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        El triunfo de la voluntad es el triunfo de la violencia
        Joaquín Trujillo Silva
          El Mostrador, 22 de enero de  2016.
        
          
        
          
        
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          La mente es un laberinto en  cuyos rincones es posible quedar atrapado; es un laberinto que se reconfigura,  y entonces libera. Corolarios que en otros tiempos parecieron inobjetables, hoy  lucen forzados, huecos, absurdos.
           Hay una famosa escena de la Guerra Civil Española, que ha sido vuelta a  relatar mil veces, y que narra magistralmente el historiador Hugh Thomas. Se  trata de aquella ceremonia en el paraninfo de la   Universidad de Salamanca. Los enemigos de la Segunda República se dan cita, vociferan, corean  al general Millán Astray, quien grita excitado por otro grito: “¡Viva la  muerte!”, mientras habla de extirpar el cáncer al cuerpo social. Ante esta  multitud enfervorizada el viejo Miguel de Unamuno, entonces rector de la   Universidad, se pone de pie, y clama: “Viva la vida”. Hoy nos parece que el  grito del general Millán Astray y su coro es un absurdo, casi de antagonista de  melodrama, malo de caricatura; la historia recuerda a ese Te Deum de la ópera Tosca,  con el lujurioso jefe de policía a la cabeza. El grito del general luce falto  de lógica. En cambio, las palabras de Unamuno nos caen sensatas, mas tienen  algo de perogrullada, suenan a salida propia de gente bienpensante.
           ¿Es necesariamente así?
           No.
           En el subtexto y contexto del  grito del general y su hinchada está la siguiente idea: dadas ciertas  circunstancias (la guerra fraticida) sólo la muerte de algunos es capaz de  salvaguardar la vida de otros. Por lo tanto, el grito de “Viva la muerte” es  una manera no ingenua de gritar “viva la vida”. Unamuno, en cambio, es un  ingenuo anticuado; cree poder seguir replicando “Viva la vida”, así tal cual,  cuando los cruentos escenarios no están dados para esas tarjetas navideñas. Al  insistir en “viva la vida”, Unamuno no está decidiendo nada; su falta de  decisión sería una manera irresponsable y encubierta de aceptar un hágase la muerte, sin ninguna vida.
           El sabio cosmopolita George  Steiner (hoy vivo) nos recuerda que en el siglo XIX, Goethe observó con  preocupación la emergencia de una dialéctica que proponía concepciones del  mundo (agreguemos) como las del general Millán Astray. Goethe, mucho antes que Unamuno,  observó que aquel (el del general) era un pensamiento criminal. Como espíritu  creativo y científico —poco dado a la filosofía abstracta— Goethe desconfiaba  de las encerronas paradojales. Goethe creía ver en la creación artística y en  las ciencias naturales ejemplos exitosos de salidas de escape imprevistas a  esas encerronas. No nos referiremos a las muchas diatribas contra Goethe  especialmente a partir de la Revolución de 1848. Digamos tan sólo que  se transformó, para muchos, en una especie de busto molesto, un expunk devenido  liberal escéptico salido del rococó, un cínico, “un mayordomo de los señores”,  como se dijo entonces.
           Una doctrina como la del  “espacio vital” (Lebensraum) fue  fundamental para la empresa nacionalsocialista. ¿A qué llevaba esta doctrina en  los específicos términos de la vida y la muerte, y en los del triunfo? Se trataba  de un espacio geopolítico reducido donde la ganancia de unas naciones es la pérdida  de las otras; un espacio también saturado. La única manera en que hay vida, se  sostendrá, es que haya muerte. Esa es una decisión, terrible, pero una decisión  que debe tomarse a riesgo de consagrar una enfermedad terminal; un derecho,  dirá Hitler, “fundado en la necesidad del pueblo alemán”. La salida conduce a  través, entonces, de la voluntad enérgica. No es posible que esa voluntad no  sea violenta porque decide lo fundamental, lo ejecuta, trae muerte para traer  vida. Ese es el triunfo de la voluntad, el triunfo de la violencia, el triunfo  de la vida por sobre la muerte, a la que la supone y a la