MAL
por José Miguel Varas
de Cuentos
Completos Editorial Alfaguara,
Santiago 2001, 675 páginas
La
Rosa Colmillo era grande y cuadrada, dura para el trabajo y seca para
el trago. Se sujetaba el pelo en un moño siempre mal hecho
y a punto de caer. Era una de las mujeres que encontraba doña
Herminda cuando llegaba el tiempo de las nueces, mujeres prefería
porque rendían parejo y reclamaban menos.
La Rosa había pasado la noche en buena compañía,
parece. No está claro si tan buena. En todo caso, en compañía.
Cuando salió a trabajar serían las diez, las otras ya
llevaban más de tres horas recogiendo. Venía con el
cuerpo malo, agria y un poco verde, con la boca torcida. Doña
Herminda la recibió en los cachos, le dijo de una a cien. Se
anduvo sobrepasando, pensaron las otras, pero no dijeron nada. La
Rosa no le hizo juicio y se dejó caer debajo de un carretón
viejo que daba sombra. Durmió de un tirón hasta pasadas
las doce.
Las mujeres estaban terminando los porotos, algunas estaban haciendo
su atadito con media galleta o galleta entera para comer después
o para llevarle a las crías, cuando llegó la Rosa Colmillo
con los ojos y la cara hinchados a sentarse en la mesa. Doña
Herminda ya no se sobrepasó, ahora se propasó. Le dedicó
versos escogidos: la perla llegaba a trabajar tarde por el mal vivir,
dormía toda la mañana y encima quería almorzar
la muy fresca. Todo esto, bien condimentado.
La Rosa Colmillo la miró como si no le creyera: “No me va
a dar de comer”, le preguntó.
“¡Miren qué prosa!”, dijo doña Herminda, “los
porotos hay que ganárselos”.
La Rosa Colmillo se ofendió: “Esto le va a pesar, señora”,
fue lo único que dijo. Dio media vuelta y partió. Todas
se quedaron paralizadas, como con susto. Se sentía zumbar un
coliguacho en el jardín.
“Mejor, no quiero verla más. Ya me tenía colmada la
Colmillo con sus modos”, dijo doña Herminda.
Pero en la tarde, mientras podaba los rosales, se enterró
una espina en el dedo del corazón. Se la sacó con cuidado
y no le dio importancia. En la noche despertó varias veces
porque el dedo le dolía con latidos. Al otro día le
amaneció hinchado y negro, de muy feo aspecto. Lo puso en agüita
de libur, pero la hinchazón no bajó.
Mandó un niño al pueblo, como a cuatro leguas, a llamar
al practicante para que viniera y le zajara, pero la señora
mandó a decir que andaba varios días en las tomas y
no había para cuando.
Consiguió con don Este que la llevara al consultorio nuevo,
que estaba como a diez kilómetros en las casas del fundo el
Columpio. Por el camino le venían mareos, no sabía si
por infección del dedo o por el traqueteo del tractor. Tuvo
que esperar como tres horas al doctorcito, éste metió
una cuchillita y saltó el chorro de sangre mala. Le hizo una
curación completa y doña Herminda se ponía pálida
cuando apretaba. Le puso tintura de yodo y una venda muy firme.
Estuvo mejor un día, pero al otro volvió a empeorar.
Entonces doña Herminda se acordó de lo que dijo la Rosa
Colmillo y pensó que era un mal. Mandó preguntar por
ella, pero nadie la había visto hacía tiempo. Fue y
la acusó en el retén de carabineros, pero el cabo se
rascaba mucho la cabeza y no hallaba cómo, le dijo que iban
a tratar de ubicarla. Parece que no pudieron.
En esto apareció providencial don Beña, un ciego de
virtud, y doña Herminda lo consultó: “Este es mal y
del más fuerte”, dijo él con la cabeza inclinada, como
si escuchara, mientras la palpaba muy suave el dedo, que ya parecía
un sapo, “la falangeta la tiene perdida”.
Doña Herminda fumaba y fumaba para aguantar el dolor y dijo:
“Qué importa. Perdida o no perdida, haga algo para sanarme,
don Beña”.
