (concepto tomado del Rousseau enciclopédico), consiguen en Castillo una exégesis a ratos conceptista, pero no por eso menos alumbradora. Castillo nos presenta a un Henríquez de fuertes consideraciones roussonianas, cuyos ideales de libertad y virtud están esta vez cargados de significado. Incluso, demasiado significado, si pretendemos leer la escritura y la lectura de Henríquez en su tiempo, y no, en cambio, la de Castillo, en el nuestro. En suma, estamos ante un Henríquez nada ramplón. Defensor logicista de la libertad de Imprenta, por considerarla la manera efectiva mediante la cual la liberta aparece en acto y no en mera potencia; un Henríquez de un moralismo anticortesano, en la línea del mejor Rousseau.

Pues bien, de la semblanza intelectual de Juan Egaña puede decirse otro tanto. A mis ojos es la sección más acabada del libro, donde se percibe la reconstrucción de la mejor versión del ideario de un personaje, aunque, con todo, el resultado tenga mucho de proyección filosófica e incluso literaria. Si en Henríquez la mente europea ilustrada operante era Rousseau, en Egaña esa mente es Montesquieu. He aquí otro paréntesis:

Los chilenos inteligentes, debido a su soledad aldeana suelen dejarse poseer por fantasmas europeos que de alguna manera los conectan con el mundo civilizado. Versiones chilenas de ciertos europeos ha habido muchas, y muchas muy recientes. Huidobro fue el Apollinaire de los chilenos; Rafael Fernández Concha sería Edmund Burke; Gladys Marín fue Louise Michel; Patricio Marchant, el Derrida; Mario Góngora una mezcla de Jung, Spengler y Selma Lagerloff; José Miguel Ibáñez nuestro T.S. Eliot en sotana; Castillo Velasco es Maritain; Hermógenes Pérez de Arce nuestro Charles Maurras local; Braulio Arenas: Joseph Roth; Olga Feliú, Sara Navas y Mónica Madariaga, versiones autóctonas de la Dama de Hierro. Y en efecto, Juan Egaña es lo más parecido a ese patrón que sigue siendo Montesquieu; eso sí, con Rugendas en calidad de regiesseur en esta ópera francesa fuera de lugar.

Y que no se tome a broma lo de la ópera. En sus Confesiones, Rousseau creía probar la capacidad del pueblo para darse una organización racional y justa, porque, según él, durante una ópera, tras el telón todo es un desastre, sin embargo, una vez se abre ese telón, todos los actores hacen sus personajes, cumplen sus roles, y en conjunto se entregan a representación de la única obra.

Pues bien, en Juan Egaña, como en Montesquieu, nos dice Castillo, el diseño de la república descansa en su constitución. Es decir, el entramado vital de lo político tiene rostro jurídico, o no tiene cara qué mostrar. La obra funciona según esa constitución que dictamina los roles.

Por eso, Castillo insiste en que para Egaña la república es virtuosa, o no es; o está recorrida por una fuerza moral continua, o simplemente desaparece su cinética estructura organizativa. Asimismo, una libertad sin moral, conduce a la tiranía; del capricho de un hombre sobre el pueblo, o del deseo del cuerpo sobre el alma. Esta noción de la libertad intrínsecamente unida a la moral está presente en la Ilustración, especialmente en Kant, quien llevó esa idea a su máxima coherencia.

El robustecimiento del carácter moral de la república requiere una educación pública, que a la vez sea religiosa, pero no al revés. En Juan Egaña habría buenas razones políticas para la intolerancia religiosa. Sin embargo, enfatiza Castillo, Egaña es amigo de la escritura y enemigo de la teología, es decir, su versión del Cristianismo está más cerca de Lutero (recuérdese: Sola Striptura) que de Tomás de Aquino. Si bien la predilección excluyente por la escritura es una tesis teológica, los cristianos se reencuentran en la escritura y no en la teología, en tanto,”Sin religión uniforme se formará un pueblo de comerciantes y no de ciudadanos” (Castillo: La creación de la República en Chile, p. 47) —profetiza acertadamente Egaña, aunque erra en la causa—, puesto que ante la ausencia de los tesoros comunes, los hombres se volcarán a incrementar las alcancías particulares.

Pero para evitar una teocracia, es que Egaña, nos aclara Castillo, pretende la supervisión política de la religión pública, inscribiéndose así —digamos aquí— en esa corriente que va de La Monarquía de Dante a Los hermanos Kamarazov de Dostoievski, y que, por lo visto, nos desfigura y reconfigura el Egaña al que estábamos habituados. En gran medida, lo que ha hecho Castillo de Egaña es muy meritorio: le ha devuelto una dignidad ilustrada perdida.