que supera. Por lo  tanto, se dirá, viva la muerte para que viva nuestra vida. La decisión que ha  de tomar esa voluntad es terrible porque debe dar vuelta una tortilla que se ha  estado cocinando demasiado tiempo de un mismo lado. No se trata de las  decisiones suaves que toma una política de estado liberal que opera en un  contexto al que no cuestiona en sus fundamentos. Todos esos contextos naturalizados  tienen a su base violencia inicial, violencia constituyente. A esto se  replicará que precisamente lo que hace la civilización (el derecho, por  ejemplo) es “olvidar” (nótese el entrecomillado) la violencia constituyente, no  para volverla impune (se ha hecho una tradición de la memoria de esta  violencia) sino para que no constituya en el futuro un modus operandi de la civilización, un primer recurso. Si la muerte  existe, y es parte de la vida, que esa muerte sea tan lenta e indolora como sea  posible, en suma, que la vida sea la vida, hasta donde se pueda.
           Los términos de “vida” “o” “muerte”  son términos de todo o nada. Son términos exagerados. La vida cotidiana no  acontece así. Pero los apologistas de esta dicotomía exagerada dicen que la  vida se resume en eso y que la conciencia clara no puede sino reconocerlo.
           Hemos hablado de Unamuno, un  raro cristiano que se refirió al deseo trágico de la eternidad, de la vida  absoluta. Los cristianos del primer siglo creían que el reino de Dios estaba  cerca, que en ese reino, en ese final de la historia (por decirlo hoy de manera  burda) no quedaría ningún muerto porque toda la carne, toda la antigua vida resucitaría.  Sostenían convencidos que en ese porvenir lo único que habría de morir sería la  muerte, y su precursor, Satanás (que no era lo mismo que el burlón Mefisto de  Goethe). Y creían además que ese reino no vendría por obra y gracia de la  voluntad humana, no creían que fuera posible ningún triunfo de la voluntad  humana. El deseo no estaba asistido por la voluntad política (después fue  distinto).
           “Acabo de oír —replicaba Unamuno—  el necrófilo e insensato grito, “Viva la muerte”. Y yo, que he pasado mi vida  componiendo paradojas que excitaban la ira de algunos que no las comprendían,  he de deciros, como experto en la materia, que esta ridícula paradoja me parece  repelente”. Así habló el cristiano Unamuno ante los nacionalistas, fascistas,  falangistas ahí reunidos. No pudo volver a hablar el rector. Fue arrestado en  su domicilio y murió después.
           Ahora bien, no es ningún secreto  que la falta de decisión puede hacerse funcional a la consagración de los  abusos. Las buenas maneras suelen ser cómplices de la renovada y soterrada  violencia. En ese sentido, las personalidades de Goethe y Unamuno son  paradigmáticas. Ambos invitaban a entenderse mutuamente a los grupos en pugna,  iban midiendo el acontecer, equilibrando el desbarajuste. No tenían una receta  inmediata ni una para la eternidad. Mentes —como diría Andrés Bello— de  “geometría táctil” (es decir, atareadas de lo que pueden palpar más que de lo  que ven o imaginan ver); ambos ocuparon posiciones de poder para hacerlo más  fino. Este es un refinamiento del rigor sensible que no se deja atrapar en el  todo o nada. Si se me permite, puedo pronunciarlo en términos exagerados: el  poder que no se refina perdura poco, mata y finalmente muere, dejando tras sí un  recuerdo de desprecio. El poder (sea político, económico, popular, intelectual,  etc.) que se refina no elige la alternativa fácil de conducir a aquello que  inevitablemente gobierna hacia callejones sin salida, donde triunfa por un  momento cada vez más corto.
           Muchas de las encerronas de las  que hemos hablado fueron producto de ese voluntarismo que no sabe triunfar sino  en un laberinto rígido. Esa rigidez requiere de un léxico empobrecido, donde  haya pocas palabras, las que haya signifiquen mucho, y las demás sean mero  decorado. No es casual que Goethe —nos recuerda el psiquiatra Rainer Holm-Hadulla—  emplease un vocabulario de entre 80.000 y 90.000 palabras para referirse al  laberinto en que vivió.