Don Beña se fue con la niñita que lo guía y
volvió en la tarde con una pastita verde. Se la puso en el
dedo entre rezos, conjuros y sahumerio. Cuatro días, por la
mañana y por la tarde, le repitió el tratamiento. Al
quinto día, cuando se sacó la venda, se desprendió
también la primera falange del dedo, con uña y todo.
Doña Herminda se quedó con un dedito corto, medio torcido
y puntiagudo, como una garrita, hasta el día de hoy. Lo lamentó,
pero fue agradecido con don Beña y le regaló una pavita.
A veces se acuerda de la Rosa Colmillo, dura para el trabajo y seca
para el trago, qué será de ella, ¿no?, pero el
caso es que no se ha vuelto a ver por este lado, señor.
* * * * * * *** * * * * * *
CUENTOS COMPLETOS
Por José
Miguel Varas.
Editorial Alfaguara,
Santiago, 2001. 675 paginas.
por Rodrigo
Pinto
Revista Caras, Nº362,
15 de febrero de 2002.
Larga
y fecunda empresa es la tarea de leer los cuentos que José
Miguel Varas, nacido en 1928, ha acumulado a lo largo de su vida.
Publicó muy joven su primer volumen de relatos, Cahuín;
el más reciente, Cuentos de ciudad, data de 1997. Ha
publicado además algunas novelas, entre las que destacan las
que escribió luego de su regreso a Chile, El correo de Bagdad
y La novela de Galvarino y Elena. Estas, más Exclusivo,
de 1996, situaron a Varas como uno de los narradores más interesantes
de la década pasada.
El volumen de cuentos está ordenado por temas más que
por la cronología, y sorprende, de todas maneras, la coherencia,
la unidad de estilo, y la pareja y excelente calidad de la gran mayoría
de los relatos. Varas es un narrador nato, y se le da muy bien el
género que mayores desafíos plantea a un escritor. Historias
sencillas, bien estructuradas, con finales bien logrados: un gran
cuentista y, si uno se atiene a lo que señala el autor del
prólogo, Armando Uribe Arce, es “el mejor cuentista de historias
en mi lengua chilena”.
Varas, como Volodia Teitelboim, tuvo la doble militancia del político
y del escritor, y ambos compartieron su exilio en Moscú. Dos
secciones del libro dan cuenta de aquello, Del exilio y De
Rusia. Los cuentos de De la infamia relatan hechos relativos
a la experiencia de la dictadura. Las secciones De la radio
y De la prensa dan cuenta de su oficio de periodista, ejercido
en múltiples medios y lugares (actualmente, Varas es el editor
de la revista Rocinante); periodismo de estilo antiguo, de salas de
redacción llenas de humo de cigarrillo y las consecuentes noches
de bares. Del álbum incluye relatos que bien podrían
considerarse autobiográficos o bien referidos a experiencias
cotidianas y familiares; relatos de formación, en definitiva.
Del transeúnte agrupa relatos que podrían
ser clasificados como relativos al chileno medio, esa especie que
tan fecunda puede ser, en buenas manos, para el humor y la literatura.
La sección De Kafka, finalmente, consta de un solo relato,
publicado cuando Varas era aún estudiante en el
Instituto Pedagógico.
Algunos cuentos, como Exclusivo y El ojo de la papa,
son casi novelas cortas; el más breve, El cautiverio,
consta de una sola pagina, aunque, en general, los relatos se mantienen
en las exigencias tradicionales del género.
Dice también Uribe Arce que de estas historias “podría
deducirse la alegoría moral de la manera de ser chilena”. Es
cierto: los relatos de Varas remiten inequívocamente a una
cierta manera de ser, revelada con algo de la socarronería
propia del carácter chileno, con picardía y con un enorme
cariño hacia los personajes que pueblan los relatos (con las
debidas excepciones, por cierto). Es esa textura tan reconocible y
a la vez tan nueva (porque se trata de las historias de otros), lo
que da a
este volumen su particular atractivo.