Asistimos en la segunda parte del libro a una peripecia más bien trágica. Adviene con lo que Castillo denomina ”segunda conciencia republicana”. He aquí la generación de una contradicción— “contrariedad” diría yo, al efecto de evitar ese espíritu de teodicea hegeliana que es la contradicción- -, que dice relación con el fatal giro moderado.

Esta contrariedad es la de la república y la democracia, escindidas en tanto entidades organizativas. Es la típica controversia que hallamos en la formación de USA, en el Federalista, y según Castillo, en el espíritu aristocratizante veneciano contra el cual se rebelará Maquiavelo. Recordemos que este patrón cultural está presente también en La Fronda Aristocrática de Alberto Edwards. Allí, Edwards postula a la atmósfera del parlamentarismo chileno como una poco estimulante “Paz Veneciana” (Edwards: La fronda aristocrática.2005 p. 202). Esta conexión amerita un nuevo paréntesis.

Al parecer Maquiavelo está más próximo a la monarquía que a la democracia. Su postura es antiaristocrática, pero no por eso democrática. Que haya una complicidad entre el pueblo y el monarca contraria a la dominación de los baronets, es una idea conservadora debida a Lorenz von Stein como a otros autores reaccionarios que en su momento oficiaron de consejeros reales (Maquiavelo intentó serlo con su Príncipe, von Stein lo fue efectivamente en Japón). La complicidad monarquicodemocrática se vio otras veces, y no hay que para ello remontarse tan atrás: por ejemplo, cuando el Mariscal Pilsudski, dictador de la república socialista recién establecida en Polonia, recurrió a la exemperatriz Zitta Borbón-Parma, viuda ya entonces del Beato Emperador Karl I von Habsburg-Lotringen, para que su hijo, el Archiduque Roberto, se hiciese cargo de un anecdótico trono constitucional (Pérez-Maura: Del Imperio a la Unión Europea, p. 144). El mismo Castillo cita, en las palabras de De Tracy, el caso del extraño “reino o la república de Polonia” (Castillo, p. 107). Es más, el Führer, Il Ducce, o El Caudillo español, pueden considerarse figuras monárquico populares de imitación refractarias a la asamblea frívola de los notables. Tanto es esto así, que a partir en el siglo XX fuimos testigos de las quejas de autores de izquierda frente a la debacle del Imperio Austro-Húngaro, la cual supuso la emergencia de una pequeñoburguesía adicta al totalitarismo, una aristocracia nueva, trabajadora e ignorante. En este último sentido, sí hay una relación entre monarquía y democracia, pero, como se vio, el más bien próxima a nosotros.

Continuemos.

La referida contrariedad entre República y Democracia es descrita con admirable precisión analítica por Castillo. Una marea de seriedad anega a los participantes del debate, y vemos cómo las propuestas de avant-garde se repliegan. Castillo propone que la democracia pierde frente a la república, y en ese juego, pierde también la república, pues, conforme a lo planteado por el autor, la única forma de energizar a la república era la mantención del principio democrático. Y entonces, puede explicarse el auge de Portales.

Este el momento de Mariano Egaña, el de un presidencialismo al estilo monárquico que rechaza la aristocracia cívica propendida por el padre, riesgosa, según el hijo, de caer en los excesos democráticos. En este momento de la descripción la tesis de Castillo se encuentra con la de, por ejemplo, El peso de la noche, de Alfredo Jocelyn-Holt. Aquí estamos en territorio conocido. Este es el momento portaliano por excelencia, tan celebrado y tan vilipendiado por la historiografía oficial y la oficial-alternativa, respectivamente.

Ahora bien. Para llegar a este punto, Castillo ha hecho un recorrido muy original, ha desentrañado los vaivenes o fluctuaciones espirituales de sus protagonistas intelectuales, haciendo con ello una verdadera psicología política de la primera historia republicana en Chile. Dicha psicología, antes que, en cambio, filosofía—diría yo—, está, ahora, según él, cifrada en dos movimientos fundamentales que son aquellos que, según vimos, dan la trama al libro. El primer momento de un sentido ingenuo de la libertad, y el segundo momento, dado por la experiencia traumática de La Reconquista española, donde la libertad aparece mediada por los extravíos históricos posibles de dicha libertad. ¿Cómo se llega a este interesante punto de inflexión en la narrativa intelectual de Chile?

Castillo dice que ante la arremetida española, surge la necesidad de una segunda autoconciencia, un segundo momento, una autoconciencia republicana solicitada por la reflexión acerca de la virtud y el vicio, elementos sin los cuales no puede ser entendida la libertad. He aquí un punto kantiano al cual se ha accedido en virtud, según el mismo Castillo, de una experiencia histórica más que propiamente una consideración intelectual. “En gran medida —dirá Castillo—la autoconciencia política gira en torno a la relación de la república con la democracia, ya sea para mostrar su distancia o bien para insistir en su identificación” (Castillo, p. 74).

En este punto del libro (Segundo Capítulo de la Segunda Parte), a modo de eficaz interludio, Castillo inspecciona una versión norteamericana de este mismo caso. Y claro, no sería raro que el caso chileno se haya hecho evidente para Castillo precisamente gracias al claritas sermonis del debate en El Federalista.

Las selecciones de Hamilton son eficaces en mostrar el problema de la facción en Norteamérica. Contrariamente a las inmolaciones pangriegas, Hamilton hace notar el carácter inestable de la democracia ateniense (Madison, por su parte, dice que eran de “cortas vidas” y “violentas muertes” (p. 82). Pero se alcanza mucha nitidez cuando se ve que los dos problemas fundamentales son el de la representación y el del número de ciudadanos. Y la fórmula fue hacer de la representación el remedio del número, y no desvirtuar la solución por poco purista.

Y claro, Castillo ve el espíritu de este debate entre república y democracia en el caso chileno. Castillo ve cambiar el tono, la forma y el ánimo en los escritos, por ejemplo, de Camilo Henríquez, escritos que se vuelven menos ingenuos y más angustiados. Ve la preocupación de Irisarri por la amenaza de los reyes cernida sobre la naciente república. Y en tal atmósfera, esta vez Castillo se sirve de los escritos de De Tracy, soluciones ilustradas pasadas por la época de los jacobinos y de Napoleón. Crítico de Montesquieu, De Tracy pone los hiatos donde Montesquieu veía diptongos. Esta transformación de la dicción de la ilustración francesa consecuencia de los experimentos de la antes inexperimentada libertad, es tomada por Castillo para darle una forma narrativa propia a este segundo momento.

Siguiendo ese trazado europeo-norteamericano, Castillo llega a lo que él llama el corazón del libro, que no es otra cosa que el advenimiento del estado portaliano, esta vez bajo égida de una convicción intelectual que tiene en Mariano Egaña su punto cúlmine, y a la vez, su muerte intelectual.

Mientras Juan Egaña pensaba en una especie de senado virtuoso; su hijo, prefería que un presidente fuerte pensara por todos. Este es el momento donde el debate cambia de foco. La república se entrega a una versión monárquica de sí misma, a fin de evitar su propia muerte. Castillo cree que hubo exceso de celo en esta solución presidencialista, fundando aquel exceso en el temor, el temor a una libertad mal entendida, propia esta de las preocupaciones de la segunda autoconciencia republicana.

Finalmente, hemos de considerar el carácter de no paréntesis de nuestros supuestos paréntesis. Lo que ha hecho Castillo, a mí entender, es un ejercicio más bien derrideano. Ocupa los textos de Henríquez, los de los Egaña, Irrisari y los canónicos europeos como pre-textos para sugerir una versión de la historia de Chile todavía posible pero aún no existente, versión que será conseguida por quienes la hagan en el futuro, tal como los hermanos Amunátegui, Lastarria o Barros Arana (con todas las distinciones de rigor que entre estos hombres habría que hacer) fueron capaces de “despejar las variables” —como se dice en álgebra— y ver los elementos factibles de coherencia para ex post facto, hacer la historia de la república que ellos querían para el futuro de la misma. Este es un tipo de ejercicio altamente deconstructivo, que supone la inexistencia de la verdad histórica, prefigura la construcción histórica de esa verdad, y por lo tanto, se hace verdad en tanto logra ser convincente y abrir las posibilidades de libertad humana. La historia como sujeción a una entidad metafísica inamovible de la cual podemos predicar verdad o falsedad es un lastre metafísico, que la historia de las ideas desde Hegel, hace posible gracias a un método que Castillo ocupa a cada momento, muchas veces recurriendo a conceptos dogmáticos.

Precisamente, ese es el sentido en que el libro de Castillo no es convincente. Está encerrado en el conceptismo hegeliano. “Despliegue”, “Conciencia”, “Autoconciencia”, un léxico que se repite a menudo a través de La creación de la república, como una forma de decir lo que las limitaciones de un lenguaje no suficientemente plástico no permite.

Por eso, a pesar del aporte historiográfico de este libro —que debe ser celebrado—, es en cierto sentido superficial. No porque lo sea el análisis de Castillo, sino porque su objeto parece serlo. Un experto buzo, si quiere sumergirse en un charco de agua, tendrá antes que excavar en él a fin de hacer de ese charco algo más profundo. Mejor que historia de las ideas, hay aquí una formidable historia de la psicología de los fundadores intelectivos de la república. Si nosotros somos al fin y al cabo europeos, debemos en virtud de ello entendernos según esa tradición, necesitamos entender que estamos llenos de vacíos, de ausencias de historia (en el sentido de Hegel) y presencias naturales. Esos vacíos, paréntesis, lugares sin tiempo son habituales en eso que se quiere llamar historia de Chile a fin de otorgarle una forma familiar.


 

 

 

 

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