La provincia y la capital, el exilio y el regreso, la política
y la literatura, el trabajo y el ocio, bajo el prisma de una mirada
atenta y comprensiva, que hace brotar una profunda humanidad al tiempo
que un certero retrato de cómo somos los chilenos.
El estilo limpio -y, si se quiere, tradicional de la escritura de
Varas hace que las historias fluyan con naturalidad, lo que hace aún
más grata la lectura de este volumen, uno de los libros fundamentales
del pasado año.
CUENTOS COMPLETOS DE JOSE
MIGUEL VARAS
EL ARTE DE CONTAR
por Camilo Marks
Qué Pasa, 12 de enero 2002
Lo más asombroso en la carrera literaria de Jose Miguel Varas
-una trayectoria en el cultivo
de distintos géneros prosísticos, extendiéndose
ya por 50 años- es la calidad y coherencia de un estilo que,
si bien ha evolucionado, siempre ha mantenido la concisión,
el carácter sobrio, la naturalidad, un humor a prueba de todo
y una profunda humanidad. Si hubiera que definir en un par de palabras
dónde está la gracia de este autor y en qué consiste
el encanto de lo que escribe, sería necesario decir que casi
todo le sale bien, sea ello una empresa novelística, un cuento
corto o una sencilla viñeta, por la simple razón de
que sabe traspasar al papel cualquier incidente de la vida, por mis
nimio que parezca, confiriéndole un indeleble sello personal.
Varas comenzó a escribir siendo muy joven y algunas obras de
la primera época, como la narración
Porai (1963) y la biografia Chacón (1967), no
han sido, ahora último, reeditadas. Sin embargo, más
sorprendente aún es el hecho de que Varas es uno de los pocos
artistas chilenos cuya producción ha mejorado con el tiempo.
Pocas veces se repite y nunca deja de ser original. Asi lo demuestran
las novelas El correo de Bagdad (1994), La novela de Galvarino
y Elena (1995) y, en la práctica, todas sus creaciones
en el género breve.
Sus Cuentos completos, recientemente aparecidos, son, pues,
un acontecimiento literario. El único problema es su apabullante
magnitud (casi 700 piginas, en letra bastante chica) y el difícil
manejo del volumen. ¿No podría la editorial a cargo
de la publicación haberlo editado en 2 tomos? Es una pregunta
atingente porque, además de los tropiezos materiales, el lector
común puede acobardarse ante la envergadura del libro.
En cualquier caso, ese resquemor se supera de inmediato y una de las
ventajas de tal presentación
reside en el ordenamiento ambiental y según las materias, un
acierto del creador frente a la tradicional metodología cronológica.
Grosso modo, los grandes asuntos tratados en el extenso
trabajo son los recuerdos familiares y laborales, los viajes, el mundo
de la radio y la prensa y muchos más, imposibles de resumir
aquí. Pero debido a la sistematización aludida, este
crítico
empezó la lectura por el final, pues algunas de las mejores
crónicas de Varas se refieren al exilio y
a su larga permanencia en la ex Unión Soviética: Las
pantuflas de Stalin, La tiótia Olia, Formación
de un académico, El exiliado Moraga o Cara de caballo
muerto.
Aunque muchas de estas piezas habían visto la luz en diarios
o revistas, para quienes alguna vez las leyeron resultará gratísimo
reencontrarlas, como sucede con el macabro, pero entrañable,
Ritos de tránsito. Ocurre lo mismo con los notables
relatos El condiscípulo, La Marinita, Fervor de Suárez
o El chileno más fuerte del mundo y con la nouvelle
El ojo de la papa. En cambio, y a riesgo de ser reiterativos,
insistimos en que causa admiración leer, por primera vez, títulos
de hace 20 o 30 años, como Quesillos, Tía,
Mal y El vendedor del tren, pues la forma directa, la
variedad temática y el hondo conocimiento de hombres y mujeres
heroicos en su cotidianeidad o complejos gracias a su pureza, sobresalen
tanto como en las obras de fechas más recientes.
Para los seguidores incondicionales de José Miguel Varas, estos
Cuentos completos serán un regalo. Y, para los demás,
una fuente casi inagotable de pequeños y grandes descubrimientos.